Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
El edificio de Riverton les había bastado en un principio, cuando se suponía que no tardarían en solucionar la crisis.
Pero el edificio ya no era seguro ni estaba adecuadamente equipado para una estancia prolongada. En las últimas semanas, la moral se había hundido, transformándose en depresión. Pero con el inminente traslado, todo el mundo se había animado un poco. Todos colaboraban a la hora de empaquetar sus pertenencias y cargar las provisiones para acelerar la partida.
Mick cerró la maleta que contenía todo lo que le quedaba en el mundo. Comprobó el reloj. Era hora de llamar a Jim y recibir un informe sobre sus progresos. Jim había hecho un trabajo notable en todo lo que Mick le había pedido y ese día no sería diferente, estaba seguro. Desde la muerte de Jon, Mick había terminado por depender mucho de Jim. Para él era un gran alivio tener otro líder sensato que pudiera ponerse al mando y compartir la carga.
La radio que tenía en el escritorio iba a ser una de las últimas cosas que fuesen a la cárcel. Mick cogió el micrófono y apretó el botón de llamada.
—Jim, ¿me recibes?
Como no hubo respuesta, Mick esperó un momento y lo intentó otra vez.
—Jim, soy Mick. ¿Me recibes?
Después de un largo silencio, Mick intentó evitar que el miedo lo invadiera.
Estaba a punto de intentarlo otra vez cuando oyó a Jim.
—Sí, adelante, Mick.
Aliviado, continuó:
—¿Cómo va todo por ahí?
—Estamos listos. La electricidad está conectada y el sitio es seguro. Podéis comenzar la evacuación en cuanto estéis listos.
—Diez-cuatro. Eso es lo que quería oír, Jim. Voy a desconectar esta radio así que no volveremos a hablar hasta que te vea. ¿Necesitas algo?
—Todo va bien por aquí. Te veré cuando llegues.
—Diez-cuatro, cambio y corto.
Mick apagó la radio y la desenchufó del alargador que llevaba al generador. La colocó con cuidado en una caja y la llevó fuera; después la puso en la parte de atrás de su camioneta con varias cosas más que había metido como había podido.
Al regresar a por su maleta vio a Felicia, que estaba usando un ladrillo para clavar un cartel de madera contrachapada a la pared, junto a la puerta principal. El cartel decía, con letras de pintura roja «Nos hemos ido a la cárcel de White Post, por seguridad». La pintura chorreaba y parecía que habían escrito el cartel con sangre, como el título de una de aquellas películas de miedo que siempre ponían de madrugada.
Tras completar su tarea, Felicia se dio la vuelta con una sonrisa satisfecha y vio a Mick observándola.
—Eh, Mick.
Mick inspeccionó su trabajo.
—Buena idea. Quizá todavía aparezca alguien.
Felicia tiró el ladrillo por encima de la barandilla del porche y volvió a evaluar su trabajo ella también.
—No sabrán leer, ¿verdad?
—¿Qué?
—Que esas… cosas… no sabrán leer, ¿verdad?
A Mick le parecía que la capacidad de razonamiento de las criaturas era casi inexistente, pero ¿y si en alguna parte, rondándoles en la cabeza, esa habilidad todavía permanecía de un modo subconsciente y fragmentado? El cartel podría convertirse en la llamada a cenar.
—Bueno, si saben, dudo que noten que has escrito mal «seguridad».
—¡Ahh! —gimió Felicia, después lanzó una risita para ocultar su vergüenza—. Es verdad, ¡vaya!
—No te preocupes. Creo que ha quedado bastante claro.
Sharon se detuvo en el cruce de Warren. No sabía adónde ir y la indecisión le ponía un nudo en la garganta que hacía que le costara tragar.
Una vocecita interna le aconsejaba que buscara un lugar seguro entre amigos y familia. Sola, era vulnerable. Pero su hogar estaba en Chicago, a un mundo de distancia. Un viaje sin ayuda de nadie sería mortal de necesidad.
Atravesó sin prisa el cruce y avanzó despacio por Warren. La calle que cruzaba daba la impresión de estar en el centro del pueblo, donde al parecer se congregaban todas las criaturas. Eran una caricatura extraña de la humanidad, existían en un estado retorcido de semiinconsciencia, sin saber quiénes habían sido en otro tiempo ni en qué se habían convertido. Solo les quedaba una necesidad que los impulsaba, un instinto incontrolable.
Sharon continuó adelante y dejó atrás aquella escena de pesadilla, y solo para ser testigo de más de lo mismo siempre que pasaba por una zona poblada. No había estado en territorio abierto desde el comienzo de aquella gran plaga y se asustó ante el alcance y la progresión de la misma.
Hasta ese momento no se había enfrentado al pensamiento de que quizá no quedara nadie para ayudarla.
Llevaba mucho tiempo sin dormir y en ese estado se preguntó qué nuevos horrores habían caído sobre la humanidad, qué era aquello que tenía delante. Entonces se dio cuenta de que lo que había ante ella no eran dinosaurios sino copias en fibra de vidrio a tamaño real de los terribles lagartos que antaño dominaran la tierra, una simple atracción turística. Lanzó una suave carcajada ante su equivocación y detuvo el Jeep.
