Elend asintió, avivando su hierro. Los dos tiraron de la placa enterrada en la pared de piedra, y se estabilizaron tirando también de las placas de la pared del fondo.
No era la primera vez que la previsión del Ministerio impresionaba a Elend. ¿Cómo podían haber sabido que algún día un grupo de skaa tomaría el control de esta ciudad? Es más, esta puerta no sólo estaba oculta: había sido creada para que sólo alguien con alomancia pudiera abrirla. Elend continuó tirando en ambas direcciones a la vez, sintiendo como si estuvieran estirándole el cuerpo entre dos caballos. Afortunadamente, tenía el poder del peltre para reforzar su cuerpo e impedir que se desgarrara. Vin gemía del esfuerzo a su lado, y pronto una sección de la pared empezó a deslizarse hacia ellos. Ninguna palanca podría haber abierto la gruesa puerta, y atravesarla habría requerido un largo y arduo esfuerzo. Sin embargo, con la alomancia, abrieron la puerta en cuestión de instantes.
Finalmente, dejaron de tirar. Vin resopló agotada, y Elend advirtió que había sido más difícil para ella que para él. A veces, no se sentía justificado por tener más poder que ella: después de todo, hacía menos tiempo que era alomántico.
Vin recogió su linterna, y entraron en la habitación ahora abierta. Era una cueva enorme, como las otras dos que Elend había visto. Se extendía en la distancia, y la luz de su linterna tan sólo hacía una pequeña muesca en la negrura. Fatren jadeó asombrado cuando se reunió con ellos en la puerta. La habitación estaba llena de estantes. Cientos de ellos. Miles.
—¿Qué es esto? —preguntó Fatren.
—Comida —respondió Elend—. Y suministros básicos. Medicinas, ropa de abrigo, agua.
—¡Cuántas cosas! —dijo Fatren—. Aquí, a lo largo de…
—Ve a buscar más hombres —ordenó Elend—. Soldados. Los necesitaremos para vigilar la entrada, para impedir que la gente irrumpa y robe el contenido.
El rostro de Fatren se endureció:
—Este lugar pertenece a mi pueblo.
—Mi pueblo, Fatren —dijo Elend, al tiempo que observaba cómo Vin entraba en la sala llevando la luz consigo—. Ahora esta ciudad es mía, igual que su contenido.
—Has venido a robarnos —acusó Fatren—. Como los bandidos que intentaron tomar la ciudad el año pasado.
—No —dijo Elend, volviéndose hacia los hombres manchados de ceniza—. Yo he venido a conquistaros. Hay una diferencia.
—Pues yo no la veo.
Elend apretó los dientes para no replicar al hombre: la fatiga, el agotador efecto de dirigir un imperio que parecía condenado, lo ponía muchas veces al borde de la irritación.
No
, se dijo.
Hombres como Fatren no necesitan otro tirano. Necesitan a alguien en quien mirarse.
Elend se acercó al hombre, y no quiso usar la alomancia emocional con él. Aplacar a otra persona era efectivo en muchas situaciones, pero dejaba de serlo con rapidez. No constituía un método para hacer aliados permanentes.
—Lord Fatren —advirtió Elend—. Quiero que pienses con cuidado lo que acabas de decir. ¿Qué sucedería si yo te dejara aquí, con toda esta comida y toda esta riqueza? ¿Confías en que tu gente no entre por la fuerza, en que tus soldados no traten de vender parte de esto a otras ciudades? ¿Qué sucederá cuando se filtre el secreto de vuestro suministro de alimentos? ¿Daréis la bienvenida a los miles de refugiados que vendrán? ¿Los protegeréis, a ellos y a esta caverna, contra los saqueadores y bandidos que acudirán?
Fatren guardó silencio.
Elend le puso una mano en el hombro.
—Hablo en serio, Lord Fatren. Tu gente ha luchado bien: estoy muy impresionado. Hoy su supervivencia te la deben a ti… a tu previsión, a tu adiestramiento. Hace unas cuantas horas, asumían que los koloss iban a masacrarlos. Ahora no sólo están a salvo, sino bajo la protección de un ejército mucho más grande.
»No luches contra esto. Habéis resistido bien, pero es hora de tener aliados. No te mentiré: voy a llevarme el contenido de esta cueva, te resistas o no. Sin embargo, yo pretendo daros la protección de mis ejércitos, la estabilidad de mis suministros de alimentos, y mi palabra de honor de que podrás continuar gobernando a tu pueblo bajo mis órdenes. Debemos trabajar juntos, Lord Fatren. Es el único modo de sobrevivir a los próximos años.
Fatren alzó la cabeza.
—Tienes razón, por supuesto —dijo—. Voy a buscar a esos hombres que has pedido, mi señor.
—Gracias —respondió Elend—. Y, si tienes a alguien que sepa escribir, envíamelo. Tendremos que catalogar lo que hay aquí.
Fatren asintió, luego se marchó.
—Antes no podías hacer estas cosas —dijo Vin, desde un poco más adelante, y su voz resonó en la gran caverna.
—¿Qué cosas?
