El secreto. El valiosísimo secreto.
Nos he condenado a todos. A mi pueblo entero. Volveremos a ser esclavos. No, ya somos esclavos. Nos convertiremos en otra cosa: autómatas, nuestras mentes controladas por otros. Capturados y utilizados, nuestros cuerpos dejarán de pertenecernos.
Eso era lo que él había hecho, lo que había puesto potencialmente en movimiento. El motivo por el que merecía el encarcelamiento y la muerte. Y, sin embargo, deseaba vivir. Debería despreciarse a sí mismo. Pero, por algún motivo, seguía considerando que había hecho lo adecuado.
Volvió a agitarse, las masas de resbaladizos músculos rotaron unas sobre otras. Sin embargo, a medio movimiento se detuvo. Vibraciones. Alguien venía.
Se organizó, poniendo los músculos a los lados del pozo, formando una depresión en el centro de su cuerpo. Necesitaba capturar toda la comida que pudiera: lo alimentaban con muy poca. Sin embargo, ninguna papilla cayó por la reja. Esperó, expectante, hasta que la reja se abrió. Aunque no tenía oídos, pudo sentir las roncas vibraciones de la reja al ser retirada, el áspero hierro que finalmente se golpeaba contra el suelo de arriba.
¿Qué?
Lanzaron garfios. Se engancharon alrededor de sus músculos, agarrándolo y desgarrándole la carne mientras tiraban para sacarlo del pozo. Dolió. No sólo los garfios, sino la súbita libertad cuando su cuerpo se desparramaba por el suelo de la prisión. Saboreó sin querer la tierra y la papilla seca. Sus músculos se estremecieron, el movimiento desencadenado de estar fuera de la celda parecía extraño, y él se esforzó, moviendo su masa de formas que casi había olvidado.
Entonces llegó. Pudo saborearlo en el aire. Ácido, denso y punzante, presumiblemente dentro de un cubo recubierto de oro que traían los vigilantes de la prisión. Después de todo, iban a matarlo.
¡Pero no pueden!
, pensó.
El Primer Contrato, la ley de nuestro pueblo, es…
Algo cayó sobre él. No ácido, sino algo duro. Lo tocó ansiosamente, los músculos se movieron unos contra otros saboreándolo, probándolo, sintiéndolo. Era redondo, con agujeros y varios bordes afilados… un cráneo.
El hedor ácido se hizo más fuerte. ¿Lo estaban agitando? TenSoon se movió con rapidez, formándose alrededor del cráneo, llenándolo. Ya tenía algo de carne disuelta almacenada dentro de una bolsa parecida a un órgano. La sacó, y se filtró alrededor del cráneo para crear rápidamente piel. Dejó los ojos, trabajó en los pulmones, formó una lengua, ignoró los labios por el momento. Trabajó con desesperación mientras el sabor del ácido se hacía más potente, y entonces…
Aquello lo golpeó. Le quemó los músculos de un lado de su cuerpo, arrasó su masa, la disolvió. Al parecer, la Segunda Generación había renunciado a arrancarle sus secretos. Sin embargo, antes de matarlo, sabían que tenían que darle una oportunidad para hablar. El Primer Contrato lo requería, de ahí el cráneo. No obstante, era obvio que los guardias tenían órdenes de matarlo antes de que pudiera decir nada en su defensa. Seguían la forma de la ley, aunque al mismo tiempo ignoraban su intención.
Sin embargo, no advertían lo rápidamente que TenSoon podía trabajar. Pocos kandra habían pasado tanto tiempo con los contratos como él: todos los de la Segunda Generación, y la mayoría de los de la Tercera, hacía tiempo que se habían retirado del servicio. Vivían vidas fáciles aquí en la Tierra Natal.
Una vida fácil enseñaba muy poco.
La mayoría de los kandra tardaban horas en formar un cuerpo; los más jóvenes necesitaban días. Sin embargo, en cuestión de segundos, TenSoon tuvo una lengua rudimentaria. Mientras el ácido se movía por su cuerpo, produjo una tráquea, infló un pulmón y croó una sola palabra:
—¡Juicio!
El vertido cesó. Su cuerpo siguió ardiendo. Trabajó en medio del dolor, formando primitivos órganos auditivos dentro de la cavidad de su cráneo.
Una voz susurró cerca:
—Necio.
—¡Juicio! —repitió TenSoon.
—Acepta la muerte —susurró la voz—. No te pongas en situación de causar más daño a nuestro pueblo. ¡La Primera Generación te ha concedido esta oportunidad de morir por tus años de servicio extra!
