Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
—¡No podemos quedarnos aquí para siempre! —dijo el predicador—. Nos quedaremos sin comida. De hecho, ya está escaseando. Tendremos que destruir a los indignos y tomar sus provisiones antes de que nos destruyan ellos a nosotros. Tenemos que hacerlo juntos, unidos. Os daréis cuenta de que mi falta de paciencia es evidente y trataré a cualquiera que se me oponga con escasa cortesía, por decirlo de algún modo.
—Tenemos que ir a buscar a los otros supervivientes y avisarlos —le susurró Jenny a Jody—. ¡Este tío es un lunático! No podemos permitir que haga algo así.
—No lo permitiremos —dijo su novio—. Esta noche.
El hombre de la celda estaba muy débil. Jim no sabía cuánto tiempo llevaba sin comer ni beber. Por el aspecto que tenía, habían sido al menos unos cuantos días. En la mayor parte de las cárceles nuevas las puertas en las celdas estaban controladas electrónicamente, pero aquel bloque no era tan nuevo. Esas celdas tenían que abrirse con llaves. Claro que las puertas electrónicas tampoco habrían sido mejor opción, ya que la electricidad estaba cortada.
Jim le dio una sacudida a la puerta, aunque sabía que era inútil antes de intentarlo siquiera. ¿Cómo habría sobrevivido si no aquel hombre a los visitantes inesperados? Todas las demás celdas, de ocho por diez, estaban ocupadas por zombis, presos muertos de hambre y deshidratación. La ropa les colgaba floja del cuerpo y cada rostro estaba hundido y descolorido. Muchos de ellos metían los brazos entre los barrotes en un intento de llegar a los objetos de su deseo. Otros se paseaban penosamente por sus celdas, sin ser conscientes del movimiento a su alrededor. El único superviviente, el hombre negro, tenía suerte de estar vivo.
Jim se acordó del guardia convertido en zombi al que habían matado en el vestíbulo y se volvió hacia Mick.
—Vigila esto. Voy a ver si el guardia muerto tiene unas llaves que puedan abrir esta celda. —Bajó por el pasillo, dobló la esquina y dejó a Mick y a Chuck con el preso.
—¿Alguien tiene un sándwich de salsa boloñesa? —preguntó el preso mientras se levantaba con un tambaleo.
Chuck metió la mano en una saca que llevaba en el cinturón y sacó una bolsita de plástico.
—¿Qué te parece mantequilla de cacahuete? —preguntó mientras se lo tendía con el brazo estirado.
Matthew metió el brazo entre los barrotes y cogió el regalo.
—Ahora mismo me comería un sándwich de mierda si usaras pan suficiente. —La mitad del emparedado desapareció con el primer bocado.
—Ten cuidado. No te lo comas tan rápido. Vas a terminar vomitándolo —le advirtió Chuck.
Matthew se terminó el sándwich en dos bocados. Usó el vasito que había en el lavabo para coger agua de la cisterna y se la tomó de un trago. Ya no había necesidad de seguir racionando el agua. Había llegado la ayuda.
Jim regresó minutos después haciendo tintinear un llavero. Fue repasando las llaves con los dedos y las fue probando una por una hasta que encontró la llave que encajó en la cerradura. La puerta se abrió de golpe.
Matthew, agotado pero impaciente, no perdió tiempo en salir de la celda. Le temblaban las piernas y se le doblaron por el esfuerzo. El preso se derrumbó a los pies de Jim, quien lo levantó y lo sujetó por el brazo para evitar que volviera a ocurrir.
—¿Te encuentras bien?
Matthew respiró hondo.
—Ahora sí.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Jim.
—Matthew Ford. Lla-lla-llámame Matt —tartamudeó con voz débil.
—Muy bien, Matt, vamos a llevarte al refugio y a meterte un poco de comida en esa barriga. Necesitamos que vuelvas a ponerte en pie. Vamos a necesitar tu ayuda.
Matt volvió a mirar las otras celdas y sus ocupantes reanimados y pálidos.
—¿Qué está pasando?
—Me temo que seguramente no sabemos mucho más que tú, Matt —dijo Jim—. Estos monstruos están matando a la gente y la gente a la que matan, vuelve y mata a su vez. No están vivos, pero tampoco están muertos de verdad. Lo único que puedo decirte es que ya no son las personas que eran. No creo que sean ya humanos siquiera.
