Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
Ya casi había llegado la hora, el día del Juicio Final era inminente. Pronto ocuparía su lugar legítimo como autoridad suprema, el lugar que le pertenecía. Lo sabía todo sobre el pecador, sobre el modo de guiarlo. Se alegraría cuando todo hubiera terminado y pudiera relajarse un poco. Los muertos estarían muertos una vez más y él se apropiaría de la casa más grande del condado, quizá incluso decidiera ir a Washington, a vivir en la Casa Blanca y construir un imperio. ¡Un reinado de mil años!
Pronto, pensó. Pronto lograré lo que sé que quiere mi Padre Sagrado. El reinado de los muertos llegará a su fin y comenzará el mío.
El doctor Brine envolvió con cuidado la mano de Chuck con vendas limpias. Llevaba guantes quirúrgicos para protegerse de la posibilidad de que el virus lo infectara a él a través del contacto con la piel.
Chuck se removía y estremecía al menor roce del anciano médico rural. La mordedura había hecho que se le hinchara todo el brazo y que se le pusiera de un profundo color azul. El dolor era insoportable. Ni siquiera la morfina hacía mucho por aliviar su sufrimiento.
Había dormido toda la tarde y toda la noche, algo que les había pedido que no le dejaran hacer. Era consciente de que no le quedaba mucho tiempo y no quería pasarse dormido sus últimas horas. Se aseguró a sí mismo y a todos los demás que no le volvería a pasar.
El doctor Brine puso el brazo herido de Chuck en un cabestrillo y después se acercó al armario de las medicinas y regresó con varias pastillas en un frasco.
—Toma —dijo al darle el frasco—. Cuando empiece a dolerte, tómate una.
Chuck cogió el bote con la mano buena.
—¿Qué son?
—Percodán.
—No me dormirá, ¿verdad?
—Si quieres dormir, tómate tres.
—No quiero dormir.
—Entonces tómate una o dos.
Chuck se metió el frasco en el bolsillo de la camisa, se bajó de la camilla de reconocimiento y recogió sus cosas. Lo único que quería era volver a trabajar y mantenerse ocupado para no pensar en el brazo dolorido y en el destino que le esperaba.
—¿Hijo? —dijo el médico—. Cuando sea hora de dormir, tienes que volver aquí. ¿Entiendes?
Chuck asintió. Pues claro que lo entendía. Si moría mientras dormía, tenía que haber alguien por allí para levantarle la puñetera tapa de los sesos de un tiro.
Jim estaba en la cafetería tomándose su café matutino cuando entró Chuck. Le extrañó ver a su amigo y le sorprendió todavía más ver el precio que se había comenzado a cobrar la mordedura del zombi. Tenía el rostro ceniciento y bolsas oscuras bajo los ojos.
Chuck se acercó a la máquina de café sin una sola palabra, se sirvió una taza humeante y después se sentó frente a Jim. Por un momento, ninguno de los dos dijo una sola palabra. Con una sonrisa forzada, Chuck se inclinó sobre la mesa hacia Jim.
—¿Y quién va a ganar la Superbowl este año?
Jim se lo quedó mirando sin saber qué decir hasta que se acordó de que estaba a punto de llegar el domingo en que normalmente se jugaba la Superbowl, o quizá ya había sido.
—Así que sigues los deportes, ¿eh? —comentó Jim.
—¡Larga vida a los Redskins! ¡Por la victoria! —Chuck empezó a cantar la canción de lucha del equipo. Balanceó la taza al ritmo de la música y salpicó toda la mesa de café.
Jim se echó a reír, no porque Chuck pensara que los Skins habrían tenido alguna posibilidad de ganar el gran partido de ese año sino porque cantaba muy mal.
—¿Se puede saber de qué te ríes?
—Cantas casi tan mal como eliges los equipos. Los Redskins no habrían ganado una mierda este año. Les falta talento.
—¿Pero tú qué eres, comunista? Son un equipo americano.
—¡Yo soy fan de los Dallas! El verdadero equipo americano.
—¡Dios bendito! Bueno, al menos esta mierda no les habrá afectado mucho porque ya jugaban al fútbol como muertos vivientes.
Ese breve instante fue un salto fugaz al pasado: Jim sentado con un buen amigo, intercambiando pullas sobre fútbol. Se estremeció por dentro para deshacerse de aquella sensación surrealista que lo había embargado.
Tomó un sorbo de café.
—Bueno, ahora ya nunca sabremos quién habría ganado.
—Ajá —asintió Chuck, y se tomó una de las pastillas que le había dado el doctor Brine.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy hecho una mierda.
—¿Por qué no te lo tomas con calma, Chuck? Ve a algún sitio donde puedas descansar un rato.
—No quiero descansar. Ya tendré tiempo suficiente para descansar cuando esté muerto. —Deslizó la taza de una mano a la otra sobre la mesa mientras intentaba ordenar sus pensamientos. Algo estaba invadiendo su cuerpo, podía sentirlo. Se iba sintiendo peor con cada minuto que pasaba.
