Al parecer, eran cinco. Habían descubierto la primera bajo Luthadel, cerca del Pozo de la Ascensión. Daba el emplazamiento de la segunda, al este. La tercera se encontraba en Urteau: Vin había podido colarse en ella, pero aún no habían logrado recuperar la comida. Ésta los había traído aquí, al sur.
Cada mapa tenía dos números: un cinco y un número inferior. Luthadel era el número uno. Esta cueva era el número cuatro.
—Ahí está —dijo Vin, pasando los dedos por las inscripciones talladas en la placa—. En la Dominación Occidental, como suponías. ¿En algún lugar cerca de Chardees?
—En Ciudad Fadrex —dijo Elend.
—¿El hogar de Cett?
Elend asintió. Sabía bastante más geografía que ella.
—Entonces ése es el lugar —dijo Vin—. El lugar donde se encuentra.
Elend la miró a los ojos, y ella supo que la comprendía. Los depósitos se habían ido haciendo progresivamente más grandes y más valiosos. Cada uno tenía una especialización: el primero contenía armas además de sus otros suministros, mientras que el segundo contenía grandes cantidades de madera. A medida que investigaban un depósito tras otro, les había ido emocionando la perspectiva de lo que podría contener el último. Algo espectacular, sin duda. Quizás incluso…
El depósito de atium del Lord Legislador.
Era el tesoro más valioso del Imperio Final. A pesar de años de búsqueda, nunca nadie lo había localizado. Algunos decían que ni siquiera existía. Pero Vin intuía que sí. Después de controlar durante mil años la única mina que producía el rarísimo metal, el Lord Legislador había permitido que sólo una pequeña porción de atium entrara en la economía. Nadie sabía lo que había hecho con la porción más grande que había reservado para sí durante todos estos siglos.
—No te emociones demasiado —advirtió Elend—. No hay ninguna prueba de que vayamos a encontrar atium en esa última caverna.
—Tiene que estar allí —dijo Vin—. Es lógico. ¿Dónde, si no, almacenaría su atium el Lord Legislador?
—Si pudiera contestarte a eso, ya lo habríamos encontrado.
Vin sacudió la cabeza:
—Lo ocultó en algún lugar seguro donde, a la larga, pudiera ser encontrado. Dejó esos mapas como pistas para sus seguidores, por si él llegaba a ser derrotado. No quería que un enemigo que capturara una de las cavernas las encontrara todas en el acto.
Una cadena de pistas conducía hasta el último depósito. El más importante. Tenía sentido. Tenía que tenerlo. Elend no parecía convencido. Se frotó la barba, estudiando la placa a la luz de la linterna.
—Aunque lo encontremos —dijo—, no sé si será de gran ayuda. ¿De qué nos sirve ahora el dinero?
—Es más que dinero —contestó ella—. Es poder. Un arma que podemos usar para luchar.
—¿Luchar contra las brumas?
Vin guardó silencio.
—Tal vez no —respondió por fin—. Pero sí contra los koloss y otros ejércitos. Con ese atium, tu imperio se afianzará… Además, el atium es parte de todo esto, Elend. Sólo es valioso por la alomancia… pero la alomancia no existía hasta la Ascensión.
—Otra pregunta sin respuesta —dijo Elend—. ¿Por qué esa pepita de metal que ingerí me convirtió en un nacido de la bruma? ¿De dónde salió? ¿Por qué estaba en el Pozo de la Ascensión, y quién la colocó allí? ¿Por qué sólo quedaba una, y qué les sucedió a las otras?
—Es posible que encontremos la respuesta cuando tomemos Fadrex —aventuró Vin.
Elend asintió. Vin se dio cuenta de que él consideraba la información contenida en los depósitos el motivo más importante para buscarlos, seguido de cerca por los suministros. Para él, la posibilidad de encontrar atium era relativamente poco importante. Vin no sabía decir por qué le parecía que estaba tan equivocado al respecto. El atium sí que era importante. Su anterior desesperación se fue atenuando al contemplar el mapa. Tenían que ir a Fadrex. Lo sabía.
Allí estaban las respuestas.
—Tomar Fadrex no será fácil —observó Elend—. Los enemigos de Cett se han atrincherado allí firmemente. He oído decir que un antiguo obligador del ministerio está al mando.
—El atium merecerá la pena.
—Si es que está allí.
Vin lo miró con dureza.