—Dar a un hombre órdenes con tanta fuerza. Arrebatarle el control. Tú habrías querido brindar a esa gente la posibilidad de votar para decidir si unirse a tu imperio o no.
Elend miró hacia la puerta. Guardó silencio un instante. No había empleado la alomancia emocional, y sin embargo sentía como si hubiera intimidado a Fatren.
—A veces me considero un fracasado, Vin. Tendría que haber otro modo.
—Ahora mismo, no lo hay —respondió Vin, acercándose a él y colocándole una mano sobre el brazo—. Te necesitan, Elend. Sabes que te necesitan.
Él asintió:
—Lo sé. Pero no puedo evitar pensar que alguien mejor que yo habría encontrado la manera de hacer que la voluntad de la gente trabajara mano a mano con su gobierno.
—Tú lo hiciste —dijo ella—. Tu asamblea parlamentaria todavía gobierna en Luthadel, y los reinos que dominas mantienen derechos y privilegios básicos para los skaa.
—Compromisos —dijo Elend—. Sólo conseguirán lo que quieran mientras yo no esté en desacuerdo con ellos.
—Con eso basta. Sé realista, Elend.
—Cuando mis amigos y yo nos reuníamos, era yo el que hablaba de sueños perfectos, de las grandes cosas que conseguiríamos. Yo era siempre el idealista.
—Los emperadores no se pueden permitir ese lujo —dijo Vin en voz baja.
Elend la miró, luego suspiró y se dio la vuelta.
Vin contempló a Elend a la fría luz de la linterna. Odiaba ver tanto pesar, tanta… desilusión en él. En cierto modo, sus problemas actuales parecían aún peores que las dudas con las que antaño debatía. Elend parecía verse a sí mismo como un fracaso a pesar de lo que había conseguido.
Y, sin embargo, no se permitía compadecerse de sí mismo en ese fracaso. Seguía adelante, trabajando a pesar de todo. Se había vuelto más duro. Aunque eso no era necesariamente malo. El antiguo Elend era un hombre a quien muchos ignoraban fácilmente: un genio que tenía ideas maravillosas, pero poca habilidad para el liderazgo. Con todo, ella echaba en falta algo de todo aquello. El sencillo idealismo. Elend seguía siendo un optimista, y seguía siendo un estudioso, pero ambos atributos parecían atemperados por lo que había tenido que soportar.
Ella observó que se movía junto a uno de los estantes, pasando un dedo por el polvo. Alzó el dedo, se lo miró un instante y luego lo chasqueó, lanzando un pequeño estallido de polvo al aire. La barba lo hacía parecer más duro, como el comandante guerrero en que se había convertido. Un año de sólido entrenamiento con la alomancia y la espada había reforzado su cuerpo, y había mandado repasar sus uniformes para que le quedaran bien. El que ahora llevaba puesto seguía manchado de la batalla.
—Este lugar es sorprendente, ¿verdad? —señaló Elend.
Vin se volvió, contemplando la oscuridad de la caverna de almacenaje.
—Supongo.
—Él lo sabía, Vin —dijo Elend—. El Lord Legislador. Sospechaba que llegaría este día… un día en que las brumas regresarían y el alimento escasearía. Por eso preparó estos depósitos de suministros.
Vin se reunió con Elend junto a un estante. Ella sabía por cavernas anteriores que la comida aún estaba buena, procesada en gran parte en una de las conserveras del Lord Legislador, y que permanecería años en ese estado. La cantidad que había en esta cueva podría alimentar a la ciudad de arriba durante años. Por desgracia, Vin y Elend también tenían que preocuparse por otras ciudades.
—Imagina el esfuerzo que debe de haber requerido esto —dijo Elend, observando una lata de carne envasada que tenía en la mano—. Tuvo que rotar esta comida cada pocos años, haciendo empaquetar y almacenar constantemente nuevos suministros. Y lo hizo durante siglos, sin que nadie lo supiera.
Vin se encogió de hombros.
—No es tan difícil guardar secretos cuando eres un dios-emperador con unos sacerdotes fanáticos a tu servicio.
—Sí, pero el esfuerzo… su enorme magnitud… —Elend hizo una pausa y miró a Vin—. ¿Sabes lo que significa esto?
—¿Qué?
—El Lord Legislador pensaba que podía ser derrotado. La Profundidad, esa cosa que liberamos. El Lord Legislador pensaba que podía acabar triunfando.
Vin hizo una mueca:
—No tiene por qué significar eso, Elend.
—Entonces ¿por qué molestarse con todo esto? Debía de pensar que la lucha no estaba perdida.
—La gente lucha, Elend. No se rinde ni la bestia moribunda, que hace cualquier cosa por sobrevivir.
—Pero tienes que admitir que estas cavernas son una buena señal —dijo Elend.
—¿Una buena señal? —preguntó Vin en voz baja, acercándose—. Elend, sé que intentas hallar esperanza en todo esto, pero últimamente a mí me cuesta ver «buenas señales» en ninguna parte. Reconoce ya que el sol se está oscureciendo. Es más rojo. Y más aún aquí abajo, en el sur.
—Lo cierto es que dudo que el sol haya cambiado —respondió Elend—. Será todo el humo y la ceniza del aire.
