Veintitrés años atrás, una soleada mañana de otoño, un joven estudiante de la Academia, cargado con un voluminoso zurrón, paseaba por las calles de la ciudad de Vanicia.
Era día de mercado. Los portales de la plaza permanecían activos y muy concurridos. Representantes de distintos gremios de toda Darusia los atravesaban cargados de cestas y carretas llenas de productos y materias primas. Las calles adyacentes y la plaza del mercado estaban flanqueadas por multitud de puestos y tenderetes.
El estudiante se movía entre el gentío como si se dejase arrastrar por él. Tenía la expresión ausente del que está perdido en sus pensamientos. Sin embargo, un observador avisado se habría dado cuenta de que su rumbo no era casual. Pese a su aspecto ensimismado, sabía muy bien hacia dónde se dirigía.
Al fondo de una plazoleta, no lejos del caño de una fuente, estaba sentado un tahúr. Había colocado ante él una mesita baja y efectuaba diversos trucos de cartas. Un pequeño grupo de gente se había reunido a su alrededor. La mayoría solo miraba, pero algunos probaban suerte con los juegos que él proponía. Al principio, la fortuna les sonreía, pero el balance final acababa siéndoles desfavorable y se marchaban, con menos dinero que antes y un gesto de desencanto pintado en el rostro.
El estudiante se detuvo ante el jugador y contempló cómo sus ágiles dedos bailaban entre las cartas. Era un hombre delgado, de rostro zorruno, cabello negro desordenado y barba de varios días. Descubrió que el joven lo estaba mirando y le sonrió, mostrando un diente mellado.
—¿Queréis tentar a la suerte, maese?
El estudiante declinó la invitación. Seguía observando fijamente al tahúr, con tanta seriedad que este empezó a sentirse incómodo, desvió la mirada y buscó a otra víctima entre la multitud.
Pronto, todos estuvieron pendientes de la nueva partida. Los ojos del joven vestido de granate también estaban fijos en las cartas. Pero, de improviso, su mano se movió con la rapidez de una serpiente y atrapó algo al vuelo. Hubo una exclamación ahogada, un forcejeo… El estudiante contempló, con una mezcla de pena y compasión, al golfillo que acababa de capturar. Tenía el pelo rubio y sucio, la ropa hecha jirones y la mirada hambrienta. Su mano, pequeña y ágil, se abría y cerraba como una garra mientras retorcía la muñeca, tratando de escapar.
—No esperaba que hubiera empezado tan pronto —murmuró el estudiante.
—Soltadme, señor… maese —pudo decir el muchacho—. Yo no he hecho nada…
Dado que el estudiante acababa de pillarlo con la mano dentro de su zurrón, aquella mentira era demasiado obvia. Sin embargo, no se lo tuvo en cuenta, porque sabía que tenía que intentarlo. Él habría hecho lo mismo en su lugar.
—Dime, ¿dónde te encontró? —le preguntó, señalando al tahúr con la barbilla—. ¿Eres su hijo de verdad? —Frunció el ceño—. ¿Acaso lo era yo también?
El ladronzuelo gimió.
—Señor, por piedad…
Varias personas los miraban con asombro y disgusto. El estudiante volvió entonces a la realidad y se dio cuenta de que se había formado un círculo de curiosos a su alrededor. Soltó al chiquillo pero, cuando este se dispuso a salir corriendo, se dio de bruces contra un alguacil.
—¡Vaya! ¿Conque intentando apropiarte de lo que no es tuyo?
Lo agarró por el pescuezo. El estudiante trató de interceder por él:
—No, señor, se trata de un error. El chico…
—¡Estaba intentando robar al maese! —acusó una mujer—. ¡Yo lo he visto todo!
Un coro de voces corroboró aquella versión. El muchacho gimió y se debatió, desesperado, tratando de escapar.
—¡Padre! —llamó, mirando al tahúr con ojos suplicantes.
El estudiante siguió la dirección de su mirada.
Pero el hombre de las cartas se limitó a contemplar al chico con asco y disgusto y a sacudir la cabeza.
—¡Qué vergüenza! —exclamó; barajó las cartas y proclamó, una vez más—: ¡Probad vuestra suerte, hermosas señoras, distinguidos caballeros! ¡La fortuna puede estar hoy de vuestro lado!
El alguacil se llevó a rastras al muchacho sollozante. En apenas unos instantes todo volvió a la normalidad. El tahúr no mostró el menor signo de lástima o compasión, como si, en efecto, no conociera de nada al ladronzuelo al que la justicia acababa de capturar.
El estudiante se quedó allí un momento, inmóvil. Entonces avanzó entre la multitud hasta detenerse ante el hombre de las cartas.
