Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
Un hombretón, conocido en toda la prisión con el nombre de Kong, ocupaba la celda que estaba enfrente de la de Matthew. Grande y peludo, le dieron ese apodo porque rimaba con su verdadero apellido, que era Long, y porque le iba muy bien.
Cuando llegaron las criaturas, la mayor parte de los presos perdió el control. Chillaron y rezaron, pero no Kong. El odio llenaba el corazón de Kong y enfocó todo ese odio hacia las criaturas, a las que empezó a maldecir y escupir.
Los presos del bloque A se pusieron frenéticos. Cada vez estaban más débiles y pedían ayuda a gritos, lo que solo excitaba más a las criaturas. Matthew no quería desperdiciar energía, así que se quedó callado y racionó la comida que había escondido en su celda. Por la noche, la única luz que tenían era la de la luna que brillaba a través de las ventanas del pasillo. Los movimientos y los gemidos de las criaturas hendían la oscuridad cuando vagaban por el corredor con la esperanza de atrapar a los prisioneros encerrados tras los barrotes.
Tres días después de la desaparición de los guardias, Kong se hartó del todo.
—¡Venid aquí, hijos de puta! ¡Venid a buscarme! —rugió mientras pasaba una taza de metal por los barrotes para atraer su atención—. ¡Puede que muera aquí dentro! —chilló—. ¡Pero pienso llevarme a unos cuantos de vosotros conmigo!
Funcionó. Varios de los muertos vivientes se abalanzaron sobre su celda con los brazos estirados y los dedos crispados, sujetando el aire vacío. El primer monstruo que llegó a la celda fue recibido por la mano de Kong, que lo cogió por los pelos. El preso le estrelló la cabeza con todas sus fuerzas contra los barrotes. La criatura cayó al suelo sin ruido, muerta al fin.
—¡Puta carne muerta! —resonó la voz de Kong—. ¡Y sigue así, joder! —dijo mientras señalaba el cadáver.
Matthew casi esperaba que Kong empezara a golpearse el pecho con los puños después de semejante gesta, como el King Kong de verdad. Incluso soltaría un grito como el de Tarzán al mismo tiempo, pero lo cierto fue que el hombretón se limitó a gruñir con el desprecio de siempre.
Se abalanzaron un segundo y un tercer monstruo. Una vez más, Kong metió el brazo entre los barrotes y cogió a la criatura más cercana por el pelo. Tiró con fuerza para repetir la operación que había llevado a la muerte al primero. La cabeza del monstruo golpeó los barrotes, pero no con la ferocidad del anterior. Otra criatura cogió a Kong por el brazo y se aferró a él con fuerza, Kong soltó al primero e intentó liberarse, pero con dos criaturas sujetándolo, todos sus esfuerzos fueron en vano. Empezó a dar tirones y a tratar de zafarse de los que lo sujetaban y a su vez las criaturas empezaron a tirar de él como si intentaran sacarlo por las diminutas aberturas que quedaban entre los barrotes.
Matthew observó horrorizado la lucha de Kong contra aquellos monstruos enloquecidos por el hambre. Al darse cuenta de que no podían meterlo entre los barrotes para sacarlo de la celda, uno de ellos se limitó a agachar su podrida cabeza para morderle dos dedos a Kong, que le arrancó del resto de la mano. La sangre salió a chorro de los muñones y la criatura lo soltó. Después se tambaleó hacia atrás para disfrutar de los bocaditos que le colgaban de la boca.
Con solo una criatura aferrada todavía a él, Kong pudo entonces recuperar el miembro herido de entre los barrotes y retirarse al fondo de la celda, donde se envolvió de inmediato una toalla alrededor de la dolorosa y ensangrentada herida.
—¡Cabrón! —despotricó—. ¡Hijo puta! ¡Te voy a matar! —Su voz era más aguda y más salvaje que antes.
