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Authors: Len Barnhart

El Reino de los Zombis (12 page)

Peterson se apoyó en la puerta, en un vano intento de impedir la entrada de los intrusos. Saltaron varios clavos más. La puerta iba a ser derribada. El predicador volvió corriendo al santuario y esperó. En unos pocos minutos la puerta se abrió de golpe y las retorcidas figuras entraron tambaleándose.

El pastor se dirigió al púlpito y a la ventana rota. Los cadáveres vivientes lo rodearon y fueron formando poco a poco un apretado círculo. El pastor miró por la ventana al césped. Había una criatura fuera. No le quedaba más remedio que arriesgarse.

Aterrizó encima del monstruo, que se derrumbó bajo su peso. Había frenado la caída del predicador, pero se retorcía bajo de él, ileso. Peterson rodó a toda prisa para alejarse del demonio y se levantó. Llegaban más por todas partes.

Esta debe de ser la señal, pensó. Por eso había tantas de aquellas criaturas en la pequeña comunidad, para obligarlo a abandonar la aislada iglesia. Dios tenía planes para él en otra parte. El predicador empezó a hincharse de orgullo de repente.

Lleno de seguridad, pero con mucha cautela, se alejó de la iglesia para comenzar la misión que tenía por delante. Dios le mostraría el camino.

Capítulo 17

Las tres camionetas que utilizaban para las salidas de rescate y aprovisionamiento estaban aparcadas delante del refugio. Jon estaba echado en el asiento de la camioneta de Jim, trabajando bajo el salpicadero, mientras Jim y Chuck miraban. Habían soldado unos barrotes en las ventanillas de cada camioneta, incluyendo la de Jim.

Mick se acercó a los tres hombres.

—¿Están todas las radios instaladas y en funcionamiento, Jon?

—Sí, ya está todo terminado —respondió Jon al salir de debajo del salpicadero—. Funcionan todas las radios. La emisora también está instalada y en funcionamiento. Estamos listos para irnos.

—Bien. ¿Todo el mundo sabe lo que tiene que hacer?

—Lo sabemos —dijo Jim—. Y tendremos cuidado, no te preocupes. Nadie va a correr riesgos innecesarios.

—Entrar y salir, ¿estamos? Nada de arriesgarse tontamente —dijo Mick, que tenía la mirada fija en Chuck, con intención.

Este se encogió de hombros, fue a una de las camionetas y se colocó su habitual arsenal encima. Jim comprobó sus propias armas y se metió en su furgoneta con Jon, que iba en el otro asiento. Chuck le hizo un gesto a George Henry, un hombre bajo y fornido de pocas palabras que había demostrado gran sangre fría en situaciones de crisis. Acababa de dejar el turno de guardia tras llegar su relevo y se unió a Chuck para el viaje.

—Adelante, cazamonstruos uno. ¿Me recibes? —La voz de Chuck se oyó por el micro de la camioneta de Jim.

Jim puso los ojos en blanco y cogió el micro para responder. La actitud despreocupada de Chuck no molestaba a Jim tanto como a Mick. Quizá fuera la forma que tenía Chuck de conservar la cordura en el día a día.

—Diez-cuatro, alto y claro. Ve tú delante, yo te sigo.

Las dos furgonetas salieron del aparcamiento y se dirigieron al pueblo. Vieron diablos desfigurados vagando por calles y jardines cuando se dirigieron a la oficina de la junta escolar, donde se guardaban los autobuses. Jim hacía todo lo que podía para esquivar a las criaturas, que hacían torpes intentos de atrapar los vehículos en movimiento. Chuck, por su parte, viraba hacia ellas y golpeaba a todas las que podía, impactos que resultaban suficientes para mandarlas por los aires en un cómico despliegue de brazos y piernas que se agitaban.

—¡Eh, córtate un poco, Chuck! —le dijo Jon por radio—. Vas a dejarlos tirados por toda la carretera y tenemos que volver por aquí.

