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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (41 page)

BOOK: El libro de los portales
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Tabit trastabilló y estuvo a punto de caer de bruces al otro lado del portal. Logró afirmar los pies y, cuando recuperó el equilibrio, miró a su alrededor.

Tardó un poco en acostumbrarse a la penumbra. Era de noche, la chimenea estaba apagada y la estancia se hallaba vacía. Se estremeció, alegrándose de haberse llevado su capa de viaje.

Se encontraba en el estudio de maese Belban. Pero estaba distinto: más limpio y ordenado, más similar a los de otros profesores, que separaban su vida privada de su actividad académica y, por tanto, dormían en sus habitaciones del círculo interior y trabajaban en sus despachos, situados en el piso superior del círculo medio, donde estaban también las aulas. Tabit se preguntó en qué momento había decidido maese Belban consagrarse a su investigación hasta el punto de llevarse allí su cama y su baúl, transformando así su estudio en la abigarrada habitación que él conocía.

Pero no tenía tiempo de pensar en eso. Se dirigió a la puerta y, al tantear el picaporte, se encontró con que estaba cerrado por fuera. Eso no tenía nada de particular, y ya había contado con ello. Sacó la herramienta adecuada del zurrón y tardó apenas unos momentos en abrir la puerta. Sin embargo, para cuando lo consiguió, la huella luminosa del portal que acababa de atravesar había desaparecido ya de la pared.

Tabit trató de controlar el pánico que lo atenazó de pronto. Respiró hondo. Sabía que había muchas posibilidades de que ocurriera aquello, lo tenía asumido y estaba preparado. Aun así, necesitó un rato para calmarse. Examinó la pared, ahora completamente desnuda, y consideró sus opciones. Estaba atrapado en el pasado, probablemente en la misma noche que habían asesinado al ayudante de maese Belban. Pero se había traído consigo el instrumental necesario para pintar otro portal temporal, y conocía de memoria las coordenadas de destino. Ahora, lo único que debía hacer era tratar de encontrar a maese Belban. Decidió que daría una vuelta por la Academia, y después, tanto si lo conseguía como si no, buscaría un lugar discreto para dibujar un portal básico y regresaría a casa.

Salió al pasillo, con precaución. Era ya de noche, de modo que todo estaba en silencio. Se preguntó, con un estremecimiento, si de verdad habría aparecido en la misma noche del asesinato. Maese Belban bien podía haber calculado las coordenadas para llegar uno o dos días antes. Se encogió de hombros. No podía saberlo con exactitud, así que sería mejor que no perdiera el tiempo con conjeturas.

Se deslizó por el corredor, sin hacer el menor ruido, a la tenue luz de las estrellas que se filtraba por los ventanales. De niño, aquello se le había dado muy bien, y no tardó en comprobar que no había perdido facultades; eso lo tranquilizó un poco.

Tenía algo parecido a un plan. Dando por supuesto que había llegado la noche del asesinato, el maese Belban de aquella época estaría en su dormitorio. Tabit no tenía ningún interés en tropezarse con él, de modo que había decidido que no iría a buscarlo.

Por el contrario, si el maese Belban desaparecido había ido a parar allí… probablemente iría a la habitación de su ayudante, para tratar de impedir que fuera al almacén de material… o intentaría interceptarlo directamente allí.

Como Tabit no había averiguado el nombre del muchacho que iba a ser asesinado aquella noche, ni mucho menos cuál era su habitación, optó por ir al almacén. Recorrió pues, en silencio, las oscuras y solitarias dependencias de la Academia. Descendió por la escalinata que conducía a la planta baja y se internó por el pasillo circular. Un poco más allá, al final de una hilera de aulas de prácticas, se encontraba lo que unos años más tarde serían los dominios de maesa Inantra.

Tabit respiró hondo y se pegó a la pared. Mientras avanzaba, lentamente y de puntillas, descubrió que una de las aulas estaba abierta. Asomó la cabeza, con precaución, pero no vio a nadie. Entonces se le ocurrió que podía dejar allí su pesado zurrón, al menos mientras registraba el almacén, para que no le estorbase. Siempre podría recogerlo más tarde y, por otro lado, a nadie le llamaría la atención, porque los estudiantes solían dejar objetos en las aulas, a menudo morrales enteros llenos de cosas, si tenían clase en el mismo sitio al día siguiente.

De modo que se deshizo de sus pertenencias y las ocultó tras un enorme tablón de madera, de los que solían utilizarse para pintar portales de práctica en clase de Dibujo. Sintió una cierta angustia al abandonarlo todo allí, pero ahora iba mucho más ligero, y encontraría más facilidades para escapar si se veía obligado a hacerlo.

Llegó hasta la puerta del almacén. Estaba cerrada, y exhaló un breve suspiro de alivio. Había llegado a tiempo.