—Lo cual es otro problema —repuso Vin—. Las cenizas caen ahora de manera casi continua. La gente tiene problemas para limpiarla de las calles. Bloquea la luz, hace que todo sea más oscuro. Si las brumas no matan las cosechas del año que viene, lo harán las cenizas. Hace dos inviernos, cuando luchamos contra los koloss en Luthadel, fue la primera vez que vi nieve en la Dominación Central, y este último invierno ha sido aún peor. ¡No son cosas contra las que podamos luchar, Elend, poco importa lo grande que sea nuestro ejército!
—¿Y qué esperas que haga, Vin? —preguntó Elend, depositando de golpe la lata de comida en el estante—. Los koloss se congregan en las Dominaciones Exteriores. Si no construimos nuestras propias defensas, nuestro pueblo no durará lo suficiente para perecer de hambre.
Vin negó con la cabeza.
—Los ejércitos son una solución a corto plazo. Esto —dijo, abarcando la caverna con un gesto—, esto es una solución a corto plazo. ¿Qué hacemos aquí?
—Sobrevivir. Kelsier dijo…
—¡Kelsier está
muerto
, Elend! —replicó Vin—. ¿Soy la única que ve la ironía en todo esto? ¡Lo llamamos el Superviviente, cuando fue él quien no sobrevivió! Permitió convertirse en mártir. Se suicidó. ¿Qué forma de sobrevivir es ésa?
Miró a Elend un momento, respirando de manera entrecortada. Él le devolvió la mirada, al parecer sin dejarse impresionar por su estallido.
Pero ¿qué estoy haciendo?
, pensó Vin.
Estaba pensando en lo mucho que admiraba la esperanza de Elend. ¿Por qué discuto con él ahora?
Sentían mucha tensión. Ambos.
—No tengo respuestas para ti, Vin —dijo Elend en la oscura caverna—. Ni siquiera soy capaz de comprender cómo podemos luchar contra algo como la bruma. Sin embargo, contra los ejércitos sí puedo hacer algo. O, al menos, estoy aprendiendo a hacerlo.
—Lo siento —dijo Vin, dándose la vuelta—. No pretendía volver a ponerme a discutir. Es que esto es tan frustrante…
—Estamos haciendo progresos —afirmó Elend—. Encontraremos la manera, Vin. Sobreviviremos.
—¿En verdad crees que lo lograremos? —preguntó Vin, volviéndose para mirarlo a los ojos.
—Sí.
Y ella le creyó. Elend tenía esperanza, siempre la tendría. En gran parte, por eso lo amaba tanto.
—Vamos —dijo Elend, posando una mano sobre su hombro—. Vamos a encontrar lo que hemos venido a buscar.
Vin se unió a él, dejando al koloss atrás, y ambos se internaron en las profundidades de la caverna mientras oían pasos en el exterior. Habían venido a este lugar por más de un motivo. La comida y los suministros, de los que parecía haber infinitos estantes, eran importantes. Sin embargo, había algo más.
En la pared del fondo de la caverna había una gran placa de metal. Vin leyó en voz alta las palabras que había inscritas en ella:
—«Éste es el último metal del que os hablaré. Me cuesta decidir su propósito. En cierto modo, permite ver el pasado. Lo que podría haber sido una persona, y en quién podría haberse convertido, si hubiera tomado otras decisiones. Muy parecido al oro, pero para los demás. Por ahora, las brumas han vuelto. Tan horribles y odiosas. Despreciadlas. No salgáis con ellas. Pretenden destruiros a todos. Si hay problemas, sé que podéis controlar a los koloss y los kandra usando a varias personas para empujar sus emociones a la vez. Incorporé esta debilidad en ellos. Guardad sabiamente el secreto.»
Debajo había una lista de metales alománticos, uno de los cuales ya era conocido por Vin: la aleación de atium llamada «malatium», el Undécimo Metal de Kelsier. Así que el Lord Legislador lo conocía. Simplemente se había sentido tan aturdido como todos los demás respecto a su propósito.
Obviamente, la placa la había escrito el Lord Legislador. O, al menos, había ordenado escribirla. También cada uno de los depósitos anteriores contenía información, escrita en acero. En Urteau, por ejemplo, Vin había descubierto el electrum. En uno que hallaron en el este, encontraron una descripción del aluminio… aunque ya habían oído hablar de ese metal.
—No hay gran cosa nueva aquí —dijo Elend, algo decepcionado—. Ya sabíamos lo del malatium y el control de los koloss. Aunque nunca se me había ocurrido que varios aplacadores empujaran a la vez. Eso podría resultar útil.
Antes, se pensaba que sólo un nacido de la bruma que quemara duralumín podía controlar a los koloss.
—No importa —dijo Vin, señalando al otro lado de la placa—. Tenemos eso.
La otra mitad de la placa contenía un mapa, grabado en acero, como los mapas que habían encontrado en las otras tres cavernas de almacenaje. Describía el Imperio Final, dividido en dominios. Luthadel era un cuadrado en el centro. Una «X» al este marcaba lo que habían venido a buscar: la localización de la última caverna.