Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
—No lo sé —dijo Mick—. Quizá cuando haya cumplido su objetivo.
Felicia vio por primera vez lo dulce y a la vez fuerte que era el rostro de aquel hombre.
—¿A qué te refieres?
Mick observó la tormenta que se acercaba y ordenó sus pensamientos.
—Algunas personas dicen que la Tierra misma es la razón para que haya tantas enfermedades nuevas, que hemos destrozado este planeta a nuestro antojo y ahora está contraatacando, está intentando sacar de su cuerpo nuestra polución. El único problema es que seguimos luchando contra la cura. Quizá este sea un último y desesperado esfuerzo por salvarse, por deshacerse de la mayor parte de nosotros y empezar otra vez. La teoría tiene un nombre, pero no me acuerdo de cuál es.
—Se la conoce como «la venganza de Gaia». ¿De verdad crees que es eso?
—A mí me parece tan lógico como cualquier otra cosa que se haya dicho hasta ahora. La verdad es que nadie lo sabe con certeza. Dudo que alguien lo llegue a saber jamás.
Felicia se acercó al borde del porche y bajó la cabeza. No podía quitarse a su familia de la cabeza. No los había visto ni había sabido nada de ellos desde hacía varias semanas y la preocupación por su seguridad la estaba consumiendo. Una lágrima solitaria le resbaló por la mejilla. Tenía miedo y estaba sola, salvo por la silenciosa niña fantasma que parecía haberla adoptado. Eso, al menos, era un consuelo.
—¿Estás bien? —preguntó Mick mientras le ponía una mano en el hombro—. ¿Hay algo que pueda hacer yo?
Felicia se dio la vuelta, apoyó la cabeza en el pecho masculino y dejó correr las lágrimas.
—Estoy sola —sollozó—. He perdido a todos los que me importan.
Mick la abrazó con fuerza.
—Todo irá bien. Estás a salvo, yo me ocupo. No te preocupes.
Felicia lloró hasta que se alivió parte del dolor y después se secó los ojos.
—Lo siento —dijo—. Tú no tienes tiempo para estas cosas, seguro.
—No, no pasa nada. Ven a verme siempre que necesites hablar.
—¡Viene el autobús! —exclamó uno de los guardias, lo que interrumpió el momento de la pareja.
Mick le dio a la mano de Felicia un último apretón y la soltó.
—Ahora vete dentro. Iré a ver cómo te encuentras dentro de un rato.
Felicia se dio la vuelta para entrar, pero aquel antiguo cosquilleo que nada bueno auguraba le trepó de repente por la columna. Mick la vio detenerse y vacilar y estiró una mano para sujetarla.
—¿Estás bien? —preguntó. Cuando Felicia no respondió, la hizo volverse con suavidad cogiéndola por los hombros y se asustó al ver el semblante lúgubre de la chica—. ¡Felicia! ¿Qué pasa?
La joven tembló bajo las manos de Mick y lo miró sin verlo. Había cerrado los ojos y Mick creyó que se iba a desmayar allí mismo, pero Felicia se quedó delante de él, rígida como una piedra.
—¡Felicia, por favor! —le rogó—. ¡Di algo!
Felicia abrió los ojos.
—¡Oh, Mick, no!
Jim paró el autobús, tiró de la palanca para abrir las puertas y salió. Mick y Jon eran buenos amigos. No le entusiasmaba la idea de ser él quien le llevara tan malas noticias.
Mick se volvió hacia el autobús cuando Jim salió.
—¿Dónde está Jon? —preguntó.
Felicia permanecía junto a Mick, con la mano apoyada en la espalda del hombre.
—No se pudo hacer nada, Mick. Lo siento.
Mick se quedó callado unos segundos. La mano de Felicia parecía sujetarlo. Después respiró hondo.
—Por Dios, ¿qué pasó?
—Se nos colaron algunos. Lo desgarraron bastante. Me lo he traído, Mick. Está en el autobús.
Mick se acercó a la parte de atrás del autobús y estiró el brazo para abrir la puerta, pero Jim la sujetó con una mano.
—¿Estás seguro de que quieres verlo?
—Sí, seguro.
Dentro, Mick se quedó mirando el cuerpo ensangrentado y mutilado de Jon; después se dio la vuelta.
—¿Le disparaste tú?
—Me lo pidió él. Se estaba muriendo.
—Es lo que habría hecho yo —dijo Mick. Después dudó y se sumió en un breve silencio—. Quiero que lo quememos separado de los demás. Me ocuparé de ello yo mismo.
—¿Tenía familia? —preguntó Jim.
—No. Desaparecieron todos, como el resto. Yo era el único amigo de verdad que le quedaba aquí. Lo conozco casi desde siempre. Era un buen hombre, un buen amigo.
Jim ayudó a Mick a llevar el cuerpo de Jon a la camioneta que lo acercaría a la zona de incineración. Después se fue con Chuck para dejarle a Mick un poco de intimidad.