Chuck se encogió de hombros.

Varias filas de autobuses escolares ocupaban el aparcamiento alrededor del edificio estucado. Se detuvieron junto a unos cuantos aparcados en la parte de atrás, para que no los vieran. Jim cogió una bolsa de herramientas del asiento y se dirigió al autobús más cercano. El resto tomó posiciones alrededor del aparcamiento para asegurar la zona.

Jim se arrastró bajo el salpicadero del autobús escolar y manipuló los cables correspondientes para arrancarlo sin las llaves. A cinco metros de él, a medio camino del final del autobús, un par de manos grises y enmohecidas se agarraron al respaldo de un asiento y apareció una cara medio devorada.

El monstruo empezó a subir sin ruido por el pasillo, y Jim no era consciente del peligro que se cernía sobre él. Al acercarse a su presa, la criatura se dio cuenta de que tenía la satisfacción al alcance de la mano y empezó a babear y gemir al tiempo que aceleraba el paso arrastrando los pies con torpeza.

Con la confianza de saber que tenía un equipo de primera protegiendo el perímetro, Jim no oyó los pasos reptantes del cadáver hasta que sintió un tirón en los vaqueros. Intentó apartar la pierna, pero la criatura se aferró a él y bajó la cabeza para morderlo. Abrió la boca, la cerró sobre la pernera de Jim y arrancó un trozo de la tela fina y gastada del pantalón.

Jim usó la otra pierna para darle un golpe demoledor a la criatura en la frente. El monstruo cayó hacia atrás, aterrizó en el pasillo y se quedó inmóvil. Jim había matado a la criatura de una sola patada. Jon oyó el alboroto y llegó con una rapidez sorprendente en su ayuda.

—¿Estás bien?

Jim se subió la pernera del pantalón hasta la rodilla y examinó la zona.

—Sí, creo que sí. Me mordió los Levi’s, nada más.

Jon vio el cadáver tirado e inmóvil en medio del pasillo y se dio cuenta de que Jim lo había matado sin usar pistola ni instrumento alguno.

—Hijo de… ¡Eres un cabrón con suerte!

Jim asintió y volvió al trabajo que tenía entre manos. Jon sacó el cuerpo del autobús por los pies, con la cabeza rebotando en cada escalón.

—¿Todo listo? —preguntó Jon al entrar en el autobús, limpiándose las manos en la camisa.

—Sí. Diles a los otros que entren ya, y salgamos de aquí de una vez.

Jon se dirigió a reunir al resto del grupo y Jim se quedó mirando al monstruo tirado en el asfalto. Tuve suerte, pensó. Llevo toda la vida teniendo cuidado y pensando bien las cosas, pero ese bicho se las arregló para acercarse sin que yo lo oyera. Ahora mismo podría estar vendándome una herida y condenado a ser yo también uno de esos muertos. Tendré que procurar tener más cuidado todavía.

Una vez todos juntos, se decidió que Jim llevaría el autobús a la escuela para recoger la comida. Jon iría en cabeza, con la camioneta de Jim, y Chuck y George los seguirían.

—De acuerdo, escuchad —dijo Jon—. Voy a llevar la camioneta hasta la puerta de la cafetería de la escuela y tú das marcha atrás con el autobús y te acercas todo lo que puedas. Cargamos la comida por la puerta de atrás y después colocamos las furgonetas a cada lado del autobús. Dos hacen guardia y dos cargan. Si acercas el autobús a la puerta lo suficiente, no podrán entrar.

—Suponiendo que el autobús arranque —dijo Jim—. Lleva parado bastante tiempo.

—¿Estás despierto, Chuck? ¿A ti te parece bien? —dijo Jon.

—Sí, mi capitán —dijo Chuck al tiempo que se ponía en posición de firmes y saludaba al estilo militar.

—¡Jesús! —exclamó Jon antes de volver a la camioneta de Jim.

