Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
Los muertos revividos vagaban por el campo en busca de carne fresca. Pasaron junto a casas y negocios vacíos, una bicicleta infantil destrozada… Incluso la ausencia de animales daba fe de la inmensa desolación que dominaba lo que en otro tiempo había sido un mundo próspero. Un millón de años después todo estaría cubierto por capas y capas de tierra para que algún futuro arqueólogo lo descubriese y analizase.
Cuanto más se acercaban al pueblo, mayor era el número de criaturas, hasta que pareció que se estaba celebrando un festival de monstruos que atestaban calles, patios y aparcamientos, un mar de carne podrida. Excitados por la repentina aparición de la camioneta, sus lamentos comenzaron a elevarse. Daban manotazos al aire en un vano intento de alcanzar sus presas. Recelaban a la hora de ponerse delante de la veloz camioneta. El instinto o la experiencia los había enseñado a ser más precavidos.
—Maldita sea —dijo Jim—. ¡El humo! Creo que viene del hospital.
Chuck miró el humo que se alzaba por encima de la colina que tenían delante y la alarma lo hizo incorporarse en el asiento.
—¡Mierda, la llamada de socorro venía de allí! ¿Y ahora qué?
Jim pisó el acelerador a fondo y se dirigieron a toda prisa hacia el edificio en llamas. Las criaturas que fueron lo bastante rápidas o lo bastante afortunadas como para apartarse se repartieron en todas direcciones. Los que no, rebotaron en el guardabarros mientras Jim serpenteaba entre ellos.
Llegaron a la cima de la colina y apareció el hospital. El humo y las llamas ondeaban en las ventanas del segundo piso y se enredaban en una columna de humo negro que se alzaba en el aire. Varias oleadas de zombis rodeaban la estructura en llamas, aunque manteniendo una distancia segura entre ellos y el violento incendio.
Jim atravesó la multitud a toda velocidad, mandó a uno de los monstruos por los aires y aplastó a otro bajo las ruedas.
Se detuvieron con un patinazo delante de la entrada de Urgencias. Daba la sensación de que las puertas de cristal se habían hecho pedazos, se habían reforzado y después se habían vuelto a romper.
Jim y Chuck salieron de un salto de la camioneta con las armas en la mano. Las criaturas, aunque agitadas, no hicieron intento alguno de acercarse a la estructura incendiada.
—¿Estás listo? —preguntó Jim.
Chuck sonrió.
—¡Que empiece la fiesta!
Entraron en el edificio lleno de humo y fueron tomando posiciones en cada esquina antes de seguir adelante. Comprobaron todas y cada una de las habitaciones mientras recorrían el hospital a la velocidad del rayo, aunque sin abandonar la prudencia, a medida que la estructura comenzaba a derrumbarse.
El techo cedió en algunas zonas y enormes escombros ardiendo cayeron a su alrededor en furiosos estallidos de llamas. El humo se espesó. Se les estaba acabando el tiempo. En unos pocos minutos se les desmoronaría encima todo el edificio.
—Aquí no hay nadie —se atragantó Chuck—. O se fueron o están muertos. —¡No! Tiene que haber alguien aquí. La llamada de socorro se recibió minutos antes de que saliéramos.
—¿Entonces dónde están? —gritó Chuck por encima del ruido de las maderas incendiadas y los escombros que caían.
Jim pensó deprisa. ¿Adónde iría él si no pudiera salir de un edificio en llamas?
—¡Abajo! Deben de estar en el depósito de cadáveres. Allí habrá menos humo. Vi unas escaleras por ese pasillo.
Jim se tapó la nariz y la boca con la camiseta y le hizo un gesto a Chuck para que hiciera lo mismo.
—¡Y ahora muévete!
Bajaron corriendo el pasillo hasta las escaleras y abrieron la puerta. Allí había menos humo y bajaron los escalones de dos en dos y de tres en tres, a toda velocidad, para ganarle la carrera al fuego. Corrieron como posesos, atravesaron en tromba la puerta del final de las escaleras y se encontraron con otro pasillo.
Chuck, que llegó el segundo, se vio de inmediato cogido en volandas y estrellado contra el suelo, de cara. Unas manos lo palparon y lo cogieron por el cuello de la camisa y la cara. Le resonó al oído un gemido ronco y un borboteo cuando rodó de espaldas y se encontró a solo unos centímetros del buche mutilado y chorreante de pus de un monstruo que trataba de arrancarle un buen trozo de garganta.
Jim intentó meterle un tiro a la criatura sin alcanzar a Chuck, pero tal y como su amigo se estaba agitando, resultaba imposible. Chuck luchó con fiereza por soltarse del monstruo. Este empezó a dominar la pelea y cada vez estaba más cerca de asestarle el mordisco fatal. Con un rápido empujón de las rodillas, Chuck mandó al zombi volando hacia atrás y lo estrelló contra la pared, donde Jim le metió una bala en los sesos.
—¡Chúpate esa, hijo de puta! —chilló Chuck mientras se levantaba.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Jim.