—Dios bendito, ¿cómo ocurrió?
—No lo sé. No lo sabe nadie. Pero dudo mucho que Dios tenga algo que ver con esto.
Mount Weather
6.50 p. m.
Las pantallas de los ordenadores destellaron con un torrente incesante de información que ofrecían a los operadores, que aporreaban con frenesí los teclados. Los enormes monitores que colgaban del techo recibían la información de los satélites que examinaban las ciudades y puestos militares de todo el mundo.
Gilbert Brownlow hojeó las páginas de un informe que había pedido una semana antes, pero que no había recibido hasta ese momento.
Hizo una mueca cuando encontró las estadísticas: eran peores de lo que esperaba. Después de solo seis semanas, el informe mostraba lo siguiente:
Informe mundial de emergencia
Confidencial
Semana seis
Brownlow tiró el informe encima del panel que tenía delante y se acercó a Donald Huff, un técnico del panel de control de las pantallas tácticas principales.
—¿Cuáles son las estadísticas de población superviviente de cada una de las grandes ciudades de Estados Unidos?
Huff introdujo varias órdenes en su ordenador y apareció la información.
—Esto muestra que hay menos de veinte mil personas alrededor de Nueva York. Pero la mayor parte ha huido de la ciudad y se ha refugiado en las áreas residenciales de las inmediaciones y en las zonas rurales. La ciudad está prácticamente desierta. La zona de Los Ángeles tiene cincuenta mil. Según los informes todavía hay unos cinco o seis mil en la ciudad en sí. Chicago tiene unos cuarenta mil en su zona inmediata y…
—Es suficiente. ¿Hay alguna ciudad estadounidense en la que aparezca algo más que eso?
—No, señor, pero Fairbanks, en Alaska, sigue mostrando una población de no infectados de quince mil.
—¿Y qué tiene eso de especial?
—Bueno, señor, Fairbanks solo tenía una población de algo más de treinta mil personas antes de la plaga; lo que supone una proporción de infección de solo un cincuenta por ciento en una zona densamente poblada. Es el único caso según la información que tenemos de las ciudades estadounidenses. Incluso ciudades con solo treinta mil habitantes están mostrando un porcentaje de infección muy superior a ese.
—Hmm. Averigüe por qué, pero antes quiero reunirme con todo el personal de alto rango, dentro de una hora. Asegúrese de que todos reciben la notificación.
—Sí, señor, pero creemos saber ya por qué.
—¿Y cómo es eso, soldado?
Donald Huff tragó saliva y continuó.
—Creemos que es por el clima. El frío hace que los cuerpos reanimados se muevan más despacio. Lo que hace que les cueste más llegar a sus víctimas. Con el frío, los reanimados también están más débiles de lo habitual. El proceso puede que sea más lento, pero, no obstante, terminarán ganando al final. Hemos comparado los datos de Fairbanks con la información de zonas del norte de Rusia y otras regiones frías. Los porcentajes son parecidos.
La expresión de Brownlow se endureció.
—¿Qué tengo que hacer para dejar claro que cualquier información nueva que nos llegue a estas instalaciones —sus ojos examinaron la sala y a sus ocupantes— y me refiero a cualquiera, deben enviármela de inmediato?
Donald Huff carraspeó un poco y volvió a mirar las pantallas tácticas.
—Sí, señor. No volverá a ocurrir.
Brownlow se volvió hacia las pantallas que pendían del techo. La primera de la izquierda mostraba una vista aérea de Nueva York tomada desde un satélite. Todavía seguían ardiendo algunos incendios, resultado de los disturbios, los saqueos y una población fuera de control. Aunque los disturbios se habían sofocado semanas antes, algunos incendios todavía no se habían apagado y seguían consumiendo lo que en otro tiempo había sido una gran metrópolis.
La siguiente pantalla mostraba Los Ángeles. Brownlow observó asombrado lo cercana y clara que podía ser la imagen tomada por la cámara de un satélite a pesar de estar a cientos de kilómetros en el espacio. Los Ángeles estaba casi intacta. Ardían unos cuantos edificios en algunos sitios, pero, en general, la ciudad no había sufrido grandes daños. A Brownlow le pareció muy extraño, dada su historia reciente con los incendios y los disturbios.
