Entonces avivó hierro y lo tiró tras de sí, y eso le permitió arrancar una docena de espadas koloss a la vez. El súbito tirón la desplazó hacia atrás. Empujar acero y tirar de hierro eran sobresaltantes, recursos burdos con más poder que sutileza. Gracias al peltre avivado, Vin se agarró a la túnica, y el inquisidor es evidente que se estabilizó tirando de las armas koloss que tenía delante.
La túnica cedió, se rasgó por un lado y dejó a Vin con una amplia sección de tela en la mano. La espalda del inquisidor quedó expuesta, y ella debería haber podido ver un clavo, similar a los de los ojos, asomando en la espalda de la criatura. Sin embargo, ese clavo quedaba oculto por un escudo de metal que cubría la espalda del inquisidor y pasaba por debajo de sus brazos extendiéndose hasta la parte delantera. Le cubría la espalda como un peto, y parecía una estilizada concha de tortuga.
El inquisidor se volvió, sonriendo, y Vin maldijo. Ese clavo dorsal, introducido directamente entre los omóplatos de los inquisidores, era su punto débil. Arrancárselo lo mataría. Obviamente, ésa era la razón de ser de la placa, algo que Vin sospechaba que el Lord Legislador había prohibido. Quería que sus sirvientes tuvieran debilidades, para así poder controlarlos.
Vin no dispuso de mucho tiempo para pensar, pues los koloss seguían atacando. Mientras aterrizaba, haciendo a un lado la tela rasgada, un gran monstruo de piel azul se lanzó contra ella. Vin saltó, pasó por encima de la espada que descargaba bajo ella, y luego se impulsó en el arma para ganar más altura.
El inquisidor la siguió, esta vez al ataque. La ceniza giraba con las corrientes de aire alrededor de Vin, que brincaba por el campo de batalla, tratando de pensar. La otra única manera que conocía de matar a un inquisidor era decapitándolo… una acción mucho más fácil de imaginar que de llevar a la práctica, considerando que su enemigo estaría reforzado por el peltre.
Se permitió aterrizar sobre un promontorio desierto en las inmediaciones del campo de batalla. El inquisidor saltó a la tierra cenicienta tras ella. Vin esquivó un hacha y trató de acercarse lo bastante para golpear. Pero el inquisidor blandió su otra hacha, y Vin recibió un corte en el brazo cuando paraba el arma con su daga.
La sangre caliente le corrió por la muñeca. Sangre del color del sol rojo. Gruñó frente a su oponente inhumano. Las sonrisas de los inquisidores la perturbaban. Se lanzó hacia delante, para volver a golpear. Algo destelló en el aire.
Líneas azules que se movían rápidamente, el indicativo alomántico de trozos de metal cercanos. Vin apenas tuvo tiempo de librarse de su ataque cuando un puñado de monedas sorprendieron al inquisidor desde atrás y se incrustaron en su cuerpo por una docena de sitios diferentes.
La criatura gritó mientras giraba, expulsando gotas de sangre al tiempo que Elend aterrizaba en lo alto del promontorio. Su brillante uniforme blanco estaba manchado de ceniza y sangre; en cambio, tenía la cara limpia, los ojos brillantes. Llevaba un bastón de duelo en una mano, y la otra la apoyaba en la tierra, preparándose para saltar empujando acero. Su alomancia física todavía carecía de estilización.
Sin embargo, era un nacido de la bruma, como Vin. Y ahora el inquisidor estaba herido. Los koloss se congregaban alrededor de la colina, arrastrándose hacia la cima, pero Vin y Elend aún tenían unos instantes. Ella se lanzó hacia delante, alzando el cuchillo, y Elend también atacó. El inquisidor trató de controlarlos a ambos a la vez, con la sonrisa finalmente borrada de su rostro. Saltó para apartarse.
Elend lanzó una moneda al aire. Una pieza chispeante de cobre que giró a través de los copos de ceniza. El inquisidor lo vio, y volvió a sonreír, previendo claramente el empujón de Elend. Asumió que su peso se transferiría a la moneda y luego golpearía el peso de Elend, ya que Elend también estaría empujando. Dos alománticos de peso casi similar, empujando el uno contra el otro. Saldrían proyectados hacia atrás: el inquisidor para atacar a Vin, Elend contra una pila de koloss.
Pero el inquisidor no previó la fuerza alomántica de Elend. ¿Cómo iba a hacerlo? Elend se tambaleó, el inquisidor fue derribado con un súbito y violento empujón.
¡Es tan poderoso!
, pensó Vin, observando con sorpresa cómo se desplomaba el inquisidor. Elend no era un alomántico corriente: puede que aún no hubiera aprendido el control perfecto, pero cuando avivaba sus metales y empujaba, lo hacía de verdad.