Jon aparcó junto a la puerta de la cafetería y se apresuró a forzar la cerradura. Jim acercó el autobús marcha atrás y se detuvo a menos de un metro, para darle a Jon espacio y que pudiera así trabajar. Chuck llevó la otra camioneta y la aparcó al otro lado.

Los muertos vivientes escaseaban alrededor de la escuela. Jim corrió a la parte de atrás del autobús y abrió la puerta.

—¡Lo tengo! —gritó Jon y abrió de golpe las puertas de la escuela. A la derecha del pasillo había una puerta que decía «Cafetería».

Jim dio marcha atrás con el autobús hasta la entrada de la escuela. Cuando sintió el pequeño choque contra el exterior de ladrillo del edificio, cerró la puerta delantera, se dirigió por el pasillo hasta la salida de emergencia de atrás y entró en el edificio.

Bajaron con cuidado por el corredor, con las armas en la mano, y se acercaron a la puerta de la cafetería. Jim se asomó a la sala a través de la pequeña ventana de la puerta.

—Parece despejado. No creo que haya ninguno ahí dentro.

—¿Estás seguro?

—Sí, pero desde aquí no veo la cocina. Igual hay alguno por allí.

Jim cogió el walkie-talkie del cinturón.

—Chuck, ¿cómo va por ahí fuera?

—No tiene mala pinta. Hay unos cuantos que vienen hacia aquí, pero no voy a disparar hasta que no me quede más remedio. No te preocupes si oyes disparos. Ya te avisaré si hay algún problema de verdad.

—Diez-cuatro —dijo Jim, después volvió a colgarse la radio del cinturón—. ¿Estás listo?

—Tengo hambre —dijo Jon, y abrió la puerta de una patada. Entraron en la sala con las armas en ristre, como dos agentes del FBI en una redada antidrogas.

—De momento viento en popa —dijo Jim, que atravesó a toda velocidad la cafetería hasta la puerta de la cocina.

La puerta de la sala era maciza, sin cristales que permitieran ver el interior. Podía estar esperándolos una horda de monstruos hambrientos al otro lado. Jim contó hasta tres con los dedos y entraron en tromba. La puerta se abrió de golpe y los dos hombres se quedaron quietos un momento, con las armas listas para disparar a cualquier cosa que se moviese.

Sin embargo, la cocina estaba vacía, aunque un hedor asqueroso llenaba la habitación. Era el olor de cadáveres putrefactos, el olor de la muerte.

Jon lanzó un suspiro de alivio cuando se dieron cuenta de que el olor emanaba de los congeladores, que llevaban apagados desde que se había cortado la electricidad. El antiguo policía señaló una puerta cerrada al otro lado de la habitación.

—Esa debe de ser la despensa.

Jim empujó un gran carrito hasta la puerta del almacén. La abrió de un tirón y dio un paso atrás. Los estantes de comida enlatada llenaban la despensa. En el suelo había botes de harina y azúcar.

—¡Bingo! —dijo Jim muy contento—. Venga, a trabajar.

Hicieron un viaje tras otro al autobús hasta que la despensa quedó vacía. Muy de vez en cuando sonaba un disparo, cuando los hombres de fuera acababan con alguno de los muertos vivientes.

Llevaron las últimas provisiones con el carro hasta el autobús y Jon le fue pasando los paquetes a Jim, que estaba dentro.

—La cosa está empezando a ponerse fea aquí fuera —dijo Chuck por el walkie-talkie—. Vamos a darnos prisa.

Los tiroteos eran cada vez más frecuentes. Jim vio que se acercaban muchos más muertos vivientes. La situación comenzaba a ser muy peligrosa.

Cuando Jon puso la última lata junto a la puerta trasera del autobús, de repente hizo una mueca y una expresión conmocionada le cruzó semblante, por lo general siempre sereno.

—¡Aahh, joder! —bramó antes de desaparecer de la vista de Jim.

