Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
—No te estoy pidiendo que arriesgues vidas, Jim —le rogó Sharon—. Lo único que te pido es que lo intentes.
—Lo intentamos. Winchester está invadida por miles y miles de esas cosas. No hay forma humana de llegar al hospital del centro de la ciudad y salir vivos de allí. ¡Pero si apenas conseguimos salir del arsenal!
—Entonces estoy en un callejón sin salida —dijo Sharon con tono derrotado—. No hay nada más que pueda hacer.
—Sigue con lo que ya tienes.
—¡No tengo nada! —exclamó la científica, y barrió, llena de cólera, la mesa, esparciendo sus notas por el suelo—. ¡No tengo nada!
Jim clavó la mirada en el patio de la cárcel. Tal y como él lo veía, su fracaso a la hora de conseguirle a la doctora el equipo era la menor de sus preocupaciones. Con tantas criaturas por todas partes, solo era cuestión de tiempo que se encontraran en una situación desesperada.
Jim observó a Sharon derrumbarse en la silla que tenía delante del ordenador.
—Quizá tengas razón, Jim. Quizá; pero también puede ser que haya llegado el momento de reunir las carretas y montar el círculo para defendernos de los indios.
—Sí —dijo Jim, después se acercó a ella un poco más—. Hazme caso cuando te digo que Winchester solo era un cementerio de muertos vivientes. En el arsenal había miles de ellos y solo los empuja una cosa: la necesidad de comer. Estamos al final de la cadena alimenticia, así que vendrán hacia aquí. Nos encontrarán, y cuando lo hagan esas vallas no van a contenerlos. Esa es mi prioridad.
Sharon levantó la cabeza y lo miró.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—No lo sé. Días, semanas quizá. Depende.
Sharon se estiró la arrugada bata de laboratorio.
—De acuerdo, ¿qué tenemos que hacer?
El reverendo Thomas Peterson estaba en la puerta observando a sus seguidores, que comían con avidez dos conejos a medio asar. Era lo primero que se llevaban a la boca en dos días enteros. El pastor los observaba muy contento, él tenía la barriga llena de lo que había sacado de su reserva privada y secreta.
Pensó que le convenía que estuvieran tan hambrientos. Medio muertos de hambre como estaban, harían lo que les pidiese para conseguir provisiones. Incluso matar.
La Tierra se está purificando del mal. Sí, eso es lo que está pasando, pensó. La resurrección de los muertos la habían anunciado en la Biblia. Nadie lo entendía tan bien como él. La Tierra se estaba purificando de sus corruptores, de los que eran capaces de corromper a Dios. Había recaído sobre él la tarea de guiar a los justos, los supervivientes, al Nuevo Mundo, un mundo más controlado. Igual que Moisés había guiado a los israelitas, él también se pondría al mando de esa nueva vida. Sería un dios de carne y hueso, todos lo venerarían. Solo por debajo del Dios del cielo, pensó, y la vanidad le hinchó el pecho.
Ya casi había llegado la hora. Tenía que hacer ciertos preparativos si querían que el plan fuera un éxito. Necesitaban la prisión por las vallas y por la comida. Si eliminas a las cabras no será difícil guiar a las ovejas. Había que ocuparse, antes de nada, de cualquier varón de más de dieciséis años o que llevara un arma. Una vez hecho eso, el resto cumpliría su ley o moriría.
El predicador sonrió al pensar en su congregación multiplicándose con aquellos a los que permitiera vivir tras el ataque a la prisión. Le agradecerían que los hubiera salvado. Las tribulaciones enviadas al género humano se terminarían. Los muertos estarían muertos otra vez y él gobernaría la tierra y traería la paz durante un millar de años. Estaría sentado a la diestra de Dios y Dios mismo lo habría situado allí.
La puerta del vestíbulo que llevaba al exterior se abrió de golpe y uno de los jóvenes seguidores del predicador se plantó allí, encogido y sin aliento. Señaló tras él, hacia el camino de entrada. A unos cien metros de ellos estaban dos de las herramientas resucitadas de Dios, que se habían descarriado y apartado de sus tareas asignadas. A veces ocurría, pensó el predicador mientras los observaba. Habían perdido la gracia divina y vagaban errados por el mundo.
El predicador se volvió hacia los seguidores, que se estaban terminando los conejos. Escogió a cuatro de los más grandes y fuertes.
—Ya sabéis qué hacer —les dijo.
Los cuatro muchachos cogieron palos y bates de béisbol y salieron corriendo al exterior. El predicador los siguió y observó desde el porche.
Los dos monstruos, un anciano y un hombre más joven, continuaban avanzando con pesadez, sin ser conscientes del destino que los esperaba, cuando se acercaron los muchachos. El primero de los chicos en llegar, un tipo alto con un talento especial para ciertos trabajos, dio un golpe bajo en las piernas del monstruo más joven y lo derribó al suelo, donde procedió a apalearlo hasta que el cráneo se partió como un melón.
