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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (40 page)

Sin embargo, y a pesar del consejo de Tabit, el joven campesino no parecía dispuesto a regresar todavía a su Uskia natal. Parecía que estaba a gusto en Serena y se llevaba bien con Rodak, pero Cali sabía muy bien que no olvidaba, ni por un momento, lo que había ido a hacer allí.

«Espero que Yunek no se meta en problemas», pensó Cali, preocupada al recordar que a su amigo lo habían amenazado de muerte en Serena. «Ojalá no fuera tan cabezota.»

Yunek se detuvo en la Plaza de los Portales de Maradia, indeciso. En un principio, su plan había parecido muy sencillo: no tenía más que usar los portales públicos para llegar hasta su destino y, con un poco de suerte, estaría de vuelta en Serena antes del anochecer.

Sin embargo, no había contado con el hecho de que, una vez en Maradia, no sabía qué portal debía utilizar a continuación. Todos los portales públicos, incluso muchos que no lo eran, mostraban en la parte superior unas palabras, escritas en darusiano, que indicaban el lugar al que conducían.

Palabras. Yunek maldijo en voz baja su propia ignorancia. Había trabajado como una mula desde que era niño, y sabía mucho acerca del campo, de las épocas de siembra y recogida, del cuidado de los animales domésticos, de la meteorología… Pero no sabía leer. Su padre no lo consideró necesario en su momento, y más adelante no había encontrado tiempo para aprender.

Tragándose su orgullo, se dispuso a acercarse a uno de los guardianes para preguntarle; pero entonces una mano palmeó su hombro, sobresaltándolo. Al volverse, descubrió allí a Rodak, que lo miraba con curiosidad.

—¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Qué haces aquí? —pudo decir.

—Me he cansado de estar encerrado en casa. Te seguí —respondió el muchacho por toda explicación. Señaló uno de los portales del muro y añadió—: El portal que conduce a Kasiba es ese de ahí. Pero es privado. Los que no son miembros del Gremio de Tejedores de Kasiba o no pertenecen a ningún otro gremio que les pague la tasa de uso del portal, tienen que conformarse con llegar hasta allí vía Rodia. —Cabeceó hacia el portal por el que, según recordaba Yunek, el muchacho minero se había marchado hacía ya varios días.

—¿Qué te hace pensar que quiero ir a Kasiba? —le espetó a Rodak de malos modos; aunque en realidad estaba molesto consigo mismo por no haber sabido ocultar mejor su planes.

—A la amiga de maese Tabit la atacaron en Kasiba —dijo el guardián—. Y Nelina te dijo que Brot acababa de regresar de Kasiba cuando desapareció.

Yunek lo miró con sorpresa.

—Lo de Relia sí lo había pensado —admitió—, pero no se me había ocurrido que Brot…

Rodak se encogió de hombros.

—He estado pensando —dijo solamente—. Si Brot ha sido asesinado por los mismos que borraron mi portal, ¿qué relación tenía con ellos? Puede que descubriera algo que ellos no querían que contara. O puede que perteneciera al grupo y cometiera un error. En todo caso, el último sitio donde estuvo antes de regresar a Serena fue Kasiba. Así que ya ves. Todos los indicios apuntan ahí.

—Pues yo no había pensado en que eso fuera un indicio —comentó Yunek, impresionado; lo miró con un nuevo respeto—. ¿Para qué has venido, pues? ¿Quieres acompañarme?

—Sí —asintió Rodak—.No es como si me hubiese escapado;dejé una nota a mi madre y tengo intención de volver al anochecer.

Yunek se animó al imaginar las posibilidades.

—Entonces, ¿podemos usar el portal privado?

—No; solo los maeses tienen permiso para utilizar cualquier portal, y yo soy un simple guardián. Pero sé cómo llegar hasta Kasiba por los portales públicos. Aunque de Rodia a Kasiba hay que pagar un peaje —añadió con cierta preocupación—. Y, como yo aún no he podido empezar a trabajar como guardián…

Yunek suspiró. Sus reservas de dinero estaban menguando cada vez más, y por un instante acarició la idea de abandonar aquella búsqueda y regresar a casa. «Pero no puedo», se recordó a sí mismo. Volvió a mirar en derredor, a la gente que hacía cola ante los portales públicos o se apresuraba a través de los portales privados. Contempló con amargura las indicaciones escritas sobre cada uno de ellos, y tomó una decisión. «Yania tendrá su portal», pensó. «Y no será una pobre campesina ignorante como yo.»

