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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (42 page)

BOOK: El libro de los portales
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—Buenas noches —saludó Tabit.

El conserje reaccionó.

—Bu-buenas noches —respondió.

Tabit enderezó los hombros y salió del edificio con paso firme, aunque por dentro estaba temblando como una hoja. En la Academia, sus perseguidores no tardarían en reponerse de la sorpresa de haberlo visto activando un portal y, si había algún profesor entre ellos, probablemente se arriesgaría a seguirlo hasta allí.

Una vez en la calle, echó a correr hasta que encontró un rincón oscuro donde esperaba poder pasar desapercibido. Se acurrucó tras una vieja carreta y, tras asegurarse de que no había nadie cerca, revolvió el contenido de su morral hasta dar con la redoma de pintura azul y el medidor de coordenadas; respiró hondo, aliviado. No había perdido lo que necesitaba para regresar a casa. Las cosas aún podían arreglarse.

Esperó un buen rato, pero nadie acudió a buscarlo. Reflexionó.

Estaba en Vanicia, una pequeña capital del sur de Darusia que él conocía muy bien. Por supuesto, podía buscar una pared apartada, al fondo de algún granero abandonado, en el muro de algún templo derruido, incluso bajo algún puente, para dibujar su portal azul. Sin embargo, se le ocurrió de pronto que, ya que estaba allí, podía aprovechar para hacer una pequeña visita a alguien a quien hacía mucho tiempo que no veía.

Alguien que, de hecho, no lo reconocería, porque Tabit, en realidad, no había nacido aún.

Yunek y Rodak estaban apoyados en el pretil de piedra de uno de los puentes que salpicaban los tres brazos del estuario. Habían pasado el día recorriendo la ciudad de Kasiba, visitando tabernas y hablando con gente de todo tipo; en un par de ocasiones, de hecho, habían tenido que salir huyendo porque a más de uno le había parecido que estaban haciendo demasiadas preguntas.

Al principio, no les había costado trabajo seguir el rastro de Brot. El marinero desaparecido había estado, en efecto, hacía pocas semanas en la ciudad. Era un hombre de costumbres fijas y solía acudir siempre a los mismos establecimientos y visitar a los mismos amigos y clientes. Los dos jóvenes habían llegado a hablar con cinco personas que se habían encontrado con él durante su última visita, pero ninguno de ellos les había contado nada interesante.

Ahora, contemplando cómo el sol se hundía lentamente en el mar, más allá de la desembocadura del río, se sentían cansados y, sobre todo, desanimados. Yunek maldecía su suerte por lo bajo; Rodak no pronunciaba palabra, pero su rostro reflejaba también un profundo desaliento.

—Ya no sé qué más hacer —murmuró el uskiano—. Si el Invisible está detrás de todo esto, debe de ser realmente invisible. Nadie ha visto nada, nadie sabe nada… Es desesperante.

Rodak no respondió.

—Pero tiene que haber algo que podamos averiguar —siguió diciendo Yunek—. Dicen que hablaron con Brot de esto y de aquello, pero nadie parece haber cerrado ningún tipo de trato con él. Y no me creo que viniera a Kasiba solo para hacer visitas de cortesía.

—Se protegen unos a otros —murmuró Rodak; alzó la cabeza y miró a Yunek a los ojos—. Voy a volver a Serena; pero tú deberías quedarte aquí esta noche.

El joven le devolvió una mirada estupefacta.

—¿Qué? ¿Por qué?

Rodak sacudió su uniforme de color granate.

—Porque, aunque yo soy solo un guardián, todos me consideran parte de la Academia. Nunca confiarán en mí.

—Entonces, ¿por qué has venido con esa ropa? —inquirió Yunek, molesto ante la posibilidad de que aquello hubiese arruinado su investigación.

—Precisamente porque quería mantener alejada a la gente del Invisible. Esperaba que la túnica de guardián inspiraría confianza a quienes conocen sus actividades, pero no forman parte de la organización.

Yunek sacudió la cabeza.

—Si fuese tan fácil —dijo—, los pintores de portales los habrían descubierto ya.

—Es que me da la sensación de que no los han buscado. Ya oíste a maese Tabit: según la Academia, el Invisible no existe.

Yunek reflexionó.

—¿Crees que hablarán conmigo si vuelvo a la taberna del puerto sin ti?

Rodak asintió.

—Entonces —decidió Yunek—, deberías irte ya, antes de que cierren los portales públicos de la plaza.

Volvieron, pues, sobre sus pasos, y llegaron a la Plaza de los Portales de Kasiba cuando ya casi anochecía. Antes de marcharse, Rodak dirigió a su compañero una mirada inquisitiva.