Jim oyó el grito agónico de su compañero y se puso en marcha. Quitó de en medio el carro de una patada y se lanzó a través de la puerta.

Jon se agitaba entre el vehículo y el suelo, intentaba con desesperación quitarse de encima a los dos pestilentes demonios que, desde debajo del autocar, tironeaban de su cuerpo, locos por comérselo. Se las habían arreglado para arrastrarlo bajo el autobús tirándole de los pies.

Jim se apoderó de las manos de Jon e intentó sacarlo a rastras, pero no pudo, por culpa del peso añadido de los dos monstruos. Mientras Jon chillaba, Jim desenfundó la 44, metió una bala en el cerebro de cada criatura y sacó a Jon de debajo del autobús.

Jon se estaba ahogando con su propia sangre. Los monstruos le habían arrancado un gran trozo de carne de la garganta y estaba desangrándose a toda velocidad. Chuck, que había acudido en su ayuda, lo contemplaba todo a través de la abertura que quedaba entre el autobús y la pared de la escuela. Los disparos continuaban, el guardia seguía derribando a los muertos que avanzaban hacia ellos. Jim sostuvo a Jon entre sus brazos, le mantenía la cabeza en alto para aliviar el ahogamiento.

—Tienes que matarme —dijo Jon entre borboteos—. ¡Por favor! ¡No dejes que pase por eso…! —Volvió a toser, incapaz de terminar.

Jim levantó la cabeza y miró a Chuck, que asintió y se dio la vuelta, incapaz de seguir mirando. Sería cruel dejar que Jon sufriera los agónicos efectos de los mordiscos de la criatura y después permitir que lo que fuera que lo ocupaba tras la muerte usara su cuerpo. Jim intentó contener las emociones que explotaban en su interior mientras se preparaba para lo que había que hacer.

—Cierra los ojos. —Su voz temblaba.

Jon cerró los ojos, Jim lo dejó con suavidad en el suelo y apuntó la 44 a la cabeza de su compañero.

—Que Dios se apiade de tu alma —dijo, y apretó el gatillo.

Capítulo 18

La tarde se había enfriado y llegaban nubes de tormenta del sur. Había sido un día tranquilo, no se había oído ningún disparo.

Felicia se apoyó en la pared, cerró los ojos y disfrutó de la brisa fresca que le agitaba el cabello. No era fácil dejar de pensar en el horror que la rodeaba. Las vacaciones que se había tomado en la playa en primavera eran un recuerdo divertido y dejó que su mente se inundara con esas imágenes. Flotaron ante sus ojos visiones de largos paseos junto al océano con su novio y bailes a la luz de la luna, atardeceres violetas y naranjas, y gaviotas. Recordó los gritos de las gaviotas mezclados con el rugido del océano y cómo la habían relajado y tranquilizado.

—Lo siento, señorita, pero tiene que entrar.

La voz sobresaltó a Felicia. Abrió los ojos y su tranquilo mundo lleno de belleza desapareció, sustituido por un hombre negro de ojos hundidos que llevaba una pistola al costado.

—Lo siento, pero no puede quedarse aquí fuera —repitió el hombre.

—No pasa nada —dijo otro hombre más atrás.

Felicia se volvió y vio los ojos azules y risueños de Mick.

—Ya me encargo yo —dijo Mick. El hombre negro asintió y se alejó.

Mick se meció un poco sobre los talones con las manos a la espalda, sin saber muy bien qué decir a continuación. Era tímido con las chicas y nunca se le ocurría nada ingenioso.

—Parece que se avecina una tormenta —dijo al fin, y se maldijo por no ser capaz de pensar en nada salvo el tiempo.

—Hace semanas que se cierne una tormenta sobre nosotros —dijo Felicia, que había levantado los ojos y miraba las nubes negras—. ¿Cuándo se irá? ¿Cuándo se acabará todo?

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