Chuck se miró para ver si tenía alguna herida, pero para gran alivio suyo no encontró nada. El nudo que se le había formado de repente en la garganta le impedía hablar, así que se limitó a asentir.
—De acuerdo —dijo Jim, visiblemente aliviado—, entonces, en marcha.
Se precipitaron de nuevo por el pasillo de abajo, y de camino comprobaron todas las salas. Oyeron el estrépito de los escombros que se desplomaban, el edificio seguía derrumbándose. El espeso humo negro estaba empezando a filtrarse por el sótano que estaban registrando.
La última puerta del final del pasillo estaba cerrada con llave, pero Jim lo remedió con un hábil disparo en la cerradura. Abrió la puerta de golpe. Acurrucados en una esquina encontraron a un hombre, una mujer y dos niños.
—¡No hay tiempo que perder! —gritó Jim—. ¡Hay que volver arriba ahora mismo! ¡Todo este sitio se nos va a caer encima en unos minutos! ¡Corred!
Cuando abrieron la puerta de la planta baja, fue como abrir la portezuela de unos altos hornos. El calor intenso y el humo estuvieron a punto de hacerlos caer. Les ardían los pulmones al correr hacia la salida.
Una explosión estalló al otro extremo de la planta baja y el fuego se precipitó en su dirección como un hongo que lo consumía todo en su camino. La fuerza del calor y la explosión los empujaba justo por delante del infierno de llamas.
Se precipitaron hacia la camioneta. El hombre y la mujer llevaban cada uno a un niño sobre los hombros, como un saco de grano.
Jim cogió a cada niño con una mano grande y endurecida por el trabajo, los lanzó sin miramientos al interior de la cabina y les gritó a los adultos por encima del rugido del fuego:
—¡Vosotros dos, meteos en la parte de atrás y agachaos!
Los zombis no se acercaron, tenían más miedo al fuego que ganas de atrapar a los humanos que huían.
La camioneta salió disparada de entre la multitud otra vez, segando a los muertos vivientes al rebotar sin control sobre los cuerpos caídos.
—Creíamos que allí nos ayudarían —le dijo la niña a Jim una vez que estuvieron a salvo del peligro inminente—. Papá dijo que había personas buenas en el hospital, pero se habían ido todas. En vez de ellos vinieron un montón de personas malas.
Jim miró a los dos niños acurrucados entre Chuck y él. Le sorprendió lo derrotados que parecían. Se preguntó dónde habrían estado. Aquella situación de pesadilla duraba ya varios meses y sin embargo allí tenía cuatro supervivientes. Estaban agotados pero vivos.
—Ya lo sé, cielo. Ahora todo va a ir mejor. Vas a un sitio seguro.
—Los monstruos se metieron dentro, y papá los hizo marcharse con fuego. Pero entonces el hospital también empezó a quemarse —dijo la niña, que se iba quedando dormida sin dejar de hablar.
El niño, aproximadamente un año menor, apoyó la cabeza en el hombro de su hermana y se rindió al sueño de inmediato.
—No sé mucho sobre lo que está haciendo, pero la ayudaré todo lo que pueda, doctora Darney.
—Gracias, doctor Brine. Desde luego no me vendrá nada mal toda la ayuda que me pueda brindar.
—¿Dice que encontró un virus que podría estar haciendo todo esto? —preguntó el médico, que se acercaba cojeando y apoyado en su bastón.
Sharon levantó la cabeza de su portátil. El doctor Brine era un hombre mayor, setenta y muchos, quizá. La científica no sabía si el médico poseía conocimientos suficientes para poder ayudar de verdad, pero lo que sí tenía era un sinfín de años de experiencia unidos a una capacidad innata para hacerte sentir que era un viejo amigo de la familia, alguien que jamás te abandonaría. Se lo imaginaba aceptando pollos o cabras como pago, o atravesando una gran nevada en plena noche para ayudar a un enfermo. Una virtud difícil de encontrar en los tiempos actuales, pensó Sharon.
—Creo que el organismo que encontré es de algún modo el responsable de lo que está ocurriendo.
—Hmm —dijo el doctor Brine, mientras se frotaba la barbilla y le daba vueltas a la posibilidad—. Es posible, bella jovencita, pero yo no he visto jamás ningún virus que pueda hacer caminar a un hombre muerto.
—Ni yo tampoco —dijo Sharon—. Y tampoco voy a poder averiguar nada más sin el equipo adecuado.
Se abrió la puerta de la enfermería y Jim entró con los cuatro desaliñados supervivientes. Los niños se aferraban a las piernas de su madre y sus ojos miraban ávidos en todas direcciones por la habitación, era obvio que todavía no se sentían del todo seguros.
Jim los llevó a una mesa de reconocimiento, los levantó con suavidad y los dejó ahí.
—Me gustaría que los examinaras a todos, Sharon. Solo para asegurarnos de que están bien.
Sharon acarició la cabeza del niño y después miró al doctor Brine.
—Creo que este es un trabajo que hace usted mucho mejor, doctor Brine. ¿Le importaría examinar a estas amables personas?