Kong apretó la toalla alrededor de la mano y una vez más cargó contra los barrotes mientras chillaba a los monstruos. Metió el brazo bueno entre los barrotes con una rabia descontrolada y sin pensarlo cogió al que tenía más cerca por la camisa. La boca del monstruo se clavó en la muñeca de Kong y le arrancó un buen trozo, igual que una persona con hambre le da un mordisco a un bocadillo de albóndigas. El mordisco desgarró arterias y provocó una inmensa pérdida de sangre. Kong cayó al fondo de la celda y se derrumbó en el suelo, retorciéndose de dolor. La sangre que le daba vida le brotaba sin impedimentos y formaba grandes charcos en el suelo. Kong maldijo en voz baja hasta que se quedó demasiado débil y murió.
Eso había sido días antes. En esos momentos el hombretón permanecía con aire perplejo en su celda, convertido él también en devorador de carne humana. Sus ojos lechosos observaban a Matthew.
Ya no falta mucho, pensó Matthew. Ya no tenía comida, así que él también sucumbiría pronto. Moriría y sería como Kong, se pasearía por su celda como los presos restantes, que se habían convertido en muertos vivientes, y parecería igual de estúpido. Quizá Kong y él se quedarían mirándose el uno al otro y babeando como pasmarotes para toda la eternidad. Qué idea tan maravillosa.
Matthew ya estaba demasiado débil como para que le importara mucho. Quizá fuera el último que quedaba vivo; ninguno de los otros presos había respondido a sus llamadas desde el día anterior por la mañana temprano. Todas las criaturas que se habían introducido en el bloque de la prisión estaban delante de su celda en ese momento, esperando.
Matthew cerró los ojos, dejó vagar su mente y se acordó de cuando era libre, de aquellos días en los que todavía tenía una vida, cuando no tenía ni idea de lo triviales que eran sus problemas en realidad. Pensó en su familia y en cómo los había decepcionado. ¿Por qué siempre les había hecho daño a aquellos que lo querían? Esperaba que todos estuvieran a salvo.
Sobrevivir huido o en la celda de una cárcel parecía ser su destino en la vida. No había querido hacerle daño a nadie. Y tampoco había lastimado a nadie de forma intencionada. Al final, a la única persona a la que había herido de verdad había sido a sí mismo. Acabar su vida así era vacío pero justo, suponía. Por desgracia, su existencia iba a terminar como la había vivido, de una forma vana y sin sentido alguno.
Los pensamientos lo fueron abandonando y el cuerpo le tembló con una especie de calidez cuando empezó a rendirse al abrazo de la muerte. De repente resonó un disparo en algún lugar del interior de la cárcel. Matthew se puso en pie con una energía renovada y una sensación de esperanza que creía haber perdido mucho tiempo atrás. Se apoyó en la pared de la celda para no caerse y chilló tan alto como pudo.
Un chorro de sangre y sesos salpicó la pared detrás de la cabeza del zombi cuando se desplomó.
—¡Tenemos compañía! —gritó Chuck.
Jim giró en redondo y vio a uno de los guardias de la cárcel que Chuck había matado. Todavía vestía el uniforme. Por lo que parecía, ya llevaba mucho tiempo muerto antes de que Chuck le pegara un tiro. Tenía la ropa rasgada y el cuerpo mutilado.
—¡Maldita sea, nos estamos metiendo en una trampa en este pasillo! —dijo Jim—. Si los guardias son zombis, seguramente todo este sitio esté plagado de ellos.
En ese momento escucharon una petición de socorro por alguna parte, no muy lejos. La voz del hombre era débil y desesperada. Se desvanecía entre los lamentos y gemidos de los muertos, que cada vez se oían más altos y cercanos.
—¡Salid de ahí! —gritó Jim y los tres hombres bajaron a toda prisa por el corredor por donde habían llegado. Doblaron la esquina y atravesaron corriendo la entrada a tiempo de ver otro cadáver viviente en la puerta. Tenía la cabeza ladeada, pero sus ojos miraban al infinito. Tenía un brazo estirado, el otro le colgaba sin fuerzas como un ala rota.