—Está bien —asintió—. Vamos a Kasiba, Rodak. Yo invito.

Cali y Tabit se reunieron en el estudio del profesor Belban después de las clases. La muchacha temblaba de emoción; Tabit, en cambio, parecía sereno, aunque estaba muy pálido.

—Si cambias de idea —le dijo ella—, ya sabes, sobre lo de acompañarte…

Pero él negó con la cabeza.

Se había pertrechado como si fuese a realizar una excursión de varios días. Llevaba su capa de viaje puesta y su zurrón a rebosar. Cali contempló a Tabit en silencio mientras revisaba su contenido y comprobó, con sorpresa, que llevaba no solo agua y víveres, sino también una muda de ropa, pinceles, un bote de pintura de bodarita azul y un viejo medidor de coordenadas.

—¿A dónde crees que vas? —le preguntó, estupefacta—. ¿A los confines de Scarvia?

—Si fuera así, me llevaría también unas buenas botas y un abrigo de piel —respondió él con una calmada sonrisa—. No; sé muy bien que apareceré en la Academia, hace veintitrés años. Pero tú dijiste que, cuando atravesaste el portal azul, este desapareció al cabo de unos instantes. Creo que es porque no tenía un portal gemelo en el pasado, y por eso solo pudo permanecer activo durante un tiempo muy limitado. Pero yo no quiero quedarme atrapado allí, de modo que si, por lo que fuera, no pudiera regresar por el mismo portal… tendría que dibujar uno nuevo. Por eso me llevo el instrumental necesario.

—Ah, bien —asintió ella con tono desenfadado—. Entonces ya solo te falta el compás.

—No voy a llevarme un compás, es demasiado aparatoso. Tendré que trazar la circunferencia como pueda. —Parecía consternado ante la sola idea de dibujar un portal que no fuera perfectamente circular; entonces advirtió el gesto burlón de Caliandra y comprendió que le estaba tomando el pelo—. ¿Qué tienes en contra de planificar las cosas? —le espetó, molesto—. Tú habrías cruzado el portal con las manos vacías, como hiciste la última vez.

—Sí, y ya ves que no me fue tan mal —replicó ella, con los brazos en jarras—. De verdad, Tabit, a veces eres exasperante. Y no me mires así, como si hubiese dicho algo horrible.

—Es que no entiendo por qué nunca te paras a pensar en cómo hacer las cosas de la mejor manera posible —se defendió Tabit—. Ni a plantearte cuáles podrían ser las consecuencias de tus acciones. Si yo fuera el ayudante de maese Belban… —se interrumpió de pronto, pero Cali había captado lo que quería decir.

—¿Qué? ¡Atrévete a terminar la frase! —lo retó, roja de ira—. ¿Insinúas que, si maese Belban te hubiese elegido a ti, no habrías permitido que desapareciera sin dejar ni rastro?

Tabit palideció, pero no respondió a la provocación.

—Quizá habría estado más pendiente, sí —admitió con tono tranquilo—. No te sulfures, Caliandra. Sabes que es verdad. Y tampoco comprendo por qué no eres capaz de reconocer que esto es una buena idea —añadió, señalando su morral cargado.

Cali respiró hondo y trató de calmarse. Reflexionó unos instantes sobre lo que Tabit había dicho y recordó el momento en el que se había encontrado con una versión más joven de maese Belban. Tabit tenía razón: la huella del portal azul había empezado a desaparecer entonces, y, si el profesor no hubiese reaccionado a tiempo, empujándola hacia la pared, la muchacha se habría quedado atrapada para siempre en un pasado en el que aún no se había encontrado la bodarita azul y, por tanto, no habría tenido ninguna posibilidad de volver a su propio tiempo.

Las implicaciones de aquella idea la hicieron estremecer.

—Es verdad, Tabit —admitió—. La pintura azul es imprescindible. Aunque sabes que podrás encontrar pinceles y medidores viejos en la Academia de hace veintitrés años.

—¿Y ponerme a rebuscar en el almacén de material la misma noche en que asesinaron al ayudante del profesor Belban? No, gracias.

Cali suspiró; empezaba a enfadarse otra vez.

—Vale, de acuerdo. ¿Por qué siempre tienes razón en todo?

—Porque
pienso
, Caliandra.