Vin se apresuró a atacar al inquisidor, que intentaba reorientarse. La criatura consiguió agarrarle el brazo ya herido cuando el cuchillo caía, y su poderosa tenaza le provocó semejante oleada de dolor que Vin gritó cuando el inquisidor la arrojó a un lado.
Vin golpeó el suelo y rodó, luego se puso de nuevo en pie. El mundo giró, y de repente vio que Elend blandía su bastón de duelo contra el inquisidor. La criatura bloqueó el golpe con un brazo, quebrando la madera, y luego se lanzó hacia delante y descargó un codazo contra el pecho de Elend. El emperador gimió.
Vin empujó contra los koloss que ahora se hallaban a escasos metros de distancia, lanzándose de nuevo contra el inquisidor. Había soltado el cuchillo, pero también él había perdido sus hachas. Vio que miraba hacia un lado, hacia donde las armas habían caído, pero no le dio la oportunidad de ir a por ellas. Lo zancadilleó, tratando de volver a derribarlo. Por desgracia, la criatura era mucho más grande y mucho más fuerte que ella. La derribó allí mismo, dejándola sin aliento.
Los koloss los habían alcanzado. Pero Elend se había apoderado de una de las hachas caídas, y buscó al inquisidor.
El inquisidor se movió con súbita velocidad. Adoptó la forma de un borrón, y Elend sólo golpeó el aire vacío. Luego se volvió, mostrando sorpresa en su rostro cuando el inquisidor arremetió empuñando no un hacha, sino, extrañamente, un clavo de metal, como los que llevaba en su cuerpo, pero más finos y largos. La criatura alzó el clavo, moviéndose de forma inhumanamente veloz, más rápido de lo que ningún alomántico podría haber conseguido.
Ese impulso no lo da el peltre
, pensó Vin.
Ni siquiera el duralumín
. Se puso en pie, observando al inquisidor. La extraña velocidad de la criatura se desvaneció, pero todavía estaba en situación de golpear directamente a Elend en la espalda con el clavo. Vin estaba demasiado lejos para ayudar.
Pero los koloss no. Remontaban la colina, a pocos pasos de Elend y su oponente. Desesperada, Vin avivó latón y se hizo con las emociones del koloss más cercano al inquisidor. Mientras éste se disponía a atacar a Elend, el koloss giró, blandiendo su espada como una maza, y golpeó al inquisidor directamente en la cara.
No le separó la cabeza del cuerpo. Sólo se la aplastó por completo. Al parecer, bastó con eso, pues el inquisidor se desplomó sin emitir un sonido y quedó inmóvil.
La sorpresa se apoderó del ejército de koloss.
—¡Elend! —gritó Vin—. ¡Ahora!
El emperador se volvió junto al inquisidor moribundo, y ella apreció la expresión concentrada en su rostro. En cierta ocasión, Vin vio al Lord Legislador influir en toda una plaza llena de gente con su alomancia emocional. Era mucho más fuerte que ella, mucho más fuerte incluso que Kelsier.
No vio a Elend quemar duralumín y luego latón, pero pudo sentirlo. Lo notó presionando en sus emociones cuando envió una oleada general de poder para aplacar a miles de koloss a la vez. Todos dejaron de luchar. En la distancia, Vin distinguió los restos macilentos del ejército de campesinos de Elend, en medio de un agotado círculo de cadáveres. La ceniza continuaba cayendo. Últimamente, rara vez cesaba.
Los koloss bajaron sus armas. Elend había vencido.
Esto es lo que en verdad le sucedió a Rashek, creo. Se esforzó demasiado. Trató de eliminar las brumas acercando el planeta al sol, pero lo movió demasiado lejos y volvió el mundo demasiado caluroso para la gente que lo habitaba.
Las montañas de ceniza fueron su solución. Había descubierto que empujar un planeta requería demasiada precisión, así que hizo en cambio que las montañas entraran en erupción y arrojaran al aire humo y ceniza. La atmósfera más densa hizo más frío el mundo y volvió rojo el sol.
Sazed, embajador jefe del Nuevo Imperio, estudió la hoja de papel que tenía delante.
Los principios del pueblo canzi
, decía.
Sobre la belleza de la mortalidad, la importancia de la muerte y la función vital del cuerpo humano como parte integrante del todo divino.
Las palabras estaban escritas de su puño y letra, copiadas de una de sus mentes de metal feruquímicas, donde había almacenado literalmente miles de libros. Bajo el encabezado, una lista de las creencias básicas de los canzi y su religión llenaba casi toda la hoja con letra abarrotada.