Había visto lo que habían sufrido los otros después de que los mordieran. Primero se ponían enfermos. Al final del segundo día comenzaban a sufrir alucinaciones y eran incapaces de controlar las funciones corporales. El tercer día por lo general era el último. Él estaba en el segundo día.
—Mientras pueda caminar, quiero seguir echando una mano por aquí —dijo Chuck—. Y cuando empeore… —Se le quebró la voz—. ¿Te ocuparás de mí? Quiero decir, tú… bueno, ya sabes a lo que me refiero, ¿no?
Jim asintió.
—Claro, tío. Me ocuparé en persona.
Chuck asintió, aliviado. Al menos esa era una cosa de la que no tendría que preocuparse.
Cambió el tiempo. Había hecho frío toda la semana, pero entonces entró un frente cálido por el sur y empezó a llover. Llovió con fuerza y sin cesar durante buena parte de la noche.
Jim se sentó en una silla y observó la lluvia a través de los barrotes de la ventana de la enfermería de la prisión. El estado de su amigo había empeorado de forma visible. Estaba dormido, por fin, en una cama junto a la silla en la que velaba Jim.
No era muy probable que sobreviviera a esa noche. En un momento dado, su temperatura se había disparado por encima de los cuarenta grados y después, con la misma rapidez, había empezado a bajar. Su piel adquirió un tono gris y estaba fría al tacto. Le costaba respirar y lo hacía muy deprisa. Tenía las mejillas, en otro tiempo llenas, hundidas y demacradas, le tiraban de las comisuras de la boca y le dotaban de una expresión ceñuda. A aquella horrible maldición no le había llevado más de treinta y seis horas robarle toda su salud.
Jim sostenía el revólver en el regazo, el mismo que había usado para eliminar a los diez monstruos.
Qué lejos le parecía en ese momento aquel viaje a ese nuevo y horrible mundo. Habían pasado unos cinco meses, pero tenía la sensación que había transcurrido toda una vida. Habían pasado tantas cosas, habían cambiado tantas cosas. Ya había olvidado la cabaña de las montañas, su vida en Manassas.
Recordó entonces a su hermano, el que vivía en Montana. Era la primera vez que pensaba en él en meses. Se preguntó si estaría a salvo. Montana no estaba demasiado poblada y David era un superviviente nato, como él. Ambos se habían visto obligados a continuar viviendo, de algún modo, después de la muerte de sus padres en un terrible accidente de coche cuando él tenía trece años y David doce. Fueron pasando de un pariente a otro hasta que tuvieron edad suficiente para conseguir trabajo y un sitio propio donde dormir.
Jim se frotó los ojos cansados y se obligó a concentrarse en el presente. La lluvia salpicaba los cristales de la ventana con un efecto hipnótico. Un tamborileo constante y dulce. Se le cerraron los ojos y después los abrió de repente cuando sintió agitarse la cama de Chuck.
Chuck chilló y abrió los ojos.
—¡Vienen a por mí, papi! ¡Están en el armario! —Chuck señaló una esquina de la habitación, tenía los ojos muy abiertos, pero la mirada perdida.
—No pasa nada, amigo. No dejaré que te cojan.
Chuck estiró el brazo y cogió la mano de Jim. Por un momento la mirada de sus ojos se despejó.
—¡Los monstruos! No dejarás que se acerquen, ¿verdad?
—Claro que no.
—Porque no quiero que me lleven con ellos. No los dejarás acercarse, ¿verdad?
—No dejaré que se acerque ni uno. Puedes descansar tranquilo, Chuck.
El enfermo respiró hondo, suspiró y se quedó muy quieto.
Jim le cerró los ojos fijos y vacíos.
No quiso cubrirle la cara. Se quedó sentado junto al cadáver exánime durante casi treinta minutos. Estaba empezando a pensar que quizá Chuck había vencido la plaga. Quizá no se levantaría convertido en uno de los muertos vivientes. Quizá había alejado a la maldición con un simple esfuerzo de voluntad. Jim había pensado con frecuencia que podía hacer lo mismo. Que podía detener la diabólica transformación por pura determinación, que sería capaz de negarse a dejar que utilizaran su cuerpo de un modo tan obsceno.
La reflexión de Jim quedó interrumpida por el leve sonido de unas sábanas agitándose. Algo se movía bajo la manta que cubría la mitad inferior del cuerpo de Chuck, pero los ojos continuaban cerrados. Ahí estaba otra vez. ¡Un espasmo! Estaba reviviendo.
Jim agarró su arma un poco más fuerte cuando el cuerpo de Chuck se movió de nuevo. Los ojos se abrieron. Unos ojos vidriosos, vacíos, carentes de alma, que se clavaron en él. Un borboteo resonó en la garganta de Chuck cuando luchó por incorporarse.
Jim levantó la pistola y apuntó al centro de la frente de Chuck; el cadáver, que menos de una hora antes había sido el amigo de Jim, se removió con torpeza para ponerse en pie. Jim apretó el gatillo. La bala atravesó con un gemido el silenciador y penetró en el cráneo; el cuerpo y el catre del ejército se derrumbaron sobre el suelo.