Pero Cali no lo estaba escuchando. Su mirada se había quedado prendida en el medidor que asomaba del zurrón de Tabit.

—Si tuvieras que pintar tu propio portal desde el pasado para regresar al presente —dijo entonces—, ¿qué coordenada temporal utilizarías? ¿Sesenta y dos?

Tabit pareció inseguro de pronto.

—Con esa coordenada —dijo a media voz— podría aparecer en cualquier momento de los últimos veinte años y los próximos diez, según mis estimaciones. Así que he utilizado el método y la nueva escala de maese Belban para calcular un destino temporal más exacto. Espero… —vaciló—, espero no haberme equivocado. Pero prométeme una cosa: si, por alguna razón, no regreso inmediatamente… prométeme que aguardarás al menos tres días antes de seguirme o de hacer cualquier otra insensatez de las tuyas.

—¿Tres días?

—Es el margen de error que he calculado —asintió Tabit, casi con timidez.

Cali lo contempló, sobrecogida. Empezaba a entender cuáles podían ser las consecuencias de lo que estaban a punto de hacer, y también el titánico trabajo que había realizado Tabit para preparar aquel momento. Se arrepintió de haberse burlado de él. Lo abrazó, emocionada.

—Te prometo que no cometeré insensateces —le aseguró, con una sonrisa—. Pero tú ten cuidado, ¿de acuerdo?

Tabit, sorprendido por el impulsivo abrazo de ella, tartamudeó, colorado hasta las orejas:

—S-sí, claro. Ya sabes que siempre lo tengo. O, al menos, eso intento.

Cruzaron una última mirada; entonces Tabit, respirando hondo, se volvió hacia uno de los portales azules y repasó sus coordenadas por enésima vez.

Cali lo contempló mientras trazaba la duodécima coordenada con pintura azul. Después dibujó varios puntos en torno al símbolo del Tiempo, que ella reconoció solo en parte. En principio correspondían al número sesenta, pero Tabit había añadido algunos trazos más, que representaban algo así como una fracción, un punto intermedio entre el sesenta y el sesenta y uno. La muchacha identificó la nueva escala inventada por maese Belban, que había visto representada en sus notas, pero no había sabido interpretar. «Quizá lo habría conseguido», comprendió de pronto, «si hubiese tenido tanta paciencia como Tabit». Suspiró, sintiendo, una vez más, que no estaba en el lugar que le correspondía: maese Belban debía haber elegido a Tabit, era tan evidente que no conseguía adivinar por qué no lo había hecho. A no ser, claro, que él tuviese razón, y el profesor la hubiese reconocido de su breve encuentro en el pasado. «Bueno», reflexionó Caliandra. «Quizá sea mejor así.»

El portal se activó de pronto, interrumpiendo sus meditaciones. Una fría luz azul bañó a los dos estudiantes, que se quedaron contemplándolo, sobrecogidos.

Cali reaccionó.

—Vamos, deprisa —urgió—. No tienes mucho tiempo. ¡Y buena suerte!

Tabit le dirigió una sonrisa antes de atravesar el portal. Caliandra vio su figura recortada contra el círculo de luz azul, apenas un instante antes de que se difuminara y desapareciera por completo.

La joven no se movió. Permaneció con los ojos fijos en el portal durante unos momentos que se le antojaron eternos, sin parpadear siquiera, aunque la luz azul hería sus pupilas, aunque deseaba con toda su alma encontrar un punto de apoyo, porque el cuerpo le temblaba con violencia.

Se obligó a sí misma a permanecer atenta, esperando.

Y, entonces, de pronto, el portal se apagó. Cali exhaló el aire que había estado reteniendo. Sus piernas no la sostuvieron más, y se dejó caer sobre el suelo de piedra. Se quedó un momento así, sentada, contemplando el portal azul, tratando de asimilar lo que había sucedido. Tabit lo había anticipado con gran acierto, pero ella había llegado a creer que sería tan sencillo como atravesar el portal, encontrar a maese Belban y regresar inmediatamente antes de que se cerrara.

Sin embargo, Tabit no había vuelto, lo que significaba que no había hallado al profesor en su estudio, como había hecho ella, y se había visto obligado a buscarlo en otra parte, demasiado lejos como para regresar a tiempo.

Recordó la petición de su compañero y suspiró.

Los próximos tres días iban a ser muy, muy largos.

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