Estaba en un cruce. Si giraba a la derecha, la carretera la llevaría a la ciudad de Winchester, a quince kilómetros al norte. La conocía, era una ciudad pequeña de unos cuarenta mil habitantes. Demasiado poblada y, por tanto, demasiado peligrosa. El cartel también decía que si iba a la izquierda, la carretera la llevaría al parque nacional Shenandoah, un parque en la montaña. Si quedaba algún superviviente, quizá se hubiera retirado allí.
Un pequeño movimiento le llamó la atención cerca de uno de los dinosaurios. Tres monstruos salieron de detrás de él y se dirigieron hacia ella. Sharon soltó el embrague y giró a la izquierda, hacia el parque. Las torpes criaturas la persiguieron, pero se perdieron a lo lejos cuando aceleró.
Cuando los muertos vivientes quedaron bien lejos, se relajó un poco. Estaba decidida a sobrevivir. Daba igual si no quedaba nadie en el planeta, no pensaba consentir que la convirtieran en presa de aquellos nauseabundos heraldos de la muerte, y tampoco pensaba permitirse a sí misma perder la cordura. Convertiría el miedo que les tenía en odio, en una antipatía intensa. Después de todo, eran el enemigo. Había que odiar al enemigo, no temerlo; de otro modo sería incapaz de luchar teniéndolo todo en contra, sobre todo en circunstancias increíbles como aquellas.
Sharon estaba tan absorta en redirigir sus pensamientos que estuvo a punto de no ver lo que había estado buscando. Un gran movimiento a su izquierda le hizo detener el vehículo con un chirrido de frenos. Varias filas de personas salían de autobuses escolares y entraban en un edificio de ladrillo. Unas altas verjas metálicas rodeaban la estructura. Un cartel señalaba que era el centro penitenciario White Post.
Una emoción rápida y vibrante le indicó que eran seres humanos vivitos y coleando. El corazón le palpitó con fervor en el pecho y se le incendió la piel con la descarga de adrenalina que la invadió.
¡Había encontrado supervivientes!
EL DÍA DEL JUICIO FINAL
Diciembre
—Jamás habría pensado ni por un segundo que iba a salir de este sitio solo para volver otra vez, ¡y mucho menos que me alegraría de ello! —dijo Matt mientras miraba el campo con los prismáticos, desde la torre de guardia norte.
Chuck examinó el terreno en dirección contraria y lanzó un gruñido para responder al comentario de Matt. Del este llegaban unas nubes oscuras y densas y una niebla que se aferraba al terreno. Había hecho un día muy desagradable, con periodos de bruma y lluvia. Pero el día ya casi había terminado y su último fulgor se desvanecía, dando paso a la oscuridad, aunque su turno no terminaría hasta las seis de la mañana.
Chuck dejó caer los prismáticos sobre el pecho y se frotó los ojos cansados y enrojecidos. Se estiró y después se apoyó en la barandilla y puso un pie en la silla plegable de metal. Encendió un cigarrillo y disfrutó de la primera calada.
—¿Te sobra alguno? —preguntó Matt.
Chuck miró al suelo, diez metros más abajo.
—Cómpratelos tú. —Esperó a que la expresión de asombro invadiera la cara de Matt antes de esbozar una sonrisa astuta y con un giro de muñeca sacar varios cigarrillos del paquete—. Toma.
Matt cogió el pitillo y Chuck le dio fuego.
—Pero no te acostumbres —le dijo Chuck.
—Ahhh —dijo Matt mientras disfrutaba del sabor del cigarro. Aunque el tabaco ya estaba pasado, era casi una sensación erótica lo que sentía en los pulmones—. No te preocupes, no fumo tanto… ya no. No estoy enganchado… ya no.
—No. No me refiero a que no te acostumbres a pedírmelos a mí. Ya no fabrican esta marca concreta. ¿Sabes a qué me refiero?
—Creo que sí —dijo Matt—. Ni esta marca ni ninguna otra.
Matt observó la niebla que se iba espesando en el suelo. Comenzó a subir hasta que llenó la plataforma en la que se encontraban.
—Pone los pelos de punta —dijo—. No se ve ni torta. Ni siquiera el suelo que tenemos justo debajo.
Chuck se quitó los prismáticos que llevaba al cuello y los dejó en la barandilla plana que rodeaba la zona de observación.
—Supongo que ya no los voy a necesitar. Esta niebla es tan espesa como un puré de guisantes, y además ya está demasiado oscuro. Hablando de puré, yo tengo hambre. ¿Y tú?
A Matt no le apetecía comer. Estaba intentando ver entre la neblina que se iba espesando con cada segundo que pasaba. Era tan densa que las luces que por lo general brillaban con fuerza alrededor del patio de la prisión ya apenas se podían ver entre la bruma.
