Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
Mick se bajó del taburete y Jim y él fueron a la oficina. La cháchara volvió a aumentar; todo el mundo anticipaba con impaciencia el traslado a un sitio más seguro.
La televisión llena de nieve continuaba en la oficina, pero sin sonido. Mick se derrumbó en la silla giratoria que había tras el escritorio y se echó hacia atrás para apoyar la cabeza en la pared. Estaba visiblemente agotado, cerró los ojos y lanzó un profundo suspiro.
Jim se sentó al otro lado del escritorio. Sacó la Magnum 44 de la pistolera y la limpió con aire distraído.
—Quiero que vengas conmigo a inspeccionar la cárcel mañana —dijo Mick con los ojos todavía cerrados.
Jim dejó de limpiar la pistola y estudió las bolsas que tenía Mick bajo los ojos. La falta de descanso y la tensión de la situación se estaban cobrando su precio. No debería ir a ninguna parte. Necesitaba dormir.
—Puedo llevarme a Chuck. Tú quizá deberías quedarte aquí e intentar descansar un poco —dijo Jim.
—¡No! —soltó Mick de repente—. Estoy bien. Tengo que hacer esto yo. No quiero perder a nadie. Puedo arreglármelas.
Jim continuó limpiando su arma. Mick parecía un hombre inteligente así que debería saber cuáles eran sus límites. Jim confiaría en su decisión.
—Está bien, de acuerdo —dijo Jim—. Pero tienes que estar alerta, así que duerme un poco esta noche. Podríamos meternos en un buen follón ahí fuera.
—Mierda Jim, vamos a meternos en un follón hagamos lo que hagamos.
La puerta se abrió de golpe y Jody entró con un trozo de la carne de venado que había preparado Jenny en un pequeño plato. Se acercó a la mesilla de noche, dejó el plato allí y se apartó.
—Así que eres predicador…
Peterson cogió el plato de la mesilla y le dio un mordisco a la carne. Después de tragar contestó.
—Soy un hombre de Dios. Estoy aquí para hacer el trabajo del Señor.
—¿Y qué trabajo es ese, predicador?
Peterson volvió a dejar el plato en la mesa y se acercó a la ventana. Se quedó mirando el patio.
—Limpiar la tierra de todo mal. Para empezar otra vez.
—¿Piensas matar a todas esas cosas tú solo? —preguntó Jody, esperanzado.
Peterson se dio media vuelta y miró al joven con una expresión fría y dura en la cara.
—A ellos no —señaló la ventana con un dedo—, a los otros. Al verdadero mal.
La esperanza de Jody se desvaneció. El comentario del pastor lo había cogido por sorpresa. ¿Qué otro mal? Había algo siniestro en aquel hombre. Frente a aquel tipo a Jody le costaba hasta pensar. El tal predicador le daba escalofríos.
—Cuando hayas terminado de comer, Eddie dijo que podías dar una vuelta por ahí. Pero no intentes escapar.
Jody se volvió y al salir deprisa chocó con la puerta cerrada de cara antes de escabullirse por fin de la habitación.
El pastor sonrió ante la torpeza del chico. Miedo. La capacidad de generar miedo en los demás era poder.
El predicador dejó la habitación después de su escasa comida y empezó a bajar las escaleras mientras pensaba en su conversación con Jody. El chico se había asustado, pero no como Peterson quería. Debería haberlo temido porque era un instrumento de Dios, pero lo que había visto en los ojos de Jody era el miedo a un loco. Habría personas así, personas que serían incapaces de reconocerlo por lo que era, pero ya sabría ocuparse de ellos como era debido.
Peterson salió del edificio por la puerta principal y buscó por los terrenos hasta que encontró a Eddie sentado en el tronco de un árbol: vigilaba el camino que se alejaba de la escuela. Llegó por detrás y asustó al chico cuando se acercó lo suficiente para que lo oyera. Eddie se giró en redondo con el rifle apuntando a la cabeza del predicador.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —preguntó Eddie—. Se supone que no puedes estar tan lejos del edificio. Además, acercarte así, con tanto sigilo, es una buena forma de conseguir que te vuele la tapa de los sesos.
—Estoy aquí para ayudar.
—¿A qué te refieres?
—Estoy aquí para evitar que os maten a todos.
—Nos las arreglamos muy bien solos —le soltó Eddie—. Sabemos cuidarnos. Esos monstruos no van a subir aquí.
—Vuestro problema no son esos monstruos. Vuestro problema llegará cuando vengan los vivos y os peguen un tiro a cada uno.
—¿Y por qué iban a hacer eso? —preguntó Eddie y recordó los cuentos chinos que le había contado a Jody. Pero no eran más que eso, cuentos chinos.
—Lo vi con mis propios ojos —dijo Peterson—. Creen que cualquiera que no fuera al centro de rescate al comienzo, a estas alturas está enfermo o bien ha salido a saquear el pueblo. Los vi matar a dos personas inocentes, un chico y una chica. —El predicador siguió mintiendo—. Los mataron de un tiro aunque les rogaron que no los mataran. No habían hecho nada malo, salvo no acudir de inmediato al centro de rescate. Escucha lo que te digo, muchacho, da igual lo que haya dicho antes. El diablo está al mando y cada vez es más fuerte.