Felicia se volvió para seguir a Jim, pero Mick estiró el brazo y la atrajo con suavidad hacia él. La joven le deslizó el brazo por la cintura, consciente del dolor que se iba acumulando en el interior del hombre.
El cielo se fue oscureciendo. Los árboles no tardaron en doblarse por la fuerza de un viento septentrional que soplaba con fuerza. Jim observó a Mick, que se alzaba sobre su amigo caído. La tormenta inminente y los destellos lejanos de los rayos completaban aquel retrato de desesperación y oscuridad.
Mick y Felicia se aferraron el uno al otro bajo el aullido del viento, un presagio de la verdadera tormenta que todos sabían que se acercaba. Se asemejaban a una pintura, un momento de angustia y esperanza suspendido en el tiempo.
El reverendo Peterson se sentó junto a la carretera y se preguntó qué iba a hacer a continuación. Había dejado la iglesia atrás, a kilómetros de allí, con las puertas derribadas y su santidad violada por demonios errantes en busca de víctimas humanas. No había pasado ningún coche en las dos horas que llevaba caminando. De vez en cuando había tenido algún encuentro con unas cuantas criaturas, pero no era difícil dejarlas atrás corriendo. El pueblo todavía estaba a un día de distancia y empezaba a oscurecer. Tenía que encontrar un sitio en el que pasar la noche.
Sabía de una escuela lejana, a un kilómetro y medio más o menos de distancia, que se había utilizado para tratar a adolescentes conflictivos. Los padres ricos y famosos enviaban a sus hijos allí a la primera señal de problemas. Era una forma fácil de quitárselos de encima en lugar de hacer lo que se suponía que era su trabajo, es decir, educar a sus hijos. El lugar seguramente estaría abandonado a aquellas alturas. Sería un buen sitio para esconderse.
El pastor continuó su camino. No había muchas casas en la zona, así que no había criaturas rondando por allí. Durante su marcha sin incidentes, el reverendo se convenció de que era obra de Dios que la mayor parte de los zombis deambularan fuera del camino. Está bien contar con el favor del Señor, pensó.
El desvío que llevaba al sitio que buscaba estaba justo delante. Tendría que bajar otro kilómetro y medio por Skyview Drive antes de llegar a la antigua escuela. Aceleró el paso para intentar alcanzar su destino antes de que la oscuridad y la tormenta inminente se le echaran encima.
Un espeso bosque, lleno de árboles retorcidos y medio oculto por una bruma que se aferraba al suelo, rodeaba el camino. Sus ojos salían disparados hacia los árboles una y otra vez, la sensación de inquietud iba creciendo con cada sonido no identificado. Se hacía la oscuridad, y una lluvia ligera comenzó a golpearlo en la cara.
Estaba a menos de un kilómetro de su objetivo y no podía deshacerse de la sensación de que lo estaban observando.
Peterson se detuvo en seco y se quedó inmóvil.
Un chico de rostro mugriento y unos diecisiete años de edad saltó delante de él, apuntándole a la cabeza con un rifle. El reverendo miró a la izquierda, después a la derecha y vio a dos chicos más, con armas, ocultos en el bosque.
—No des ni un paso más, tío, o te reviento los sesos —dijo el chico del camino.
El predicador se quedó quieto y levantó las manos cuando los otros dos salieron del bosque y lo rodearon.
—No pasa nada, hijo mío. Soy un hombre de Dios. Conmigo no son necesarias vuestras armas. No quiero haceros ningún daño.
El chico siguió apuntándolo con firmeza y se acercó un poco más.
—Dios está muerto. Tiene que estarlo, el diablo es el que controla ahora las cosas.
—No, jovencito, eso no es verdad. Dios me ha hablado y me ha dicho lo que va a ocurrir. —El pastor bajó las manos—. ¿Sois de la escuela?
—No hay ninguna escuela. Ya no. Es solo un edificio.
El predicador se acercó al muchacho y, cuando lo hizo, los otros dos se acercaron un poco más. Peterson estudió a sus captores. Todos ellos eran jóvenes, todavía impresionables. Justo lo que necesitaba si quería construir un imperio de personas temerosas de Dios. Con los niños era fácil. Esos jovencitos parecían bastante amargados en apariencia y actitud. Necesitaba más información para poder ganarse su confianza.
—Soy el padre Peterson. ¿Dónde están vuestros profesores? ¿Siguen en la escuela?
—No —dijo el primer chico—. Ya no están, ya no queda ninguno.
—¿Adónde se fueron?
—Algunos dejaron la escuela, otros están muertos.
—Lo siento —dijo el predicador—. Dios ha estado velando por vosotros para que sobrevivierais todo este tiempo. Él me envió aquí. Me dijo en un sueño dónde podría encontraros.
El predicador mentía. Necesitaba poder y no podría haber encontrado mejor caldo de cultivo para acumularlo.
El chico bajó el rifle.
—¿Soñaste con nosotros?
—Se me dijo que viniera aquí y que os hiciera fuertes, que os guiara a un nuevo mundo. Puedo hacerlo, ¿sabes? Tendréis todo lo que queréis y siempre seréis felices.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó el chico.