—¿Estás seguro de que quieres hacerlo? —le preguntó—. Podrías meterte en problemas, ¿sabes? Estos tipos son como tiburones; se alimentan de todos los peces más pequeños.

Yunek se encogió de hombros. No sabía lo que era un tiburón, pero entendió el sentido general de la analogía.

—Estoy acostumbrado a ser un pez pequeño. Verás, Rodak, cuando yo tenía doce años… todos en mi familia caímos enfermos. —Se detuvo un momento, inmerso en sus recuerdos; después, continuó—. Mi hermana tenía solo tres años y mi madre estaba embarazada, pero fue mi padre el que murió. Mi madre perdió, casi al mismo tiempo, a su marido y al bebé que esperaba, y le costó mucho superarlo. Así que yo me convertí en el cabeza de familia.

»Había otros granjeros que quisieron aprovecharse de nosotros. Querían comprar nuestras tierras y nuestros animales por mucho menos de lo que valían. Decían que no seríamos capaces de sacar nuestra granja adelante. Mi madre tardó mucho en curarse del todo. Yo tuve que cuidar de ella y de mi hermana y mantener alejados a todos esos… ¿cómo los has llamado?

—Tiburones —respondió Rodak.

—No querían negociar con un muchacho de doce años —prosiguió Yunek—. Hubo uno que, incluso, pretendió a mi madre pocos días después de que muriera mi padre. Pero no por amor, ni siquiera por lujuria; solo quería quedarse con nuestra propiedad.

»Y eso que tampoco teníamos gran cosa. Pero hay que trabajar mucho en una granja para que sea productiva. La gente pensó que no podríamos hacerlo. Que necesitábamos la protección de otras personas.

—Pero los sacaste a todos adelante —anticipó Rodak.

Yunek asintió.

—Y fue así como aprendí a negociar sin dar mi brazo a torcer. Créeme: sé sortear a los tiburones. Una de las ventajas de ser un pez pequeño es que nunca se esperan que vayas a devolver el mordisco.

Rodak se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo—. Buena suerte, entonces.

—Gracias —contestó Yunek—. Ah, y… Rodak… Si tardo en volver, y Caliandra viene a preguntar por mí… por favor, no le digas dónde estoy.

El muchacho lo observó con extrañeza. Yunek respondió a su muda pregunta:

—Quizá tenga que mezclarme con gente poco recomendable. Ya han atacado a una estudiante de la Academia; no me gustaría poner a Cali en peligro también. —Se estremeció al recordar el terror que había sentido al creer que la gente del Invisible le había hecho daño a su amiga. No quería volver a pasar por eso.

Rodak asintió, mostrando su conformidad. Los dos se despidieron y acordaron encontrarse en casa del guardián un par de días más tarde. Después, Rodak pagó el peaje y desapareció a través del portal.

Yunek se quedó solo. Se sintió, por primera vez en mucho tiempo, inseguro y desvalido; al contarle su historia a Rodak, una parte de su mente había regresado a la época de la muerte de su padre, y se había visto de nuevo como aquel muchacho de doce años que había tenido que madurar de golpe.

Sacudió la cabeza y trató de alejar aquellos pensamientos. Todo eso quedaba ya muy atrás. Y tenía que resolver aquel asunto de una vez por todas, se dijo.

De modo que dio la espalda a la plaza y se internó por las callejuelas de la ciudad.

Kasiba le había impresionado casi tanto como Maradia. La mayoría de los edificios eran de piedra gris, sobrios y severos y, al mismo tiempo, imponentes y majestuosos; algunos de ellos estaban coronados por altas torres que se alzaban hacia el cielo neblinoso, como si quisieran atravesar la capa de nubes en busca de algunos rayos de sol. La ciudad también poseía un activo puerto de mar, pero vivía prácticamente de espaldas a él, extendiéndose a ambas orillas del río que desembocaba en sus costas. A diferencia de Serena, cuyo puerto estaba situado en una amplia bahía, los barcos de Kasiba navegaban en mar abierto y estaban expuestos a fuertes corrientes, vientos gélidos y violentas tempestades. Quizá debido a aquel clima del norte, más frío, y por estar lejos de las rutas comerciales de lugares lujosos y exóticos, como Singalia o las costas del sur de Rutvia, los kasibanos eran gente seria, austera y poco habladora.

Sin embargo, les gustaba la bebida. El licor calentaba sus gargantas y corazones en las noches de invierno, cuando el viento aullaba sobre los tejados con las voces de todos los marinos perdidos en el océano. Las tabernas, que de día estaban vacías, se llenaban al ponerse el sol. Pero los kasibanos bebían en silencio. No estaban habituados a vociferar canciones soeces, a compartir chistes o chascarrillos ni a celebrarlos con estruendosas carcajadas. Como mucho, se reunían en torno al fuego y, cuando la bebida desataba sus lenguas, contaban historias y compartían experiencias, como si el acto de reunirse allí y de brindar juntos los hermanase más que cualquier otra cosa.