Eddie parpadeó con fuerza al escuchar las palabras del predicador. ¿De verdad estaban disparando a personas inocentes? El pastor le estaba contando cosas de las que no sabía nada. Si eso era lo que estaba pasando de verdad, podrían verse metidos en un serio apuro.
—¿Cuántas armas tenéis aquí? —preguntó Peterson.
—No muchas —confesó Eddie. Estaba empezando a cuestionar sus propias decisiones—. Conseguimos unas pocas en las casas que hay un poco más allá.
—Bueno, pues eso tiene que cambiar. Necesitamos más armas o no podremos defendernos. Ven, tenemos que hacer planes.
Eddie siguió obedientemente al predicador de regreso a la escuela. Estaba confuso y, por primera vez, tenía miedo. Esconderse de aquellas criaturas, que eran estúpidas, había sido fácil; pero los vivos eran lo bastante listos como para encontrarlos.
El predicador percibió la incertidumbre de Eddie mientras lo llevaba hacia la casa; estaba seguro de su plan y de cómo terminaría todo. Tenía que empezar por el líder y los demás lo seguirían.
Peterson se detuvo y se volvió hacia Eddie.
—¿Qué hay en el sótano? Te oí decirle al chico que me trajo la comida que si no tenía cuidado lo meterías allí.
—Tres de nuestros antiguos profesores.
—¿Habéis encerrado a vuestros profesores en el sótano?
—Están muertos. Son unos putos muertos vivientes —gruñó Eddie—. Los tengo allí para asustar. Ya sabes, para mantener a la gente a raya.
—Eso está bien —le dijo Peterson—. Los mantendremos allí de momento.
—¿Qué podemos hacer para evitar que la gente del pueblo suba aquí a matarnos? —preguntó Eddie, deteniéndose para mirar interrogante a Peterson.
—Nos hacemos fuertes —respondió Peterson—. Nos hacemos fuertes y los matamos a ellos primero.
Eddie abrió mucho los ojos y Peterson percibió su reticencia, así que le puso la mano en el hombro con suavidad.
—No te preocupes, hijo, es la voluntad de Dios.
Jim le dio un golpecito a Chuck en el costado con la punta de la bota. Este se dio la vuelta, gruñó y se arropó un poco más. Jim esperó un momento antes de intentarlo otra vez. Esa vez le dio un buen golpe en la espinilla.
Chuck apartó las mantas con una sacudida repentina, gruñendo y listo para abalanzarse sobre quien fuera hasta que vio a Jim de pie sobre él con una sonrisa maliciosa y dos tazas de café.
—¿Qué hora es? —preguntó el soñoliento hombre, al tiempo que se frotaba los ojos.
—Son las cinco en punto. Ya dormirás más tarde. Tenemos mucho trabajo que hacer. —Jim le pasó una taza de café.
Chuck gimió, tomó un sorbo y arrugó la nariz.
—A mí me gusta con leche —protestó—. Y un poco de azúcar.
Jim tomó un sorbo de su café y contempló la sala atestada de personas dormidas. La mayor parte solo tenía una manta o dos entre ellos y el suelo de cemento. Unos cuantos afortunados tenían colchones o sacos de dormir. Ya había algunas personas despiertas. Aquel arreglo hacía que muchos supervivientes tuvieran un horario extraño y durmieran a deshora.
—El café está mejor solo. Y ahora, vamos, tenemos que ponernos en marcha —dijo Jim mientras se alejaba.
Chuck tomó otro sorbo de café y cogió un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa. Se metió un cigarrillo en la boca y aplastó el paquete vacío. Cuando la gente aterrada había vaciado de comida las tiendas, los cigarrillos también habían desaparecido. Nadie quería quedarse sin fumar. A Chuck solo le quedaba un paquete entero. Esperaba que cuando fueran a la cárcel pudiera encontrar un ocupante generoso dispuesto a compartir su botín.
Ya, seguro, pensó. Menudo momento para tener que dejar de fumar.
Jim abrió la puerta de su camioneta y se encendió la luz del techo. Todavía faltaba una hora para que amaneciera y la lamparita brillaba con fuerza. Quería llevar su furgoneta hasta la prisión porque confiaba en que no se estropearía y porque, en realidad, era lo único que le quedaba de lo que había sido su vida. El vehículo le proporcionaba cierto consuelo. Las barras de hierro soldadas en las ventanillas lo hacían sentirse enjaulado, pero seguía siendo su camioneta.
Giró la llave hasta la posición de encendido y la aguja del depósito empezó a subir y solo se detuvo cuando llegó a la marca de lleno. Jim no lo sabía, y le alivió ver que le habían cargado el depósito. Conseguir gasolina era tarea fácil siempre que no hubiera muchas criaturas alrededor. Una pequeña bomba de mano metida directamente en los depósitos de una gasolinera o en cualquier coche y la camioneta se llenaba en cuestión de minutos.