—Es el fin del mundo, hijo mío, el fin para todos ellos. El principio para nosotros.
Empezó a llover con fuerza.
Mick condujo hasta la cantera de caliza donde quemaban a los muertos para contener la enfermedad en la medida de lo posible. El cuerpo cubierto de su amigo estaba en la parte de atrás de la camioneta. Los últimos acontecimientos le habían hecho pensar que se había insensibilizado ante el dolor y el horror que lo rodeaban, pero cuando la muerte lo golpeó tan de cerca, se dio cuenta de que no era así.
Pasó junto al punto en el que Chuck estaba quemando cuerpos y llegó a una zona más alejada que estaba rodeada por acantilados de piedra caliza de unos setenta metros de altura. Detuvo el motor y contempló la tarea que tenía por delante. Echó un gran trago de una petaca de plata llena de burbon.
—Mierda, más vale que me ponga a ello —dijo—. Retrasarlo no lo va a hacer más fácil.
Mick salió de la camioneta y fue hacia la puerta trasera. El cuerpo de Jon estaba envuelto en un saco de dormir, el pedido especial que Jon había hecho a la empresa de artículos de deportes El Mejor Drive antes de que quebrara. Un hombre del tamaño de Jon tenía que hacer pedidos especiales para la mayor parte de las cosas. Mick introdujo los brazos y arrastró el enorme cuerpo de Jon para sacarlo de la camioneta y dejarlo en el suelo.
Se quedó mirando el cadáver envuelto de su amigo caído. Amanda había cosido la parte superior del saco con una aguja e hilo de pescar y había encerrado al hombretón como a una oruga en su capullo.
El día era inusualmente cálido para estar a finales de otoño, y Mick trabajó como un poseso para cavar una tumba poco profunda. Colocó los restos de Jon en la pequeña trinchera y vertió gasolina encima. A continuación encendió un pitillo de un paquete que Chuck había dejado en el asiento. Dio una profunda calada hasta que consiguió acumular un buen montón de ceniza al rojo vivo en el extremo del cigarro y después lo tiró a la pira funeraria. La gasolina se prendió con un silbido estrepitoso y empezó a consumir el saco de dormir.
Mick observó las llamas hasta que sus emociones se redujeron a un nudo en el pecho. Aún le dolía la garganta por las lágrimas no derramadas cuando le dio la espalda a la hoguera. En lugar de venirse abajo, canalizó su dolor convirtiéndolo en rabia. Maldijo a Dios y después lo negó. ¡No hay ningún Dios! ¿Qué clase de Dios castigaría a su mayor creación con esa plaga de devoradores de carne humana?
Aporreó la camioneta con los puños para dar rienda suelta a su ira. Con cada golpe se fue disipando su rabia. Lanzó una carcajada amarga y sacudió la cabeza para despejarla de la intensa emoción que se había permitido sentir, tras lo que volvió a concentrarse en la tarea que tenía entre manos.
Sacó de un bolsillo la placa de agente de la ley de Jon. Aunque el cuerpo de policía se había desvanecido junto con el resto de la civilización, Jon se la había quedado, más por orgullo que por otra cosa. Mick examinó la placa con el número de identificación de Jon y las iniciales del Departamento de Policía del condado de Warren grabadas en ella. Volvió a guardársela en el bolsillo.
Mick se sacó otra vez la pequeña petaca del bolsillo de la cazadora y echó otro largo trago. Todavía había mucho que hacer. Aún había que traer otro autobús para llevarse a todo el mundo si la situación lo requería. La llegada del invierno era inminente y necesitarían calentar el edificio. Si hubieran tenido más tiempo para prepararse, quizá podrían haber estado listos para esa crisis.
Quizá podrían haber salvado más vidas, incluso la de Jon.
Mick lanzó una carcajada sardónica.
—¡Ya, claro! ¿Quién se prepara para un ejército de zombis que comen carne humana? —dijo como si quisiera explicárselo a su amigo fallecido.
Guardó la petaca y cubrió los restos de Jon con una pala. Cuando la tumba quedó tapada, se sacó la placa del bolsillo y la colocó sobre su superficie.
Los monitores de televisión que emitían imágenes tácticas por satélite mostraban cada uno una región diferente del planeta. Había primeros planos de las bases de misiles rusas y de ciudades estadounidenses en llamas o desiertas, donde no había nadie salvo los muertos vivientes.
Gilbert Brownlow se encontraba detrás de uno de los técnicos y observaba las pantallas.
Estaban muriendo millones de americanos. A medida que el número de vivos disminuía, el número de enemigos iba creciendo. Brownlow estaba cada vez más amargado. Él creía que la situación exigía medidas rápidas y drásticas. Daba la sensación de que los líderes del momento eran incapaces de actuar y, en su opinión, eso sellaría la perdición de todos.
El técnico que estaba sentado ante el ordenador delante de Brownlow se giró y se quitó los auriculares.
—Señor, tengo una retransmisión de NORAD. Es una emergencia, prioridad uno.