—¿Cómo es que nos han encasquetado el turno de noche? —preguntó Matt.
—Nos presentamos voluntarios.
—¡Voluntarios! Yo no me presenté voluntario a nada. ¡Puede que tú sí, pero yo no! ¿Qué es esa mierda de los voluntarios?
Un gemido resonó entre la espesura y los hizo callar. El gemido se convirtió en un gimoteo. Era casi como el llanto de un bebé, pero sabían que era el lamento inconfundible de los muertos vivientes. Ocultos por la niebla, algunos los habían encontrado, atraídos por la luz o por algún tipo de sexto sentido primitivo. En cualquier caso, sus gritos se filtraban a través de la noche.
Chuck y Matt escucharon los quejidos. El frío de diciembre se colaba entre la ropa de Matt, pero no era eso lo que le provocaba escalofríos. Lo que le preocupaba eran los espeluznantes gemidos que resonaban entre la bruma y el hecho de que la visibilidad fuera tan escasa que hasta el suelo había desaparecido. En su rostro se reflejó una angustia creciente.
—No te preocupes —lo tranquilizó Chuck—. No pueden atravesar las vallas. Y no parece que haya suficientes. Por lo menos todavía no.
—¿Cómo sabes que están al otro lado de las vallas? —susurró Matt.
—¿Dónde si no iban a estar?
Matt se subió el cuello de la cazadora y se sentó al borde de la silla plegable, junto a la barandilla.
Le obsesionaba el melancólico sonido de la muerte viviente.
La niebla y las nubes habían desaparecido a la mañana siguiente. El sol brillaba con fuerza y hacía un calor muy poco propio de primeros de diciembre. Cuando se levantó la bruma y reveló su ubicación, despacharon a toda prisa a los monstruos que habían llegado hasta la cárcel. Una bandada de cuervos se puso a picotear los cadáveres en descomposición, pero se dispersó al llegar una dotación que los cargaría en el volquete para deshacerse de ellos.
Sharon Darney no tardó en instalarse como un miembro más de la desaliñada banda de supervivientes de la cárcel. Su prioridad era continuar su trabajo para poner fin a la plaga, o por lo menos para ralentizarla. Habían convertido la enfermería en un laboratorio improvisado, pero la escasez de equipo era lamentable, le faltaba hasta lo más básico para continuar con su trabajo. En la última reunión se había decidido que un pequeño grupo de voluntarios se arriesgaría a ir a una zona poblada para conseguir lo que necesitaba la científica. Un hospital debería tener casi todo lo necesario.
La prisión era ideal para las necesidades del grupo. Fácil de defender, bien aprovisionada y con electricidad; además varios pozos les proporcionaban agua suficiente para beber y para alguna que otra ducha. Eran totalmente autosuficientes. No era el Ritz, pero, dadas las circunstancias, se agradecía poder estar allí.
La gran despensa estaba bien aprovisionada. Con lo que ellos habían llevado, había comida de sobra para poder pasar el invierno y la mayor parte de la primavera si la racionaban bien.
Amanda garabateó unos números en el libro de cuentas que le había proporcionado Jim y continuó contando los varios artículos que llenaban los estantes. Haría ese inventario cada día para asegurarse de que nadie robaba la comida guardada allí. El hecho de que le hubieran asignado ese trabajo se suponía que daba fe de su seriedad y fiabilidad, pero a ella le parecía que era un plan deliberado para evitar que se involucrara en las tareas más peligrosas, para las que se había presentado voluntaria.
Solo momentos antes, Jim le había puesto entre manos el libro de contabilidad y después había desaparecido. Habían recibido una llamada de socorro por la frecuencia de la banda ciudadana. Jim se había ido para encontrar al emisor antes de que fuera demasiado tarde, un trabajo que ella era perfectamente capaz de hacer. Supuso que darle ese tedioso puesto era la forma que él tenía de evitar que sufriera daño alguno.
—Todo el mundo tiene que poner de su parte —le había dicho— y tú tienes mejor cabeza para estas cosas que cualquier otro. —Le había sonreído con tanta sinceridad que Amanda había terminado por aceptar de mala gana la aburrida tarea.
Dadas las circunstancias, había unos cuantos artículos aprovechables en la despensa. No había carne fresca, pero había jamones, pollo y cerdo enlatados de sobra, y abundaban las latas de verduras, la harina y el azúcar. Amanda se preguntó por qué la comida de la cárcel tenía fama de ser tan mala. No cabía duda de que podían salir comidas bastante apetitosas de lo que había allí almacenado.
La culpa tenía que ser de los cocineros. Echas lo que sea y después lo sirves. Qué más da cómo sepa. Pues si alguien pensaba que se iba a poner a cocinar ella, iban listos. Que no contaran con ello.
Una nube de humo negro se cernía en el horizonte cuando Jim maniobró con la camioneta por las calles de las afueras del pueblo. Chuck lo acompañaba sin decir nada en el asiento del pasajero, se limitaba a mirar a través de la ventanilla el paisaje desprovisto de vida humana.