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Authors: Jack London

Colmillo Blanco (30 page)

BOOK: Colmillo Blanco
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—¡A ellos! —le gritó a Colmillo Blanco.

Pero este parecía no dar crédito a lo que oía. Miró a su amo primero y luego a los perros. Y nuevamente dirigió una mirada interrogativa a su amo.

Su dueño movió la cabeza afirmativamente y añadió:

—Sí, hombre, sí…, ¡a ellos! Anda…, cómetelos.

El animal no dudó ya ni un momento. Se volvió rápidamente, y de un salto se plantó en medio de sus enemigos. Los tres le hicieron frente. Se alzó una tempestad de ladridos y de furiosos gruñidos, en medio de la cual chasqueaban continuamente los dientes y se veían rodar los cuerpos confundidos. Pronto la polvareda que se armó en la carretera formó una nube que velaba a los combatientes; pero al cabo de algunos minutos, dos de los perros mordían el polvo y el tercero se declaraba en franca huida, saltando una zanja, atravesando una cerca y metiéndose luego a todo correr por un campo. Colmillo Blanco lo siguió, deslizándose sobre el suelo con la suavidad y la increíble rapidez de los lobos, silencioso, firme, decidido, y en el centro de aquel mismo campo derribó al perro, lo arrastró y lo dejó sin vida.

Con la muerte de los tres se acabaron para Colmillo Blanco las molestias que los demás pudieran ocasionarle. Corrió la voz de lo ocurrido por todo el país y desde entonces tuvieron los hombres buen cuidado de que sus respectivos perros dejaran tranquilo al lobo de pelea, como lo llamaban.

IV

La voz de la raza

Transcurrieron los meses. Abundaba la comida en las tierras del sur y el trabajo era escaso, con lo que Colmillo Blanco engordaba y la vida le parecía próspera y agradable. Aquello no solo era el sur geográficamente hablando, sino la vida meridional con todo lo que ella trae consigo. La amabilidad de aquella gente era como un sol que lo confortaba con su suave calor, y a su influjo se sentía como una flor plantada en rica tierra. Y sin embargo, continuó siendo diferente a los demás perros. Mejor que ellos, que nunca conocieron otra clase de vida distinta de aquella, había aprendido lo que consideraba ser la ley del país, y la observaba con más rigurosa exactitud aún; pero todavía le quedaban vestigios de cierta oculta ferocidad, como si la vida salvaje se prolongara en su interior y el lobo no estuviera en él mas que dormido. No era en sus relaciones con los otros perros como un camarada más. Había vivido siempre solo con respecto a los de su raza, y solitario seguiría viviendo. Ya desde cachorro, por culpa de la persecución de
Lip-Lip
y sus compañeros, y después en las luchas a las que lo había obligado Smith, adquirió una aversión invencible hacia los perros. El curso natural de su vida se había desviado, y apartándose de los de su raza, se acercó a los hombres.

Por otra parte, no había un perro entre los de aquellas tierras que no lo mirara con recelo. Despertaba en ellos su instintivo miedo de todo lo que constituía la vida salvaje, y siempre lo recibían con gruñidos o ladrándole y manifestándole su constante enemistad de beligerantes. Él, por otra parte, aprendió que ni siquiera era necesario que hiciese uso de los dientes para habérselas con ellos. Resultaba de parecida eficacia mostrárselos encogiendo los labios, pues raro era que esta sola amenaza no bastara para detenerlos en plena arremetida y obligarlos a quedarse sentados sobre las patas traseras.

Pero había un tormento que le agriaba la vida a Colmillo Blanco: era
Collie
. No lo dejaba en paz ni un momento. Ella no se acomodaba a las prescripciones de la ley con tanta facilidad como él. No valían los constantes esfuerzos del amo para que ambos se reconciliaran. Ante él mismo se gruñían áspera y nerviosamente. La perra nunca le perdonó el incidente que dio por resultado la matanza de gallinas, persistiendo en creer que su intención no podía ser peor, que debía ser castigado, y a tal creencia se ajustaban sus actos. Así llegó a ser para él una verdadera calamidad. Lo perseguía como un policía por las dependencias de la casa y hasta en los campos. Bastaba con que el pobre se atreviera a mirar curiosamente a un palomo o una gallina, para que armara ella un alboroto con sus indignados y rabiosos ladridos. El procedimiento que mejores resultados le dio al perseguido, ante tamaña insistencia, fue el hacer caso omiso de la perra, echarse con la cabeza entre las patas delanteras y fingirse dormido. Esto la dejaba tan perpleja que se callaba muy pronto.

A excepción de las dificultades con
Collie
, todo lo demás iba perfectamente para Colmillo Blanco. Sabía dominarse, había conseguido cierto sereno equilibrio en sus actos y conocía a fondo los mandatos de la ley. Se hizo grave, sosegado y filosóficamente tolerante. No vivía ya en un medio hostil en el que lo amenazaban constantemente los peligros, la perspectiva de algún daño o de la muerte. Con el tiempo, lo desconocido, aquel fantasma terrorífico que anunciaba males inminentes, se había desvanecido. La vida era ahora cómoda. Se deslizaba suavemente, sin tropezar con escollos.