Elend alzó una mano:
—Sólo intento hacer lo que me dijiste, Vin. Intento ser realista. Sin embargo, estoy de acuerdo en que Fadrex merecerá el esfuerzo. Aunque el atium no esté allí, necesitamos los suministros que haya en ese depósito. Tenemos que saber qué nos dejó el Lord Legislador.
Vin asintió. Ya no tenía ningún atium. Había consumido lo que le quedaba hacía año y medio, y nunca se había acostumbrado del todo a lo expuesta que se sentía sin él. El electrum suavizaba un poco ese temor, pero no por completo.
Sonaron voces al otro extremo de la caverna, y Elend se dio la vuelta.
—Debería hablar con ellos —dijo—. Tenemos que organizar las cosas con rapidez.
—¿Les has dicho ya que vamos a tener que trasladarlos a Luthadel?
Elend negó con la cabeza.
—No les gustará —dijo—. Se están volviendo independientes, como siempre deseé.
—Hay que hacerlo, Elend —dijo Vin—. Esta ciudad está muy lejos de nuestro perímetro defensivo. Además, no tienen más que unas cuantas horas de luz sin brumas. Sus cosechas están condenadas ya.
Elend asintió, pero continuó contemplando la oscuridad.
—Vengo, tomo el control de su ciudad, me apodero de su tesoro y luego los obligo a abandonar sus hogares. Y de aquí vamos a Fadrex a conquistar otra ciudad.
—Elend…
Él alzó una mano:
—Lo sé, Vin. Hay que hacerlo.
Se volvió, dejó la linterna y caminó hacia la puerta. Al hacerlo, su postura se enderezó, y su rostro se volvió más firme.
Vin se volvió hacia la placa, y volvió a leer las palabras del Lord Legislador. En una placa distinta, muy parecida a ésta, Sazed había encontrado las palabras de Kwaan, el terrisano muerto hacía tanto tiempo y que había cambiado el mundo al decir que había encontrado al Héroe de las Eras. Kwaan había dejado sus palabras como confesión de sus errores, advertía que una especie de fuerza trataba de cambiar las historias y religiones de la humanidad. Le preocupaba que esa fuerza estuviera alterando la religión de Terris para hacer que un «Héroe» se dirigiera al norte y la liberara.
Eso era exactamente lo que había hecho Vin. Se había considerado una heroína, y había liberado al enemigo… mientras pensaba que sacrificaba sus propias necesidades por el bien del mundo.
Pasó los dedos por la gran placa.
¡Tenemos que hacer algo más que librar guerras!
, pensó, furiosa con el Lord Legislador.
Si tanto sabías, ¿por qué no nos dejaste algo más que esto? ¿Unos cuantos mapas en salones dispersos llenos de suministros? ¿Un par de párrafos sobre metales que apenas tienen ninguna utilidad? ¿De qué sirve una cueva llena de comida cuando hay que alimentar a un imperio entero?
Vin vaciló. Sus dedos, mucho más sensibles por el estaño que quemaba para mantener la visión en la oscura caverna, rozaron las muescas en la superficie de la placa. Se arrodilló, acercándose, y halló al pie una pequeña inscripción tallada en el metal, con letras mucho más pequeñas que las de arriba.
Cuidado con lo que hablas
, decía.
Puede escuchar lo que dices. Puede leer lo que escribes. Sólo tus pensamientos están a salvo.
Vin se estremeció.
Sólo tus pensamientos están a salvo.
¿Qué había aprendido el Lord Legislador en sus momentos de trascendencia? ¿Qué cosas había guardado eternamente en su mente, sin anotarlas por miedo a revelar su conocimiento, esperando siempre ser él quien tomara el poder cuando éste volviera? ¿Habría planeado usar ese poder para destruir lo que Vin había liberado?
Os habéis condenado…
Las últimas palabras del Lord Legislador, pronunciadas justo antes de que Vin le atravesara el corazón. Lo sabía. Incluso entonces, antes de que las brumas empezaran a venir durante el día, antes de que ella empezara a oír los extraños golpes que la condujeron al Pozo de la Ascensión… incluso entonces, se preocupaba.
Cuidado con lo que hablas… sólo tus pensamientos están a salvo.
Tengo que resolver esto. Tengo que conectar lo que tenemos, encontrar un modo de derrotar, o burlar, a esa cosa que he liberado.