Mick levantó el arma y no tardó en despacharlo en plena carrera. La criatura giró en redondo y cayó al suelo segundos antes de que los hombres pasaran como exhalaciones a su lado y salieran de allí.
—¡Chuck, vete a arrancar la camioneta y apártala de la verja unos cuarenta metros más! —gritó Jim—. Está demasiado cerca. Vamos a necesitar más espacio para maniobrar mientras volvemos para mandar a estos cabrones al infierno. Pero déjala en marcha. Tenemos que sacar a ese tipo de aquí antes de irnos.
—Entendido —dijo Chuck, y salió corriendo.
—¿Tienes munición de sobra? —le preguntó Jim a Mick.
—¿Tú qué crees? —respondió, un poco picado porque a Jim se le hubiera ocurrido preguntar siquiera. Era una pregunta más propia de Chuck. Mick observó con atención a Chuck por encima del hombro: su compañero llevaba la furgoneta al otro lado de las verjas para después regresar a su lado. Aprobó con un asentimiento el sitio donde Chuck había decidido aparcar.
Los gritos del edificio empezaron a aumentar de volumen, cada vez más, hasta que salió dando tumbos el primer zombi. Era una mujer que parecía tener unos veintitantos años, de pelo rubio y el vientre embarazado al aire. La zombi se tambaleó y estuvo a punto de caerse cuando salió por la puerta. Mick y Chuck se quedaron mirando, conmocionados. Jim apuntó y terminó con la existencia de la mujer.
Aparecieron más criaturas en la puerta y los hombres abrieron fuego. El estado actual del mundo los había convertido en tiradores de primera y el trío estaba lo bastante bien armado como para ocuparse de aquella lenta chusma en pocos minutos. Al cabo, treinta y dos cuerpos yacían pudriéndose en el patio de la cárcel. Jim, Mick y Chuck pasaron por encima y regresaron a la puerta principal.
—¡Oh, Dios mío! —susurró Chuck, el horror resonaba en su voz.
Mick y Jim se volvieron y siguieron con los ojos la mirada de Chuck, quien contemplaba a la mujer embarazada que había quedado tirada en el suelo. El estómago se le movía y abultaba. El bebé que llevaba dentro era uno de ellos, uno de los muertos vivientes. Chuck empezó a atragantarse y tener arcadas antes de darse la vuelta para vomitar. Mick se giró e hizo todo lo que pudo por ocultar la sensación enfermiza que le invadía las tripas. Jim llevó a cabo la dolorosa tarea sin una sola duda.
Disparó dos veces y después cubrió los restos de la mujer con su cazadora. Los otros esperaron mientras Jim bajaba la cabeza y cerraba los ojos para apartar aquella horrible visión de su mente.
Una vez más el trío entró en el edificio. Los ruegos de la voz ya no resonaban por la cárcel y temieron haber llegado demasiado tarde.
Bajaron con cautela por el amplio vestíbulo y atravesaron dos puertas abiertas compuestas de gruesos barrotes. Era el mismo tipo de puertas que las de las celdas de la cárcel, pero estas mantenían todo el bloque separado del resto de la prisión. El cartel en la pared que llevaba a un pasillo de celdas decía «bloque de celdas A».
En la celda de la derecha, un hombretón muy pesado se estrelló contra los barrotes y les gruñó; tenía los ojos vidriosos y el rostro de un profundo color azul. Chuck se apartó de un brinco, sobresaltado por el rápido movimiento, cuando la criatura estiró los brazos hacia él a través de los barrotes. En la celda de la izquierda, un hombre negro de treinta y tantos años, prácticamente muerto él también, levantó la cabeza del catre y lanzó una suave carcajada, con un toque de locura en su voz.