Una cosa echaba de menos, sin darse cuenta de ello: la nieve. De haber sido capaz de formular sus ideas, hubiera dicho de aquel clima que era un verano que se prolongaba más de lo debido; pero lo único que en realidad le faltaba a él allí, de un modo vago, inconsciente, era la nieve. Durante el calor del verano, cuando el sol llegaba a molestarlo, sentía cierta vaga nostalgia, cierto anhelo, de las tierras del norte. No le producía esto, sin embargo, otro efecto que el ponerlo inquieto, agitado, sin saber lo que le pasaba.

Colmillo Blanco nunca había sido muy comunicativo. Aparte de su costumbre de arrimarse al amo, apretándose contra su cuerpo, o de poner una nota especial y culminante en un gruñido, no tenía otro modo de expresar su cariño. Siempre le había impresionado grandemente la risa de los hombres, que lo enloquecía, lo sacaba de tino de puro encolerizado; pero cuando el que se reía de él era su amo, que lo hacía bondadosamente, sin mala intención, solo como un juego, entonces él no era capaz de enojarse, sino que se quedaba desconcertado, confundido. Por un lado sentía el aguijón de la rabia, que también conocía; pero por otro sentía amor.

Era un resentimiento que luchaba con el anterior a brazo partido y refrenaba su ira. Pero algo tenía que hacer él. Al principio optó por mantenerse muy digno y serio, y el amo se reía aún más entonces. Exageró su seriedad, y el otro exageró la risa hasta un punto que daba ya al traste con todo esfuerzo para mantener la gravedad. Entonces se separaron un tanto sus quijadas, se le encogieron un poco los labios, y una expresión burlona, que tenía más de cariñosa que de regocijada, apareció en sus ojos. El animal acababa de aprender a sonreír.

De parecido modo aprendió también a juguetear con su dueño, a dejar que este lo derribara y lo hiciera rodar por el suelo, convirtiéndolo después en víctima de innumerables bromas. En justa correspondencia, él se fingía entonces presa de una cólera terrible. Gruñía y, con los pelos erizados, lanzaba al aire dentelladas que parecían manifestar la más maligna intención. Pero de ahí no pasó nunca, no olvidando ni por un momento con quién fingía pelearse. Al fin, cuando más arreciaban los golpes, los simulados mordiscos y los gruñidos, amo y perro se separaban de pronto y se quedaban mirando simulando estar indignados y furiosos. Y entonces, repentinamente también, como si surgiera el sol sobre un mar tempestuoso, comenzaba la risa de ambos. Al final, el amo le lanzaba los brazos al cuello a Colmillo Blanco, mientras este entonaba con sus especiales gruñidos lo que para él era un canto de amor, lo que constituía la felicidad de la nueva era de su vida.

Lo que el amo hacía no se atrevió nunca a realizarlo nadie más. Colmillo Blanco no se lo hubiera permitido. Si lo intentaba alguien, él se quedaba muy digno y reservado, y su gruñido amenazador era claro anuncio de que la cosa iría esta vez de veras. Que él le permitiera a su dueño tales libertades no significaba que estuviera dispuesto a convertirse en un perro vulgar que ponía instintivamente su cariño en todos, o que iba a convertirse en una propiedad común para que con él jugaran y bromeasen. En su corazón no cabían tantos, sino solo uno, y se negaba en redondo a tal rebajamiento de su dignidad o de su amor.

Su amo solía dar grandes paseos a caballo, y acompañarlo era uno de los principales deberes de su nueva vida. En las tierras del norte le había rendido vasallaje siendo el guión de su trineo; pero en las del sur, ni los trineos existían, ni era costumbre que los perros sirvieran para el transporte de mercancías. No le quedaba, pues, otro medio de mostrar su absoluta sumisión que adaptarse a las nuevas costumbres y correr en compañía del caballo del amo. Resultaba incansable en esta tarea. Su marcha, como la de un lobo, era suave, sin esfuerzo ni fatiga, y después de recorrer ochenta kilómetros, era capaz de adelantar gallardamente al mismo caballo.

Guarda relación con estas excursiones el modo en que practicó Colmillo Blanco otra nueva forma de expresión, digna de anotarse aquí porque solo la usó en tal sentido dos veces en su vida. La primera fue cuando el amo trataba de enseñarle a un brioso potro de pura sangre cómo había que abrir y volver a cerrar las puertas del cercado, sin que para esto tuviera él que desmontarse. Innumerables veces había acercado al caballo a la puerta, esforzándose en obligarlo a cerrarla, y el animal se asustaba cada vez, reculaba y luego salía de estampida. Por momentos iba aumentando su excitación y azoramiento. Al retroceder, el amo le hundía las espuelas, forzándolo a bajar al suelo las levantadas manos; pero entonces comenzaba a cocear furiosamente. Colmillo Blanco lo contemplaba con creciente ansiedad, hasta que, no pudiendo ya contenerse más, saltó frente al potro, se encaró con él y le ladró con aire amenazador.