Sazed se acomodó en su asiento, sujetando el papel y repasando sus notas una vez más. Llevaba un día entero concentrado en esta religión, y quería tomar una decisión al respecto. Sabía mucho de la fe canzi incluso antes del día de repaso, porque la había estudiado, junto con todas las otras religiones previas a la Ascensión, durante la mayor parte de su vida. Estas religiones habían sido su pasión, el centro de toda su investigación.
Y entonces llegó el día en que se dio cuenta de que todo su conocimiento carecía de sentido.
La religión canzi se contradice a sí misma
, decidió, haciendo una anotación con su pluma en un margen del papel.
Explica que todas las criaturas son parte del «todo divino» e implica que cada cuerpo es una obra de arte creada por un espíritu que decide vivir en este mundo.
Sin embargo, uno de sus otros principios es que los malvados son castigados con cuerpos que no funcionan correctamente
. Una doctrina repulsiva, en opinión de Sazed. Los que nacían con deficiencias mentales o físicas merecían compasión, quizá piedad, pero no desdén. Además, ¿qué ideal de la religión era el verdadero? ¿Que los espíritus elegían y diseñaban sus cuerpos según deseaban, o que eran castigados con los cuerpos escogidos para ellos? ¿Y qué había de la influencia del linaje sobre los rasgos de un niño y su temperamento?
Asintiendo para sus adentros, anotó al pie de la hoja de papel:
Lógicamente inconsistente. Obviamente incierto.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Brisa.
Sazed alzó la mirada. Brisa estaba sentado junto a una mesita, bebiendo vino y comiendo uvas. Como de costumbre, llevaba uno de sus trajes de noble: chaqueta oscura, un brillante chaleco rojo y un bastón de duelos con el que le gustaba gesticular mientras hablaba. Había recuperado casi todo el peso perdido durante el asedio de Luthadel y sus consecuencias, y podía ser razonablemente descrito de nuevo como «grueso».
Sazed bajó la mirada. Colocó la hoja con cuidado junto a otro centenar más dentro de su cartapacio, y luego cerró la tapa forrada de tela y ató los lazos.
—Nada importante, Lord Brisa.
Brisa bebió su vino en silencio:
—¿Nada importante? Pues parece que te pases el día entero con esos papeles tuyos. Cada vez que tienes un momento libre, sacas uno de ellos.
Sazed colocó el cartapacio junto a su silla. ¿Cómo explicarlo? Cada una de las hojas de aquella gruesa carpeta esbozaba una de las más de trescientas religiones distintas que los guardadores habían recopilado. Todas y cada una de esas religiones estaban ahora «muertas» a todos los efectos, ya que el Lord Legislador las había suprimido al principio de su reinado, unos mil años atrás.
Hacía un año que la amada de Sazed había muerto. Ahora, quería saber… no, tenía que saber, si las religiones del mundo disponían de respuestas para él. Descubriría la verdad, o eliminaría todas y cada una de aquellas creencias.
Brisa seguía mirándolo.
—Preferiría no hablar de ello, Lord Brisa —dijo Sazed.
—Como desees —respondió Brisa, alzando su copa—. Tal vez podrías usar tus poderes feruquímicos para escuchar la conversación mantenida en la habitación de al lado…
—No creo que fuera educado hacerlo.
Brisa sonrió:
—Mi querido terrisano, sólo tú podrías conquistar una ciudad y preocuparte luego por no ser «educado» con el dictador al que amenazas.
Sazed inclinó la cabeza, sintiéndose levemente avergonzado. Pero no podía negar las observaciones de Brisa. Aunque ninguno de los dos había traído consigo un ejército a la ciudad de Lekal, en efecto habían venido a conquistar. Simplemente pretendían hacerlo con un papel en vez de con una espada.
Todo dependía de lo que estaba sucediendo en la habitación de al lado. ¿Firmaría el rey el tratado, o no? Todo lo que Brisa y Sazed podían hacer era esperar. Sazed ansiaba volver a sacar su cartapacio para examinar la siguiente religión del fajo. Había estado reflexionando sobre la religión canzi durante más de un día, y ahora que había tomado una decisión, deseaba pasar a la página siguiente. En el último año, había revisado dos tercios de las religiones. Apenas quedaba un centenar, aunque la cifra se acercaba a las doscientas si tenía en cuenta las subsectas y denominaciones.
Andaba cerca. A lo largo de los próximos meses, podría repasar el resto de las religiones. Quería examinarlas todas con justicia. Sin duda, una de las restantes contendría la esencia de la verdad que estaba buscando. Sin duda, una de ellas le diría qué le había sucedido al espíritu de Tindwyl sin contradecirse a sí misma en media docena de puntos distintos.