—¿En qué puedo serviros, maese? —le preguntó este con una larga sonrisa.
El joven no respondió. Con un solo gesto, brusco e inesperado, volcó la mesita y agarró al jugador por el cuello, empujándolo con violencia contra la pared en un revoloteo de cartas.
—Qu… qu… —empezó a decir el hombre, aterrorizado.
—Debería matarte —dijo el estudiante con tranquilidad.
A su alrededor oyó revuelo, gritos, gente que llamaba a los alguaciles. Pero no se alteró.
—M-maese —tartamudeó el tahúr, entre jadeos—. ¿Por qué? ¿Q-qué os he hecho yo?
—No me has hecho nada… aún —replicó el joven—. Pero lo harás. —Sacudió la cabeza, y por un instante pareció confuso e inseguro como un niño—. Y, sin embargo, no puedo matarte. Porque, si lo hiciera, yo mismo no existiría, y por tanto no podría regresar para matarte.
Aprovechando aquel momento de vacilación, el tahúr se soltó de su presa. Jadeó, tratando de recuperar el aliento, y lo miró como quien contempla a un loco.
—Aunque pudiera —dijo el joven, y sus ojos llamearon súbitamente, repletos de determinación—, no lo haría. Porque no quiero ser como tú. Recuerda esto. Recuérdalo siempre: no voy a ser como tú. Nunca.
En aquel momento llegaron los alguaciles. El jugador los contempló con alarma, pero enseguida adoptó una actitud pretendidamente inocente y servil.
—¡A mí, la justicia! —clamó—. Este chico se ha vuelto loco.
Los alguaciles miraron al estudiante, indecisos, sin pasar por alto su hábito de color granate.
—Es un estafador —dijo él con frialdad—. Todo el mundo sabe que hace trampas.
Sacudió la cabeza con repugnancia y se alejó de allí sin mirar atrás. Nadie lo detuvo ni le pidió explicaciones. Sabía que, aunque se quedara para mantener su acusación, no serviría de nada, porque no podría demostrarlo: el tahúr era lo bastante hábil como para ocultar bien sus bazas.
«No», pensó mientras se alejaba. «No lo atraparon aquí. Ni lo harán en los próximos diez años, por lo menos.»
¿Por qué, entonces, se había tomado la molestia de buscarlo? No lo sabía. Nada de lo que pudiera hacer iba a cambiar las cosas, porque no lo había hecho.
Pero recordó de pronto que aquel hombre, al que, tiempo atrás, había llamado «padre», había mostrado siempre un intenso e irracional recelo hacia los hábitos de color granate. Y sonrió para sí.
Respiró hondo. Había llegado el momento de pintar, en algún lugar discreto, un portal azul para regresar a casa.
«… Entonces, una vez superado el ritual de iniciación, y al constatar que Bodar había regresado con vida de su primera traslación espacial incontrolada, los Caras Rojas limpiaron los restos de pintura de su piel y su líder accedió por fin a mostrarle el modo en que la elaboraban.
Después lo guió a través de un laberinto de túneles por las entrañas de la cordillera hasta llegar a la caverna donde, con métodos y herramientas rudimentarios, los salvajes explotaban el primer yacimiento de bodarita del que tenemos noticia.»
Bodar de Yeracia: vida y semblanza
,
maesa Vinara de Serena.
Capítulo 15: «Cómo maese Bodar de Yeracia descubrió
el secreto de los salvajes»
Tash ya había decidido que no iba a pasar el resto de su vida en aquella mina.
Cuando era pequeña, nunca se había planteado qué iba a hacer en el futuro. Su padre se empeñaba en hacerla pasar por un minero más, en que continuara con la tradición familiar, y ella jamás lo había cuestionado. De hecho, al huir de casa, el único futuro que había sido capaz de imaginar pasaba por buscar otra mina donde seguir haciendo lo mismo de siempre.
Su nuevo capataz, sin embargo, le había encomendado una tarea que no realizaba desde que tenía ocho años. Al principio, se había sentido furiosa y humillada, y se había unido a la tropa de chiquillos con gesto desdeñoso. Pero no había tardado en darse cuenta de que estaba desentrenada; los capazos de escombros pesaban más de lo que recordaba, los cascotes se le clavaban en las manos al recogerlos, manejar la pala le producía ampollas en los dedos y el sol quemaba y la hacía sudar incluso más que el ambiente asfixiante de los túneles. Para no quedar en ridículo delante de los niños, que la miraban de reojo con una sonrisa de suficiencia en los labios, Tash se concentró en su trabajo y se olvidó de todo lo demás. Así, al cabo de unos días ya tenía callos en las manos y había recordado cómo incorporarse con los capazos cargados sin dañarse la espalda. Además, le habían prestado un viejo sombrero de paja trenzada, y había terminado por acostumbrarse al calor.