Y no puedo hablarlo con nadie, o sabrá lo que planeo.
Rashek pronto encontró un equilibrio en los cambios, lo cual fue una suerte, pues su poder se consumió muy rápidamente. Aunque le parecía inmenso, en realidad no era más que una diminuta fracción de algo mucho más grande.
Naturalmente, acabó llamándose a sí mismo la «Lasca del Infinito» de su religión. Tal vez comprendía más de lo que le reconozco.
Sea como fuere, tuvimos que agradecerle un mundo sin flores, donde las plantas crecían marrones en vez de verdes, y donde la gente sobrevivía en un entorno donde la ceniza caía del cielo de manera continuada.
Estoy demasiado débil
, pensó Marsh.
La lucidez le llegó de repente, como solía ocurrir cuando Ruina no lo vigilaba con demasiada atención. Era como despertar de una pesadilla, plenamente consciente de lo que había estado sucediendo en el sueño, pero confuso en cuanto a la lógica de sus acciones.
Siguió caminando por el campamento de koloss. Ruina lo controlaba, como siempre. Sin embargo, no presionaba su mente lo suficiente cuando no se concentraba en él: a veces, los pensamientos propios de Marsh resurgían.
No puedo combatirlo
, pensó. Ruina no podía leer sus pensamientos, de eso estaba bastante seguro. Y sin embargo, Marsh no podía luchar ni debatirse de ninguna forma. Cuando lo hacía, Ruina recuperaba inmediatamente el control. Se lo había demostrado a Marsh una docena de veces. En ocasiones conseguía mover un dedo, quizá dar medio paso, pero eso era todo cuanto podía conseguir.
Deprimente. No obstante, Marsh siempre se había considerado un hombre práctico, y se obligaba a reconocer la verdad: jamás ostentaría suficiente control sobre su cuerpo para suicidarse.
Llovía ceniza mientras atravesaba el campamento. ¿Nunca escampaba? Casi deseó que Ruina jamás perdiera el control de su mente. Cuando su mente era suya, Marsh sólo veía dolor y destrucción. Sin embargo, cuando Ruina lo controlaba, las cenizas que caían eran bellas, el sol rojo, un triunfo maravilloso, el mundo, un lugar de dulzura en la muerte.
Locura
, pensó Marsh, acercándose al centro del campamento.
Tengo que volverme loco. Así no tendré que hacer frente a todo esto.
Otros inquisidores se reunieron con él en el centro del campamento, caminando con silenciosos roces de túnica. No hablaban. Nunca hablaban: Ruina los controlaba a todos, así que ¿por qué molestarse en mantener una conversación? Los hermanos de Marsh tenían los clavos normales en la cabeza, hundidos en el cráneo. Sin embargo, también podía advertir signos delatores de los nuevos clavos, que sobresalían de sus pechos y espaldas. Marsh había colocado muchos de ellos, al matar a los terrisanos capturados en el norte o localizados por todo el territorio.
El propio Marsh llevaba un nuevo conjunto de clavos, algunos entre las costillas, otros atravesándole el pecho. Eran hermosos. No comprendía por qué, pero le entusiasmaban. Los clavos habían venido con la muerte, y eso era muy agradable… aunque aún había más. De alguna manera, sabía que los inquisidores estaban incompletos, que el Lord Legislador había retenido algunas habilidades para que dependieran más de él. Para asegurarse de que no pudieran amenazarlo. Pero, ahora, lo que él había retenido les había sido devuelto.
¡Qué mundo más hermoso!
, pensó Marsh mientras contemplaba la ceniza al caer, sintiendo los suaves y reconfortantes copos sobre su piel.
Hablo de «nosotros». El grupo. Los que intentábamos descubrir y derrotar a Ruina. Tal vez mis pensamientos estén ahora confusos, pero me gusta mirar atrás y ver la suma de lo que hicimos como un único ataque coordinado, aunque todos estuviéramos implicados en distintos planes y procesos.
Éramos uno. Eso no impidió que el mundo terminara, pero tampoco fue necesariamente negativo.
Le dieron huesos.
TenSoon fluyó en torno a ellos, disolvió músculos y luego los transformó en órganos, tendones y piel. Creó un cuerpo a partir de los huesos, usando habilidades adquiridas tras siglos de comer y digerir humanos. Sólo cadáveres, por supuesto: nunca había matado a ningún hombre. El Contrato prohibía esas cosas.