Jim sacó la llave del contacto y fue a la oficina. Mick estaba tomando una taza de café. Lo observó moverse por la habitación haciendo preparativos. Parecía más animado, más descansado. Jim se tomó el café que le quedaba.
—¿Hay más café en la cocina? —preguntó.
—Hay de sobra —dijo Mick—. La cafetera es lo bastante grande como para hacer cincuenta tazas. Chuck la cogió de un restaurante del pueblo.
—Sí, pero el equipo de vigilancia nocturna lleva tomando café toda la noche. —Jim se volvió para ir a por otra taza, pero Mick lo detuvo.
—He estado pensando en algo, Jim.
—¿En qué? —le preguntó mientras dejaba la taza vacía junto al televisor.
—Este pueblo tenía más de doce mil habitantes. En el campo había otros diez mil o así, y eso calculando por lo bajo. Con todo, eso hace un total de veintidós mil personas. Aquí tenemos poco más de un centenar.
Jim asintió.
—De acuerdo, ¿y qué me quieres decir con eso?
—Digamos que hay unos mil escondidos en las montañas o que han abandonado la zona por completo.
—Comprendo.
—Eso todavía nos deja con una proporción de doscientos a uno, y los números juegan a favor de esos malditos monstruos. Nosotros solo tenemos quince personas bien adiestradas en el manejo de las armas. Si esos cabrones nos encuentran y vienen a por nosotros, es imposible que podamos defendernos.
—Era lo que me preocupaba cuando llegué, ¿recuerdas?
Mick se colocó las últimas armas y después tomó otro trago de café.
—No hay más remedio que ocupar esa prisión, aunque todavía haya presos en las celdas. Tendrán que hacernos sitio.
Jim cogió su taza vacía y se dirigió a la máquina de café.
—Si todavía hay presos en las celdas —dijo por encima del hombro— sería mejor que los soltáramos para que nos ayudaran. Al menos no tendrán miedo de usar armas.
—Siempre que no las usen contra nosotros —dijo Mick.
El sol de la mañana comenzó a salir. El cielo era de un color azul pálido por el este, pero todavía de un profundo color violeta si se miraba hacia el punto opuesto. Los grillos cantaban sin parar en los matorrales que rodeaban el refugio cuando Chuck cargó los objetos que Mick había especificado en la parte de atrás de la camioneta.
Contó tres cinturones de herramientas, uno para cada uno. Cada cinturón contenía linternas, destornilladores, martillos y alicates. Si la prisión estaba desierta, tendrían que forzar la entrada.
Esto sí que es nuevo, pensó Chuck, forzar la entrada de una prisión para colarse dentro.
Mick y Jim se reunieron con Chuck cuando terminó de cargar el vehículo. Los tres iban armados hasta los dientes. Ninguno llevaba menos de tres armas de fuego. Cada uno tenía un rifle a la espalda, dos pistolas alrededor de la cintura y un machete por si acaso. Se estaba convirtiendo en el modelito postplaga habitual.
Se metieron en la camioneta sin decir una palabra y se fueron en busca de un refugio mejor y más seguro.
A cien metros de allí, un zombi solitario levantó la cabeza al oír el vehículo alejándose y gimió una melodía de confusión y deseo.
HOMBRE HERIDO
Jenny metió un poco de ropa y comida en una bolsa de papel y la enrolló para cerrarla. Jody y ella se escabullirían esa noche mientras todos los demás dormían y huirían a un centro de rescate. Desde que habían llegado, el dominio que tenía Eddie sobre los otros se había hecho alarmante y sus acciones los atemorizaban. El predicador que había aparecido una semana atrás nunca se alejaba mucho de Eddie y el problema era que había desarrollado un poder espeluznante sobre todos, incluido el líder.
Con la excepción de Jody y ella, todos los demás se habían armado con lo que habían cogido en casas abandonadas mucho tiempo atrás por sus propietarios. A Jody le habían quitado el rifle poco después de su enfrentamiento con Eddie, así que los dos estaban indefensos. Jenny había notado que eso hacía que Jody estuviese crispado y asustado, aunque él lo negara.
Jenny metió la bolsa bajo la cama y se fue a buscar a Jody. Fue primero a su cuarto y lo encontró allí. Varios días antes les habían dicho que ya no podían dormir en la misma habitación. Jenny supuso que había sido idea del predicador, para mantenerlos separados. Aquel hombre tenía la absurda convicción que todo aquello era el Armagedón vaticinado por la Biblia. Quizá lo fuera, pero desde luego él no era uno de los mensajeros de Dios. ¿Quién es él para juzgarnos? pensó la chica, muy enfadada.
Jenny cerró la puerta sin ruido y se sentó en la cama de Jody. Este se acercó de puntillas a la puerta, la abrió un poco y se asomó para asegurarse de que el pasillo estaba despejado. Cuando cerró la puerta, echó el pestillo para que no los pillaran desprevenidos. Todas las precauciones eran pocas.