Sin embargo, al apoyarse brevemente en ella, la puerta cedió y se abrió de golpe. Tabit, sorprendido, cayó hacia delante, y se aferró al dintel para no perder el equilibrio. Con el corazón latiéndole con fuerza, alzó la cabeza y echó un vistazo al interior.

El almacén estaba en penumbra, iluminado solo por la vacilante luz de un candil situado en lo alto de un estante. Tabit tuvo tiempo de apreciar que la estancia estaba más ordenada que en los tiempos de maesa Inantra… antes de descubrir el cuerpo que yacía de espaldas en el suelo, sobre un charco de sangre.

Reprimió un jadeo horrorizado y retrocedió un paso, sin poder apartar la mirada del cadáver. Su rostro quedaba en sombras, pero llevaba hábito de estudiante. Incluso en aquella semioscuridad, Tabit pudo adivinar que tenía la cabeza destrozada. Junto a él, en el suelo, reposaba un viejo medidor ensangrentado.

Era el ayudante de maese Belban.

«He llegado demasiado tarde», pensó Tabit.

Dio otro paso atrás; su espalda tropezó con la puerta, y una parte de él pensó que debía salir de allí cuanto antes. Pero su mirada seguía atrapada por el cuerpo sin vida de aquel joven.

Entonces oyó un ruido procedente de las escaleras, y volvió a la realidad. Aún temblando, salió de nuevo al pasillo y cerró la puerta. Logró ordenar sus ideas lo suficiente como para comprender que no tenía nada más que hacer allí. Sin ninguna pista sobre dónde encontrar a maese Belban, lo más sensato era tratar de regresar a su tiempo cuanto antes.

Aún sin poder sacarse de la cabeza la imagen del joven asesinado, Tabit recogió sus cosas del aula vacía y salió de nuevo al pasillo. Lo había pensado mucho, y había decidido que no podía dibujar el portal de regreso en el estudio de maese Belban, porque alguien podría verlo antes de tiempo. Al planificar aquel viaje había sopesado diversas opciones y estudiado planos de la Academia, y había decidido que el mejor lugar sería el desván del círculo exterior, que estaba situado justo encima de las habitaciones de los criados. Por lo que tenía entendido, no era más que un trastero lleno de polvo y muebles viejos al que casi nunca subía nadie. Era poco probable que alguien encontrara allí su portal azul. Pese a ello, el plan dejaba demasiados detalles en el aire, y Tabit se ponía nervioso solo de pensar en la gran cantidad de cosas que podían salir mal.

Llegó a la escalinata y se arriesgó a abandonar la protección de las sombras para cruzar el amplio espacio que se abría entre los primeros peldaños y el pasillo que lo conduciría hasta el círculo exterior. Pero entonces oyó una especie de jadeo ahogado, y se quedó quieto, con el corazón latiéndole con fuerza. Se volvió, lentamente, hacia la escalinata, y distinguió allí una figura acurrucada contra la pared. Tabit hizo ademán de regresar a las sombras, pero su movimiento fue detectado por el desconocido de la escalera, que alzó la cabeza para mirarlo. Su rostro quedó iluminado por la luz de la luna que entraba por un ventanal, y Tabit lo reconoció: era maese Belban.

Se acercó a él, sin preocuparse ya por nada más, y se inclinó a su lado.

—¿Maese Belban? —susurró.

El profesor lo miró con ojos extraviados.

—Tú… no deberías estar aquí —musitó.

—Y vos… ¿qué hacéis aquí? —preguntó Tabit a su vez.

Maese Belban alzó las manos con un suspiro. Tabit comprobó con horror que las tenía embadurnadas de algo que parecía sangre.

—No he podido… no he sido capaz —farfulló maese Belban—. Pero ya da igual. No puede cambiarse, ¿entiendes? Lo que está hecho… no puede cambiarse.

Tabit reprimió un escalofrío. Escrutó con atención el rostro del pintor de portales y lo vio cansado y ajado. Aquel era el maese Belban que él conocía, el que había desaparecido en su propio tiempo. ¿Habría matado él a su ayudante? ¿Había llegado desde el futuro solo para deshacerse de él? Tabit sintió que se mareaba. Aquello parecía un bucle infinito de acontecimientos que no tenía ningún sentido porque, de ser así, ambos hechos —la muerte del estudiante y el viaje al pasado de maese Belbanestarían tan íntimamente relacionados que ninguno de ellos se habría producido sin el otro. Pero, en aquel caso, ¿cuál era el origen de todo?

Tabit decidió que no tenía tiempo de pensar en aquello. Trató de incorporar a maese Belban para llevarlo consigo de vuelta a casa. El viejo profesor lo dejó hacer, pero, una vez en pie, volvió a mirar a Tabit, esta vez con mayor detenimiento. Aquel destello de inteligencia que el joven ya conocía volvió a brillar en sus ojos.