Por eso, cuando Yunek se sentó con ellos, al principio lo miraron con recelo. Pero al cabo de un rato, y después de un par de rondas que el uskiano pagó generosamente, le hicieron un sitio en la mesa más cercana al fuego.

Y más tarde, cuando algunos parroquianos empezaron a retirarse, los que quedaban invitaron a Yunek a acompañarlos una ronda más.

—Muchas gracias, amigos —dijo él—. Me alegro de haber vuelto a la taberna esta noche. —Dio un sorbo lento a su jarra y añadió, sacudiendo la cabeza—: Ese condenado pintapuertas no lo habría visto con buenos ojos. Tienen normas muy estrictas en la Academia.

—¿Y qué se te ha perdido a ti con los que visten el granate? —le preguntó un fornido marinero, sonriente—. No pareces uno de ellos.

—No lo soy —respondió Yunek; bajó la voz para añadir—: Solo… hice algunas preguntas en Maradia y en Serena y llamé la atención de la gente de la Academia. Tuve que hacerles creer que estaba buscando lo mismo que ellos, pero ahora tengo a uno de esos guardianes pegado a mis talones. —Suspiró—. Ojalá no hubiera abierto la boca.

—No sé qué buscan aquí, la verdad —dijo otro marino, encogiéndose de hombros—. En Kasiba somos gente seria y trabajadora. Lo que hagan individuos como Brot no es asunto nuestro.

—¿Y por qué preguntas por él? —quiso saber el tabernero.

Yunek fingió que dudaba antes de responder.

—Yo… bueno, es que me prometió que me pondría en contacto con alguien; pero ahora se ha esfumado y no hay manera de conseguir esa información.

Algunos parroquianos lo miraron con mala cara.

—Créeme —dijo uno de ellos—, es mejor para ti que Brot te dé esquinazo. No te traería más que problemas.

Yunek se rascó la cabeza, pensativo.

—Puede que tengáis razón —dijo por fin—. Aunque me hacía mucha falta ese favor que me prometió. Ojalá tuviera otra opción… pero no la tengo. —Apuró su jarra y concluyó—: Ha sido un placer, amigos. Gracias por todo.

Pagó lo que debía y salió de la taberna. Paseó lentamente por el muelle, como si estuviese sumido en hondas reflexiones, mientras el corazón le latía con fuerza. Sabía que podían suceder varias cosas en aquel momento: quizá nadie le había prestado atención, en cuyo caso todo seguiría igual. Pero también podría ser que sus comentarios hubiesen llegado a los oídos apropiados, y entonces… quizá acabara en el fondo del mar, siendo pasto de los peces. O tal vez…

—¡Pssst, forastero! —lo llamó entonces una voz.

Yunek se volvió a todas partes.

—¿Quién anda ahí?

La voz había surgido de un oscuro callejón, pero no se veía a nadie.

—¿De verdad estás interesado en los contactos de Brot?

—¿Quién quiere saberlo?

La voz rió sofocadamente.

—No tan deprisa, muchacho. Tengo entendido que necesitas que te hagan un favor.

—Necesito muchas cosas. ¿Cómo sé que tú eres la persona con la que he de hablar?

—Tendrás que arriesgarte.

—Está bien, me arriesgaré: estoy buscando al Invisible.

La voz se rió de nuevo.

—¿Y crees de verdad que vamos a llevarte ante él?

—No me importa ante quién me llevéis. Sé lo que me prometió Brot, y quiero que lo cumpla. Si no es él ni el Invisible, que sea cualquier otro.

—¿Y qué te prometió Brot, exactamente?

Yunek respiró hondo.

—Un portal —dijo.

Reinó el silencio durante tanto tiempo que Yunek temió haber ido demasiado lejos. Cuando ya creía que el desconocido había desaparecido, su voz se oyó de nuevo:

—Nosotros contactaremos contigo —le dijo—. Pero aléjate de esos condenados pintapuertas, ¿me has oído?

Yunek asintió. Esperó un rato más, pero la voz no volvió a hablar. Cuando se internó en el callejón, el muchacho descubrió que no había nadie.

Sin embargo, estaba casi convencido de haber reconocido en aquella voz un acento, una inflexión, que había escuchado un rato antes en la taberna. Tenía muy buena memoria, y había anotado mentalmente los rasgos distintivos de la mayoría de gente con la que había hablado a lo largo del día.

Estaba seguro de poder identificar al dueño de aquella voz si volvía a verlo.

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