De modo que, cuando el trabajo se convirtió en algo rutinario, dejó de prestarle atención; y, mientras acarreaba escombros de forma mecánica, su mente volaba lejos, y ella pensaba.
Había algo reconfortante en aquel ambiente. Una parte de ella se sentía como en casa, y a menudo se veía asaltada por punzadas de nostalgia. Pensaba, sobre todo, en su madre y en sus amigos; a veces, también en su padre, aunque procuraba reprimir aquellos recuerdos, porque le producían cierta angustia.
En alguna ocasión, hasta se había planteado la posibilidad de regresar a su aldea natal en Uskia. Pero enseguida rememoraba sus últimas horas allí y comprendía que no se sentiría capaz de afrontar la reacción de sus amigos y conocidos cuando se enteraran de que era una mujer.
Así que, al final, siempre concluía que lo mejor era comenzar de nuevo en aquel lugar, aunque fuera realizando un trabajo de niños.
Se había preguntado a menudo si aquello era una especie de prueba; si, cuando el capataz comprobara que era una buena trabajadora, seria y responsable, la destinaría a los túneles, encargándole labores más complejas, o si, por el contrario, había dicho en serio lo de esperar a que «diera el estirón».
Y no podía dejar de pensar en su conversación con Cali. En casa se había dejado llevar por el plan de su padre, había confiado ciegamente en que él sabría qué hacer cuando ella creciera, o cuando fuera evidente que no lo hacía como los demás muchachos. Había creído que, pasara lo que pasase, su padre siempre la protegería.
Pero allí, en las minas de Ymenia, estaba sola.
Por el momento, vivía en la cabaña del guardián del portal. Se trataba de una choza pequeña, pero aseada, y el guardián, un hombre que ya peinaba canas, la había tratado con bastante amabilidad. Le había preparado un jergón en un rincón de la habitación y había compartido su cena con ella. No obstante, Tash había pasado la primera noche en vela, inquieta, preguntándose si aquel hombre habría descubierto su secreto y aprovecharía la oscuridad para tratar de abusar de ella de alguna manera, como ya le sucediera en otra ocasión.
Sus temores resultaron ser infundados. El guardián no solo durmió profundamente toda la noche, sino que, además, Tash descubrió al día siguiente que era bastante corto de vista. No tendría problemas, por tanto, en hacerle creer que era un muchacho.
Sin embargo, tarde o temprano le asignarían una familia en el pueblo. Tash sabía cómo funcionaban las cosas: si el capataz decidía destinarla a los túneles, empezaría a ganar algo de dinero, con lo que sería más fácil encontrarle otro alojamiento, ya que podría contribuir a la economía del hogar. Pero, en ese caso, también habría más probabilidades de que descubriesen su secreto.
En cierto modo, estaba bien como estaba, al menos a corto plazo. Trabajaba duro, sí, pero obtenía a cambio techo y comida. Era verdad que no le pagaban; pero tampoco corría los mismos riesgos que los mineros adultos, que se jugaban la vida en los túneles.
Sin embargo, Tash trataba de imaginarse a sí misma en aquella situación durante mucho tiempo… y no lo conseguía.
Una tarde, mientras llenaba una carretilla, vio pasar los contenedores destinados a la Academia y se acordó de lo que le había prometido a Tabit.
Se detuvo un momento y se apoyó en la pala, fingiendo descansar. Observó por el rabillo del ojo cómo el capataz discutía con otro minero bajo y robusto. Le pareció entender que el hombre pretendía enviar el cargamento a Maradia inmediatamente, pero su jefe era partidario de esperar hasta el día siguiente. Tash sonrió para sus adentros. El capataz se aferraba con obstinación a la remota posibilidad de que su gente encontrara una nueva veta en cualquier momento. Pero la muchacha sabía que eso no iba a suceder. Aunque allí la situación no parecía tan desesperada como en su aldea de origen, ella no se hacía ilusiones al respecto. Así había comenzado todo en las minas de Uskia: la veta principal se había agotado, y al principio la comunidad subsistía gracias al mineral que extraían de los túneles secundarios, a la espera de encontrar otro filón importante en cualquier momento. Pero los días pasaban, el mineral era cada vez más escaso y las vetas secundarias también iban agotándose, una tras otra…, hasta que ya no quedaba nada.
Tash sabía que allí, en los yacimientos de Ymenia, todavía estaban extrayendo mineral. Pero no en grandes cantidades. Se notaba, en cualquier caso, que la gente se estaba viendo obligada a apretarse el cinturón.