Al monstruo más maduro lo cogió otro de los muchachos que los asaltaron y lo lanzó al suelo cogiéndolo por el faldón de la camisa, que no llevaba metida por los pantalones. Después también lo destrozaron a golpes. Cuando terminaron con sus víctimas, los chicos se abalanzaron sobre sus presas, asqueados por lo que estaban pensando, pero lo bastante desesperados como para planteárselo. Los dos conejos no habían sido suficientes para saciar su hambre.
El predicador los vio vacilar y se acercó a ellos.
—¿Padre? —preguntó el mayor de los chicos; en sus ojos asomaba la tortura que estaban sintiendo—. ¿Por qué no podemos…?
El pastor levantó una mano y lo hizo callar.
—No debéis comer de esto —dijo—, pues el día que lo hagáis, moriréis con toda seguridad. Son impuros. Llevadlos al bosque, a una buena distancia de aquí, y deshaceos de ellos. Y hacedlo rápido para que su suciedad no invada vuestras almas.
Los cuatro chicos se llevaron los cuerpos mientras el predicador los miraba.
Era hora de prepararse.
Amanda esperaba la llegada de Jim en la gran despensa que había junto a la cocina. Había comprobado el inventario de existencias una y otra vez; el libro no podía equivocarse, pero allí estaba: faltaba comida. Habían desaparecido algunos jamones enlatados, verduras, harina y varios artículos más. No entendía cómo había pasado. Ella misma cerraba la puerta con llave cada vez que sacaban comida. Era su trabajo, pero los números no mentían.
Oyó el taconeo de las botas de Jim, que cruzaba el suelo duro de la cocina. La puerta de la despensa se abrió con un crujido y este entró. Al principio examinó la habitación con la mirada en un intento de descubrir una forma alternativa de penetrar en ella. Amanda esperó sin impacientarse mientras el hombre llevaba a cabo lo que ella ya había hecho.
—Ya lo he comprobado —dijo Amanda—. No hay ninguna otra forma de acceder a la despensa.
—Entonces están usando la puerta —dijo Jim—. Tiene que ser eso.
—Siempre está cerrada con llave.
—¿Quién más tiene llave?
—Nadie, solo yo.
—Entonces haré que le pongan otra cerradura. Quizá un cerrojo de seguridad.
—De todos modos nos quedaremos sin comida a mediados de mayo, más o menos. ¿Qué haremos entonces?
Jim no lo sabía. Una vez que se les acabaran las provisiones no tendrían más alternativa que ir en busca de más y eso significaba salir otra vez a un entorno hostil.
—No te preocupes, Amanda. Ya buscaré yo algo antes. ¿Quién sabe? Quizá para entonces ya haya terminado todo.
—Sharon Darney no está de acuerdo. Dice que esas cosas podrían seguir así años enteros antes de pudrirse del todo y morirse por fin.
Jim también lo había oído. Podían pasar años antes de que todo volviera a la normalidad. Un pensamiento muy lúgubre que no tenía por qué ser verdad. Por alguna razón imposible de prever, las criaturas podían sencillamente caerse redondas y dejar de existir de la misma manera inexplicable en que se habían levantado.
Volvió a comprobar la habitación para asegurarse de que no se había olvidado de mirar nada. Inspeccionó la cerradura de la puerta en busca de signos de que hubiera sido forzada, pero no había ningún arañazo revelador en ella.
—Será mejor que alguien vigile la despensa por la noche durante un tiempo. —Cerró la puerta tras él—. Lo único que nos faltaba es que siga desapareciendo comida. Pondré a alguien en ello.
Amanda recogió sus cosas y siguió a Jim al pasillo. Esa noche parecía preocupado por alguna otra cosa. Algo lo inquietaba y no era solo la desaparición de alimentos.
—Jim, ¿ocurre algo? ¿Ha pasado algo?
—No, no pasa nada. Solo estoy un poco cansado, nada más.
Amanda lo miró a los ojos. Estaba mintiendo y no se le daba muy bien, pero ella tampoco pensaba presionarlo. Era un hombre muy terco. Si era algo importante, Amanda se enteraría en su momento.
Jim dejó a Amanda y salió fuera. Estaban a principios de enero, pero una brisa suave soplaba del sur. El sol seguía por encima de la cordillera Blue Ridge, a varios kilómetros al suroeste. Era un paisaje precioso el que había más allá de las vallas y las torres de guardia; ni siquiera en pleno invierno podía imaginarse un sitio más bonito en toda la tierra que el valle Shenandoah.
Mick y Pete Wells estaban muy ocupados reparando una parte de la valla interna cuando Jim se acercó a ellos y observó en silencio. Pronto el primero advirtió su presencia.
—¿Qué hay, Jim? —preguntó. No le pasó desapercibida la expresión preocupada que marcaba el semblante de Jim.
—Quizá debería preguntarte yo lo mismo. ¿Cómo pasó? —dijo mientras señalaba una sección rasgada de la valla.
—No lo sé. Ni siquiera me había dado cuenta antes. Supongo que podría llevar ahí todo este tiempo.