TenSoon vaciló. Un juicio sería público. Hasta ahora, sólo unos pocos escogidos conocían el alcance de su traición. Podía morir, maldito por haber roto el contrato, pero conservando cierto grado de respeto por su carrera anterior. En algún lugar, probablemente en un pozo de esta misma sala, los había que sufrían un cautiverio interminable, una tortura que acabaría rompiendo incluso las mentes de quienes habían sido dotados con la Bendición de la Presencia.
¿Acaso quería convertirse en uno de ellos? Al revelar sus acciones en un foro abierto, se ganaría el dolor eterno. Forzar un juicio sería una locura, pues no había ninguna esperanza de ser vindicado. Sus confesiones ya lo habían condenado.
Si hablaba, no sería para defenderse. Sería por otras razones.
—Juicio —repitió, apenas susurrándolo esta vez.
En cierto sentido, tener semejante poder resultaba abrumador. Era un poder que se tardaría milenios en comprender. Rehacer el mundo habría sido fácil, si hubiera estado familiarizado con el poder. Sin embargo, advertí el peligro inherente a mi ignorancia. Como un niño que de pronto adquiere una fuerza asombrosa, podría haber empujado demasiado y dejado el mundo convertido en un juguete roto que es imposible reparar.
Elend Venture, segundo emperador del Imperio Final, no era un guerrero nato. Pertenecía a la nobleza, algo que, en los días del Lord Legislador, había convertido esencialmente a Elend en un profesional de las fiestas. Se había pasado la juventud aprendiendo a practicar los frívolos juegos de las Grandes Casas, llevando la vida consentida de la élite imperial.
No era extraño que hubiera acabado siendo un político. Siempre le había interesado la teoría política y, aunque había sido más un estudioso que un auténtico estadista, sabía que algún día gobernaría en su propia casa. Sin embargo, al principio no había sido muy buen rey. No había comprendido que, para ser un líder, hacen falta más que buenas ideas y nobles intenciones. Mucho más.
«Dudo que Elend Venture llegue a ser jamás el tipo de líder capaz de comandar una carga contra el enemigo.» Estas palabras las había pronunciado Tindwyl, la mujer que lo había instruido en política práctica. Recordar esas palabras hizo sonreír a Elend mientras sus soldados se abalanzaban contra el campamento de koloss.
Elend avivó peltre. Una cálida sensación, ahora familiar, cobró vida en su pecho, y sus músculos se tensaron con fuerza y energía renovadas. Había tragado el metal antes, para poder recurrir a sus poderes en la batalla. Era alomántico, algo que todavía a veces le asombraba.
Como había predicho, los koloss fueron atacados por sorpresa. Permanecieron inmóviles durante unos momentos, aturdidos, aunque debieron de haber visto cómo cargaba contra ellos el ejército recién reclutado de Elend. A los koloss les costaba lidiar con lo inesperado. Les resultaba difícil comprender que un grupo de humanos débiles y en inferioridad numérica atacara su campamento. Por eso tardaron tiempo en reaccionar.
El ejército de Elend hizo buen uso de ese tiempo. El propio Elend golpeó primero, avivando su peltre para darse aún más poder mientras abatía al primer koloss. Era una bestia pequeña. Como todas las de su especie, tenía forma humanoide, aunque su piel era enorme y fofa, como si estuviera separada del resto de su cuerpo. Sus brillantes ojillos rojos mostraron una sorpresa inhumana mientras moría y Elend le arrancaba la espada del pecho.
—¡Golpead con rapidez! —gritó Elend mientras más koloss se apartaban de sus hogueras—. ¡Matad a tantos como podáis antes de que se pongan frenéticos!
Los soldados (aterrorizados, pero comprometidos) cargaron contra todo lo que había a su alrededor y derrotaron a los primeros grupos de koloss. El «campamento» era poco más que un lugar donde los koloss habían hollado la ceniza y las plantas bajo sus pies, y cavado luego sus hogueras. Elend pudo ver a sus hombres cada vez más confiados por el éxito inicial, y los alentó tirando de sus emociones con alomancia, haciéndolos más valientes. Se sentía más cómodo con esta forma de alomancia: aún no había conseguido saltar con los metales como lo hacía Vin. Sin embargo, las emociones… ésas sí que las comprendía.
Fatren, el fornido líder de la ciudad, se mantuvo cerca de Elend mientras dirigía a un grupo de soldados hacia una gran manada de koloss. Elend no perdió de vista al hombre. Fatren era el gobernador de una ciudad pequeña; su muerte supondría un duro golpe moral. Juntos, atacaron a un escaso grupo de sorprendidos koloss. La bestia más grande del grupo medía unos tres metros de altura. Como la de todos los koloss grandes, la piel de esta criatura, antes suelta, aparecía ahora tensa en torno a su enorme cuerpo. Los koloss nunca dejaban de crecer, pero su piel siempre conservaba el mismo tamaño. En las criaturas más jóvenes, colgaba fofa y llena de pliegues. En las grandes, se tensaba y resquebrajaba.