—Por supuesto que no —le respondió el médico con tono alegre, y cojeó hasta ellos tan rápido como le permitieron sus decrépitas piernas.
Sharon se llevó a Jim a un lado.
—¿Qué hay del equipo? —le preguntó—. ¿Conseguiste lo que necesito para continuar mi investigación? Lo que hay aquí es…
Jim levantó una mano para detener el aluvión de preguntas.
—Tengo malas noticias para ti. Estas personas estaban escondidas en el hospital del pueblo, que en este momento está ardiendo de arriba abajo.
Sharon se quedó con la boca abierta de pura incredulidad. Era una cosa tras otra. Le iban cerrando el paso a cada momento, como si una mano invisible se empeñara sin descanso en apartarla de su objetivo.
—¿Y ahora qué? ¿Dónde está el más cercano?
—En Winchester, creo. Pero puede que sea demasiado peligroso intentarlo.
—Puede que sea demasiado peligroso no intentarlo —dijo la doctora—. ¡Tenemos que detener esto!
Jim frunció el ceño y cogió su rifle.
—Lo comprobaré. Pero no puedo prometerte nada.
Felicia entró en la cocina de su abuela. Su abuela llevaba muerta muchos años, pero allí estaba, sentada en la mesa, bebiendo una taza de té como siempre había hecho, tarareando una canción que recordaba vagamente de su niñez.
Aunque Felicia sabía que debía de estar soñando, parecía real, como si hubiera atravesado un umbral en el tiempo y regresado al pasado. Sentía un consuelo extraño y una gran alegría al pensar que podía vivir aquel sueño fugaz con la mujer a la que tanto quería: la mujer con la que había compartido en vida un vínculo inquebrantable.
Felicia se sentó despacio en la silla que había enfrente de su abuela con la esperanza de que nada la despertara y rompiera el hechizo.
Isabelle Smith reposó las manos en la mesa, delante de ella, y sonrió a Felicia con la misma sonrisa llena de amor que siempre le había ofrecido a su nieta favorita.
—Hola, niñas mías —dijo con tono tranquilizador—. ¿Cómo estáis?
Sus palabras hicieron que Felicia fuera consciente de que no estaba sola. Izzy, su etérea sombra en vida, la había seguido a su mundo de sueños.
—Abuela, esta es Iz…
—Sé quién es, cariño. Se parece a nosotras en el don que tiene, solo que en ella es mayor. ¿Ves cómo la hace relucir?
Felicia bajó la cabeza y miró a Izzy, que se aferraba a su mano. El aura que rodeaba su cuerpo era muy brillante, como el aura que rodeaba a Cristo en la imagen que tenía la abuela en la pared de su dormitorio. Felicia se quedó asombrada. ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto antes? Desde que la había encontrado por primera vez había sabido que Izzy tenía una visión sobrenatural, pero, por alguna razón, no se había dado cuenta de la magnitud de su don.
—Tengo miedo, abuela. Tengo miedo de lo que está pasando. Tengo miedo de morir.
—Ya lo sé, mi cielo, pero no te va a pasar nada. Ahora tienes que ser fuerte. Escucha a tu corazón y todo lo que te dice. Él te guiará, como a mí me guió el mío. Y escucha a esta niña.
—Pero, abuela…
—Shh. Ahora escucha, Felicia. Hay más formas de escuchar, no solo se oye con los oídos. ¿Lo has olvidado?
—No… sí. Es solo… No tengo…
—Shhh, niña. Escucha.
Y entonces Felicia lo oyó. No estaba segura de si era en su cabeza, en su corazón o en sus oídos. Apareció ante ella de repente y sin esperárselo. Una voz musical, infantil, decía: «Alzo los ojos a la montaña de la que llega mi ayuda».
Felicia miró a su alrededor, a la habitación. A pesar del sol de la mañana que entraba a raudales por las cortinas de encaje y de la presencia de su abuela, los pensamientos del mundo real comenzaron a filtrarse por su mente.
—No pasa nada, mi niña. Aquí estás a salvo —dijo su abuela con aquella sonrisa tan familiar—. Aquí no hay nada que temer.
—¿Dónde estoy, abuela?
—Estás aquí, conmigo, de momento.
—Te he echado tanto de menos —sollozó Felicia. Por primera vez comenzó a recordar la realidad, que su abuela había muerto y la habían enterrado mucho tiempo atrás—. Estás muerta. Esto es solo un sueño.
—Tú más que nadie deberías saber que los sueños y la realidad se entrelazan, Felicia. Los pensamientos del día regresan por la noche para limpiar tu mente y permitirte concentrarte en el día siguiente. A veces se construyen vidas sobre los sueños. A veces los sueños se hacen realidad. Un sueño puede ser muchas cosas.
Felicia se acercó a la ventana mientras se secaba las lágrimas. Los parterres de su abuela florecían como siempre. Los pájaros cantaban sus bellas canciones de primavera y les respondían otros a lo lejos. Estaba en un mundo que había conocido mucho tiempo atrás.