Los cuerpos reanimados de los muertos vagaban por la ciudad en grandes grupos. Sus pasos arrastrados y sin rumbo y la falta de temperatura corporal en las imágenes de infrarrojos no dejaba dudas acerca de su identidad, y tampoco acerca de en lo que se había convertido la ciudad: un cementerio gigante ocupado sobre todo por demonios sobrenaturales.
8.01 p. m.
Gilbert Brownlow se puso unas gafas bifocales y abrió la carpeta que tenía delante. Su ayudante, George Johnston, se había sentado a su derecha; George, de sesenta y ocho años, había sido un héroe de guerra en Vietnam y un importante estratega y asesor durante la guerra del Golfo. Era también el segundo al mando y solo tenía que responder ante el propio Brownlow.
A aquella mesa también se habían sentado otros seis hombres con diferentes cargos y responsabilidades. En los casos en los que había que tomar decisiones importantes, era necesario que el plan lo aprobasen los ocho para ponerlo en marcha. Brownlow se dirigió al comité.
—Lanzaremos misiles nucleares contra las siguientes ciudades estadounidenses —dijo.
George Johnston se levantó de un salto de su asiento y dio un puñetazo en la mesa.
—¡Dios mío, Gil! ¿Te has vuelto loco?
—¡Tenemos que detener esto de una vez! —dijo Brownlow—. ¡En las ciudades cada vez hay más de esos cabrones!
—Y en esas ciudades o cerca de ellas también hay miles de personas que necesitan ayuda con desesperación —respondió Johnston—. Si tiramos las bombas, los mataremos también, por no hablar del daño que sufrirá el medio ambiente.
—Es inevitable. Tenemos que actuar ya —dijo Brownlow con un tono más apagado.
—¡Bueno, pues yo no pienso dejar que lo hagas, Gil! No voy a permitir que mates a personas que todavía tienen una oportunidad de…
—¿De qué, de convertirse en el enemigo? ¡No tienen ninguna oportunidad! La orden ya está dada. A las nueve de esta noche lanzaremos los misiles nucleares hacia sus objetivos. Si alguien intenta interferir, será acusado de traición y fusilado. ¡La reunión ha terminado!
Brownlow salió hecho una furia de la sala, dando un portazo tras él.
Johnston miró al resto de los hombres y se preguntó qué sentía cada uno de ellos sobre la decisión de Brownlow de bombardear ciudades americanas.
—No podemos permitir que eso suceda —dijo, tan directo como siempre.
El general Albert Jessup, un patriota de gatillo fácil que había estado a favor de imponer la ley marcial incluso antes de que se produjera la plaga, salió de la sala sin decir ni una palabra. Donald Walker, un antiguo secretario de Defensa que se había visto obligado a dimitir para evitar que lo procesaran por varias operaciones encubiertas en el extranjero, carraspeó y después se levantó y siguió a Jessup como siempre hacía. Lo que solo dejaba a otros cuatro además de Johnston.
—Yo estoy de acuerdo contigo, George —dijo uno de los que quedaban—. ¿Pero cómo lo detenemos? Cuenta con el apoyo de algunos de los hombres.
—No de todos, y desde luego, como acabamos de ver, no de los mejores —dijo Johnston—. ¡Maldita sea, pienso luchar contra él a muerte en este asunto!
—Son las ocho en punto. ¿Qué coño tienes pensado hacer en solo una hora?
George se mordió el labio inferior y sintió el dolor de cabeza inminente que estaba a punto de invadirlo. No había mucho tiempo para actuar.
—Lo que haga falta para salvar a esas personas inocentes.
—¿Sabes? Cuando empezó esta plaga —le dijo Sharon al doctor Cowen—, los cuerpos se reanimaban en solo cinco minutos, en algunos casos en menos. Ahora tardan casi el triple y la descomposición también se ha acelerado un poco.
La cafetería estaba vacía, salvo por un par de soldados que estaban en la otra esquina. El doctor Cowen le dio un mordisco a su sándwich y se limpió la comisura de la boca con una servilleta.
—No cabe duda de que se está produciendo un cambio —dijo Sharon—. Quizá se esté debilitando. Podría estar consumiéndose solo.
—No lo sé, es posible. Es cierto que a los muertos ahora les lleva más tiempo reanimarse, pero la aceleración de la putrefacción es mínima en el mejor de los casos. No estoy seguro de que llegue a importar mucho el tiempo que puedan continuar moviéndose.