Elend quemó acero, y luego arrojó un puñado de monedas al aire ante él. Empujó las monedas, lanzó su peso contra ellas y se las arrojó a los koloss. Las bestias eran demasiado duras para caer con unas simples monedas, pero los trozos de metal las herirían y debilitarían.
Mientras las monedas volaban, Elend atacó al koloss grande. La bestia sacó de su espalda una espada enorme, que pareció encantada ante la idea de una pelea.
El koloss golpeó primero, y su alcance fue asombroso. Elend tuvo que dar un salto atrás: el peltre lo hizo más ágil. Las espadas de los koloss eran enormes, brutales, burdas casi como porras. La fuerza del golpe hizo estremecer el aire; Elend no habría tenido ninguna posibilidad de detener la hoja, ni siquiera con la ayuda del peltre. Además, la espada (o, más exactamente, el koloss que la empuñaba) pesaba tanto que Elend no podría usar la alomancia para arrancarla de las manos de la criatura. Empujar contra el acero requería peso y fuerza. Si Elend empujaba sobre algo más pesado que él mismo, saldría despedido hacia atrás.
Por tanto, Elend tuvo que confiar en la velocidad extra y la destreza del peltre. Se mantuvo apartado de su enemigo echándose a un lado, esperando un revés. La criatura se volvió, silenciosa, mirando a Elend, pero no golpeó. No había alcanzado todavía el frenesí.
Elend contempló a su gigantesco enemigo.
¿Cómo he llegado aquí?
, pensó, y no por primera vez.
Soy un estudioso, no un guerrero
. La mitad del tiempo pensaba que lo suyo no era liderar a nadie.
La otra mitad, suponía que pensaba demasiado. Se lanzó hacia delante y golpeó. El koloss previó el movimiento, y trató de descargar su arma contra la cabeza de Elend. Sin embargo, éste se dio la vuelta y tiró de la espada de otro koloss: desequilibró a la criatura y permitió que dos de los hombres de Elend la mataran, y también se apartó hacia un lado. Esquivó por bien poco el arma de su oponente. Entonces, mientras giraba en el aire, avivó peltre y golpeó desde el lado.
Atravesó la pierna de la bestia por la rodilla, y la derribó al suelo. Vin siempre decía que el poder alomántico de Elend era inusitadamente fuerte. Elend no estaba seguro de ello (no tenía mucha experiencia con la alomancia), pero la fuerza de su propio golpe lo hizo retroceder tambaleándose. No obstante, consiguió recuperar el equilibrio, y luego cercenó la cabeza de la criatura.
Varios soldados suyos lo observaban. Su uniforme blanco estaba ahora manchado de brillante sangre roja de koloss. No era la primera vez. Elend inspiró profundamente mientras oía gritos inhumanos que resonaban en todo el campamento. Empezaba el frenesí.
—¡Formad! —gritó Elend—. ¡Formad líneas, permaneced juntos, preparaos para el ataque!
Los soldados respondieron lentamente. Eran mucho menos disciplinados que las tropas a las que Elend estaba acostumbrado, pero hicieron un trabajo admirable cuando se pusieron a sus órdenes. Elend echó un vistazo al terreno: habían conseguido abatir a varios centenares de koloss, una hazaña sorprendente.
Sin embargo, la parte sencilla había terminado.
—¡Permaneced firmes! —gritó Elend, corriendo ante la línea de soldados—. ¡Pero seguid luchando! ¡Necesitamos matar a tantos como sea posible! ¡Todo depende de eso! ¡Dadles vuestra furia, hombres!
Quemó latón y tiró de sus emociones, aplacando su miedo. Un alomántico no podía controlar mentes (al menos, no mentes humanas), pero sí podía despertar unas emociones y hacer decaer otras. Vin también decía que Elend podía afectar a mucha más gente de lo que debería haber sido posible. Elend había adquirido sus poderes hacía poco, en un lugar que ahora creía la fuente original de la alomancia.
Bajo la influencia del aplacamiento, sus soldados se mantuvieron firmes. Una vez más, Elend sintió un sano respeto hacia estos simples skaa. Les estaba dando valentía y quitando parte de su miedo, pero su determinación era propia. Eran buena gente.
Con suerte, podría salvar a algunos.
Los koloss atacaron. Como Elend había esperado, un gran grupo de criaturas se apartó del campamento principal y atacó la ciudad. Algunos de los soldados gritaron, pero estaban demasiado ocupados defendiéndose para perseguirlos. Elend se lanzaba a la pelea cada vez que la línea vacilaba, para reforzar así el punto débil. Mientras hacía esto, quemó latón y trató de desplazar las emociones de un koloss cercano.