Al principio, Matthew creyó que estaba teniendo un sueño cruel provocado por un Dios vengativo y despiadado, una última puñalada por sus antiguos pecados. Luego, cuando se le aclaró la visión y se le despejó un poco la cabeza, se dio cuenta de que allí había personas vivas de verdad, gente que respiraba. Empezó a darle vueltas la cabeza de pura esperanza y alivio.
—Es el colmo, tío —dijo sacudiendo la cabeza—. El puto colmo.
Jody entró inquieto en la sala de la televisión, el cuchillo que llevaba atado a la pierna se la estaba dejando en carne viva. Tendría que colocarlo mejor más tarde. Vio a Jenny de pie y sola en la esquina y se fue abriendo camino entre la atestada habitación para ponerse a su lado.
Casi todo el mundo de la escuela estaba presente para escuchar lo que tenía que decir Eddie. ¿Y cómo no iban a estarlo? Eddie había avisado que la asistencia era obligatoria y todo el mundo hacía lo que decía, todo el mundo salvo Jenny y él. Ellos no formaban parte de aquella pendenciera banda de delincuentes sin modales, ni querían hacerlo. Acataban sus exigencias por puro instinto de conservación y nada más.
Eddie y el reverendo Peterson se encontraban en la parte de delante de la habitación cuchicheando hasta que el chico al fin estrelló la culata del rifle contra una mesa esquinera y acalló el murmullo de la salita.
—¡Que todo el mundo preste atención! —gritó—. El padre Peterson tiene algo que deciros. Escuchadlo. Lo que dice es verdad.
Peterson se adelantó y examinó la habitación, sonreía como el típico gato que se ha comido el canario.
—No tenéis que tener el don de la profecía para comprender el significado de la reciente catástrofe ni para prever su conclusión. Yo se lo he explicado a Eddie y ahora os lo voy a explicar a vosotros. —Se paseó por la habitación por un momento, después se detuvo y señaló el techo con un dedo como si la idea que había estado buscando al fin se le hubiera ocurrido.
—Dios os ha elegido para que sobreviváis. —Bajó el dedo—. Pero para sobrevivir debemos estar unidos. Debemos olvidar lo que queremos como individuos y luchar por el bien común. No puede haber ninguna excepción o pereceremos todos.
Peterson medía casi uno noventa y su altura y apariencia intimidaban a algunos de los jovencitos mientras se movía entre ellos y les hablaba a todos y a cada uno para maximizar el efecto. Prosiguió:
—Hay un gran mal que invade la tierra. No son los muertos vivientes, sino los vivos. Serán consumidos y enviados a la muerte definitiva, ¡sus deseos serán engullidos! ¡Sus pecados serán devorados! Algunos de vosotros quizá temáis el mismo destino. Eso está bien, porque si desfallecéis, vosotros también sufriréis una muerte horrible. —Su tono era urgente, lleno de un poder oscuro.
Los jóvenes asistentes dieron muestras de pavor. Eso era lo que estaba esperando el pastor. Se movió para seguir imponiéndoles su voluntad.
—Vuestro pequeño mundo de aquí no es nada. Vuestra vida de aquí no es nada. Muy pronto, vendrán los vivos indignos y os matarán, como han hecho con tantos otros. ¿Por qué? ¡Porque sienten envidia! Envidia de que vosotros hayáis sido elegidos para sobrevivir y ellos no. Os matarán sin sentir más remordimientos que los cadáveres demoníacos que se pudren en vida. Empujados por Satán, todos son iguales.
Jenny escuchaba lo que decía el predicador, pero no se creía ni una sola palabra. Se lo estaba inventando todo con el único propósito de provocar el miedo, de doblegar la voluntad de los muchachos para que cumplieran sus órdenes. Ella no sabía con qué propósito, pero estaba convencida que el mundo entero no se había vuelto loco. Tenían que darse cuenta de que matar solo crearía más monstruos que se levantarían para matar otra vez, un escenario que solo podía terminar con la extinción de la humanidad.