Jim les echó un vistazo a los dos autobuses escolares aparcados junto al edificio principal. Mick siguió su mirada.
—¿Qué ocurre?
—Vamos a necesitar otro autobús.
—¿Y para qué diablos lo quieres? ¿Qué es lo que te preocupa?
—En dos autobuses no cabe todo el mundo. Necesitamos otro para sacar a esta gente de aquí si llega el momento.
—Mira a tu alrededor. Este sitio no puede ser más seguro. Todo va bien.
—¿Sabes, Mick? Recuerdo una conversación que tuvimos, una conversación muy parecida a esta hace un tiempo. Entonces yo tenía razón. No estoy seguro de tenerla ahora, pero no pienso correr ningún riesgo, coño.
Mick cogió a Jim por el brazo y lo alejó de Pete, que seguía arreglando la valla rota.
—Quizá será mejor que me digas de qué va todo esto.
—El otro día, cuando fuimos a Winchester… ¿te acuerdas de que te dije que ese sitio estaba plagado de muertos?
—Sí.
—Hay miles de esos cabrones al sur, no muy lejos de aquí, en Warren. No tantos como en Winchester, pero, no obstante, se puede decir que estamos rodeados por todos lados.
—Sí, ya lo sé, pero eso siempre lo hemos sabido. ¿Qué prisa hay ahora?
—Ninguna todavía, Mick, pero si resulta que terminan viniendo hacia aquí, entonces sí que podría ser una emergencia. Una gran emergencia para la que no estamos preparados.
—¿Tienen alguna razón para venir hacia aquí? Quiero decir, ¿cómo iban a saber que estamos aquí?
—No lo sé. Quizá no lo saben, pero se las han arreglado para borrar prácticamente a la humanidad de la faz del planeta. Lo que no quiero es que terminen el trabajo.
—¿Puedo hacer una sugerencia? —preguntó Pete Wells.
Mick se volvió y vio a Pete con las herramientas en la mano.
—Claro, Pete. ¿Tú qué opinas?
—Id a buscar el puñetero autobús escolar. Si Jim cree que es necesario, entonces supongo que deberíamos hacerlo. Tiene razón. No podemos meter a todo el mundo en esos dos de ahí. Y sé que yo no quiero ser el que se quede fuera del autobús diciéndoos adiós con la mano porque no hay sitio suficiente para salvarme yo también. Id a buscar el puñetero autobús.
Mick suspiró.
—Es solo que cada vez que tenemos que mandar a alguien ahí fuera a hacer algo me pongo de los nervios, joder. Es buscarse problemas.
Un pequeño grupo de supervivientes de Winchester se apretujaba en la esquina del sótano de una iglesia a la espera del fin. Habían sobrevivido durante cinco meses a las hordas desmandadas que habían diezmado la ciudad. Cada noche, cuando los mantenían despiertos los golpes incesantes y los gemidos de los demonios que no necesitaban dormir, los supervivientes rezaban sin parar, aunque en vano. Su tormento no se detuvo ni un instante, hasta el amargo final.
Sin respuesta a sus plegarias, con la fe hecha pedazos, las puertas y ventanas entabladas se derrumbaron y un sinfín de monstruos atestó la sala. Había tantos fuera que la huida era imposible.
La sala se llenó con el olor a podredumbre y maldad que acompañaba a aquellas desalmadas e impías criaturas. El grupo permaneció apiñado, con los ojos cerrados, sin querer ver el fin funesto que se cernía sobre ellos. El horror final de una infinidad de manos que tiraban de la carne cálida de sus cuerpos y la rasgaban los obligó a abrir los ojos para vivir así los últimos segundos de sus vidas.
Esperaban que el refugio que habían buscado en la casa de Dios los protegiera del destino que habían sufrido tantos otros. Esperaban que la mano todopoderosa de Dios les ahorrara un destino tan horrible; que la veneración que le profesaban estuviera repleta del mismo poder y verdad, y que la recompensa a todas sus molestias fuera una espada divina que acabara con sus enemigos.
Al final, al parecer, fue solo un tipo de culto más, un poder falso; las verdades de su religión, por lo visto, eran engañosas, una Babilonia de mentiras.
Quizá no fuera el Armagedón ni nada enviado por Dios. Era muy posible que lo hubiera enviado el infierno. Solo el diablo podía orquestar semejante horror.
Ese fue el último pensamiento de Denise Givens antes de que se le helara la sangre. Winchester había muerto por completo.
Una vez más la camioneta de Jim estaba cargada y lista para otra peligrosa misión en una zona poblada. Chuck, Matt y él se iban a conseguir otro autobús para poder evacuar a todo el mundo sin correr riesgos si las vallas de la prisión no eran lo bastante fuertes como para contener a las miles de criaturas que rondaban, tan cerca.
Matt resultó ser el tercer hombre perfecto para aquellas salidas, lo que permitía que Mick pudiera quedarse en la cárcel por si surgía algún problema grave y garantizaba su supervivencia para guiar al resto.