—Tú no deberías estar aquí —repitió, y esta vez lo dijo con convicción y algo de suspicacia—. ¿Cómo has conseguido encontrarme?

Tabit se sintió orgulloso de poder contárselo.

—Descifré vuestras notas, maese Belban. Caliandra y yo descubrimos para qué servían los portales azules, y yo comprendí vuestra nueva escala de coordenadas…

Belban entrecerró los ojos.

—El portal —lo cortó con brusquedad—. Debo volver cuanto antes.

—Pero… —farfulló Tabit.

Maese Belban se desembarazó de él con una fuerza que Tabit no habría creído posible en alguien de su constitución. Lo empujó con violencia y le hizo perder el equilibrio. El joven se tambaleó, a punto de caer por las escaleras, mientras el profesor se apresuraba hacia el piso superior, de vuelta a su estudio. Tabit logró recobrar la estabilidad y lo siguió, a trompicones.

—¡Maese Belban! —lo llamó; pero él no se detuvo.

Ambos iniciaron una persecución por los pasillos de la Academia. Tabit había olvidado ya toda precaución, y maese Belban se comportaba como si no le hubiese importado nunca. Tabit alcanzó, por fin, el estudio del profesor y se precipitó al interior, a tiempo para ver cómo este cruzaba un portal azul que empezaba a difuminarse. El joven trató de seguirlo, pero entonces el portal se apagó del todo, y él se quedó se pie en el estudio, perplejo y jadeante.

No podía creer lo que acababa de ver. Maese Belban había llegado desde el futuro, desde su propio tiempo, a través de un portal dibujado exactamente en el mismo sitio que el que él mismo había cruzado hacía un rato. ¿Se habría encontrado con Caliandra en el estudio? No, comprendió; en tal caso, ella le habría explicado que Tabit había ido al pasado a buscarlo, por lo que él no se habría extrañado al verlo.

Se apoyó contra la pared, mareado. Sí, ambos habían utilizado el mismo portal, pero maese Belban lo había hecho semanas antes de que Cali y él reconstruyeran la duodécima coordenada, que él probablemente borraría nada más regresar, y lo activaran de nuevo. Pero ¿cómo era posible que su portal hubiese tardado tanto en cerrarse, cuando, al activarlo Tabit, solo había logrado que permaneciese unos instantes encendido?

El joven sacudió la cabeza, desconcertado. No entendía gran cosa, pero se le ocurrió de pronto que no podía entretenerse más allí: debía regresar a su tiempo cuanto antes.

Retomó, pues, el plan que había concebido. Bajó de nuevo la escalinata y se apresuró por el corredor que lo llevaría hasta el círculo exterior…

… Y, de repente, se topó con una chica que llevaba un candil encendido. Se detuvo de golpe. Ella, sobresaltada, gritó.

Tabit, aterrado al verse descubierto, dio media vuelta. Halló abierta una puerta acristalada que conducía al exterior, y se precipitó por ella.

Oyó pasos tras él. Alzó la cabeza, desesperado, y se encontró con que estaba en el patio de portales. Todos estaban apagados, y el joven calibró sus opciones rápidamente. La estudiante y aquellos que acudieran a su llamada de socorro le bloquearían el paso hacia el círculo exterior y, por tanto, hacia la buhardilla donde había planeado refugiarse. Y, de todos modos, si lo buscaban por la Academia, no tardarían en encontrarlo. Entonces se vería obligado a dar muchas explicaciones incómodas, en el mejor de los casos.

Y en el peor…

Tabit se estremeció, recordando que se había cometido un asesinato en la Academia aquella noche.

Y no se lo pensó más.

Corrió hacia el portal más cercano. Todos tenían contraseñas sencillas, consistentes únicamente en el símbolo del destino al que conducía cada portal, porque, aunque se hallaran dentro del recinto de la Academia, debían mantenerse cerrados para que no pudieran ser utilizados por criados, visitantes y estudiantes de primer y segundo curso.

«Vanicia», leyó Tabit. Sacó, con dedos temblorosos, un pellizco de polvo de bodarita de su saquillo. Tras él oyó voces, pero se esforzó por dominar el pánico y logró trazar el símbolo correspondiente en la tabla sin ningún error.

El portal se activó. Tabit suspiró, agradeciendo su familiar resplandor rojizo, antes de penetrar en él.

Apareció en el vestíbulo de la sede de la Academia en Vanicia. Se volvió rápidamente, para asegurarse de que nadie lo seguía, y esperó unos angustiosos instantes hasta que el portal se apagó. Suspiró de nuevo y cerró los ojos, agotado. Al volver a abrirlos, descubrió ante él a un desconcertado conserje que lo miraba con los ojos muy abiertos.

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