Jim siguió apuntando a la criatura. Respiró hondo, muy despacio y sintió una lágrima ardiente que se le escapaba por la comisura de los párpados cerrados. En un momento se le pasarían las náuseas.
Al día siguiente seguía lloviendo. Capa tras capa, unas nubes inhóspitas, oscuras y amenazadoras, llenaron el cielo. Bancos de niebla gris cruzaron la tierra borrando cualquier color que diera sustancia o forma al entorno.
Jim se encontraba junto a la tumba de Chuck, la lluvia se le deslizaba por la cara y caía al suelo con un ruido sordo. Solo le quedaba una cosa por hacer.
Cogió la cruz de madera con las palabras «Así es la vida» grabadas en el travesaño y la hundió en el suelo blando y mojado con el dorso de la pala que había usado para cavar la tumba. En cierto sentido, la vida de Chuck había sido completa. Había derrochado su vida sin miedo, pero había muerto ayudando a otros a sobrevivir. Había contribuido más que la mayoría y había recibido menos. Jim lo echaría de menos.
Aquella noche Jim se subió a la torre sur. Tenía una sensación muy rara, de inquietud. Nada concreto, solo una corazonada. Quizá fuera el modo en que habían ido las cosas durante la última semana. Le pesaban el miedo a las criaturas que seguían a la camioneta y la muerte de Chuck. Quizá no fuera nada, solo preocupación y cansancio. En cualquier caso, no había mucho que se pudiera hacer aparte de lo que ya se había hecho.
Se esforzó por ver al otro lado del patio de la prisión. La niebla se había espesado y ya no podía ver la valla que los rodeaba. Al menos la lluvia había amainado.
—Medianoche —dijo en voz baja al mirar el reloj. Llevaba diecinueve horas despierto. En una hora terminaría su turno de guardia e irían a sustituirlo. Y lo estaba deseando. Solo había podido dormir tres horas la noche anterior, pero tenía la sensación de que no debería dormir, esa noche no.
De repente sintió una gran soledad, incluso melancolía. Se estremeció cuando un escalofrío le subió por la columna y el desamparo dio paso a un miedo frío e inexplicable.
Mick dormía cuando lo encontró uno de los guardias y le dio la noticia. Habían cogido al ladrón, al responsable de robar la comida desaparecida. Se levantó de un salto de la cama y se vistió, después siguió al hombre hasta la despensa con la cabeza todavía envuelta en brumas.
Al entrar en la cafetería, vio al hombre sentado a una mesa, lo vigilaba el guardia armado que había estado haciendo la ronda en la despensa. No le sorprendió demasiado ver quién era, debería haberlo sabido ya. Una sensación de odio y desprecio lo invadió como una ola de calor.
El hombre de la silla era Stan Woods, el antiguo alcalde.
La cocina no había cambiado. Felicia había pasado allí mucho tiempo durante su niñez, hasta que su abuela murió. Después de eso, jamás había regresado a la casa.
La joven miró por la ventana que, en sus últimos sueños, dejaba pasar el sol a raudales. Esa vez afuera estaba oscuro como boca de lobo, salvo por unas extrañas luces a lo lejos, como si fuera un estadio o algo parecido. Su fascinación por las luces quedó interrumpida por una voz que sonaba en el exterior, era la voz de su abuela. Felicia siguió la voz hasta el porche trasero, donde su abuela, Isabelle Smith, miraba las luces.
—Corren peligro, Felicia. El mismísimo diablo rige su dominio.
Felicia se quedó mirando las luces, confusa.
—No lo entiendo, abuela. ¿El dominio de quién?
—El vuestro, cariño. Está allí ahora.
Felicia se quedó mirando otra vez las lejanas luces y de repente todo quedó muy claro. Las luces que había a lo lejos eran los focos que rodeaban la prisión. Estaban todas encendidas, como un faro que les mostrara el camino en la noche.
—Tienes que irte ya. Despierta de tu sueño y adviértelos antes de que sea demasiado tarde.
—¿Quién, abuelita? ¿Quién viene?
—¡Una encarnación del propio diablo! No lo dejéis entrar. Adviértelos, Felicia. Avísalos ya. ¡Vete! ¡Corre!
La voz se desvaneció y con ella el extraño sueño.
Felicia se incorporó de golpe en el catre, de repente estaba completamente despierta. Izzy también estaba alerta, de pie junto a su cama. La niña temblaba de miedo, en sus ojos había una expresión de puro terror. El instinto maternal de Felicia tomó el control y la mujer atrajo a la pequeña hacia ella.
—Lo sé, Izzy. Ya lo sé. Tenemos que avisarlos.
El que tenía que sustituir a Jim, un hombre fornido conocido solo con el nombre de Griz, subió por la escalera de mano hasta la torre. Griz medía más de dos metros, tenía una gran barriga cervecera y un buen bigote. Se acercó lo más sigilosamente posible a Jim, que estaba apoyando en la barandilla y parecía intentar escuchar algo.