Aunque intentó ladrar otras veces y su dueño siempre lo alentaba a ello, no lo logró más que en una ocasión, y aun entonces no estaba presente el amo. Una carrera a través de uno de los pastizales; una liebre que salta de pronto bajo las mismas patas del caballo; la violenta parada en seco de este, arrojando al jinete por las orejas y ocasionándole la rotura de una pierna, fueron la causa de que volviera a oírse aquel ladrido excepcional. Al ver a su amo en el suelo, Colmillo Blanco saltó como una fiera al cuello del potro; pero le apartó de allí la enérgica voz del amo.

—¡A casa! ¡Vete a casa! —le gritó cerciorado de la gravedad del daño sufrido.

El perro no tenía las menores ganas de dejarle allí abandonado. Scott pensó escribir algunas palabras en un papel y mandarlas; pero no encontró ni papel ni lápiz en ninguno de sus bolsillos. De nuevo le repitió la orden al animal.

Este le miró fijamente, pensativo, y partió; pero para volver enseguida, gimoteando suavemente. El amo le habló con cariño, aunque seria y firmemente; él enderezó las orejas y le escuchó con dolorosa y sostenida atención.

—Sí, sí, tienes que ir a casa… enseguida. Anda… a casa… y diles lo que me ha ocurrido. Tienes que ir, lobo, lobo mío…, no hay más remedio… Anda de una vez…, ¡a casa!

Conocía Colmillo Blanco aquella palabra, «casa», tantas veces repetida, y aunque no entendiera lo demás que pronunció el amo, comprendió perfectamente cuál era su voluntad. Se volvió, pues, y, aunque de mala gana, se dirigió al trote hacia donde lo mandaban. Pero de pronto se paró indeciso mirando hacia atrás.

—¡A casa! —volvió a ordenarle con dureza Scott, y esta vez sí que obedeció sin más dudas.

La familia estaba en el pórtico, tomando el fresco de la tarde, cuando llegó Colmillo Blanco jadeante y cubierto de polvo.

—Weedon ya está de vuelta —dijo la madre de Scott. Los niños recibieron al perro con gritos de alegría y corrieron a su encuentro. Él los evitó y se metió bajo el pórtico; pero lo acorralaron allí entre una mecedora y la barandilla. El animal gruñó y trató de abrirse paso. La madre de los niños miró hacia el grupo, temerosa.

—La verdad es que me pone nerviosa cada vez que lo veo así entre ellos —confesó—; y siempre estoy temiendo que se les eche encima algún día, cuando menos lo pensemos.

Colmillo Blanco gruñó furiosamente y saltó desde el rincón en que lo tenían cercado, derribando con el salto al niño y a la niña, a quienes llamó enseguida su madre, acariciándolos y ordenándoles que dejaran tranquilo al animal.

—A un lobo hay que tratarlo siempre como lo que es —observó sentenciosamente el juez Scott—. No es de fiar.

—Pero si este sólo es un lobo a medias… —objetó Beth, saliendo así indirectamente en defensa de su hermano ausente.

—Tú no sabes de esto más que Weedon —replicó el juez—. Y él sólo supone que es cruzado de lobo y perra; pero como él mismo te dirá, no lo sabe de un modo positivo. Y en cuanto a su aspecto…

La frase quedó sin terminar. Colmillo Blanco acababa de encararse con él, gruñéndole con furia.

—¡Anda! ¡Échate ahí! —le ordenó el juez Scott.

Pero el animal se volvió hacia la esposa de su maestro de amor, a la que hizo lanzar un chillido de miedo al ver que le cogía la falda entre los dientes y tiraba de ella hasta desgarrar la frágil tela. Entonces la atención de los presentes se concentró en el animal. No gruñía ya, sino que los miraba a todos fijamente en pie con la cabeza enhiesta.

Su garganta se agitaba con espasmódicos movimientos, pero sin emitir sonido alguno, mientras todo su cuerpo parecía luchar convulso intentando comunicarle de algún modo algo que no sabía cómo expresar, pero que era preciso que entendieran.

—¿No será esto un principio de rabia? —observó temerosa la madre de Weedon—. Le tengo dicho que este clima es demasiado caluroso para traer aquí un animal de las regiones polares.

—Lo que yo creo es que quiere hablar —afirmó resueltamente Beth.

Y en aquel mismo momento, Colmillo Blanco halló el lenguaje que buscaba y comenzó a ladrar con verdaderas ansias.

—Algo malo le ha ocurrido a Weedon —dijo su esposa con aire de seguridad.

Al verlos a todos de pie, el animal bajó la escalera corriendo volviéndose a cada momento para mirarlos e indicarles que lo siguieran. Era la segunda y última vez en su vida que ladraba, y había conseguido hacerse entender.

Desde aquel día, los habitantes de Sierra Vista lo quisieron mucho más, y hasta el criado a quien él había herido en un brazo confesaba sin inconveniente que, fuera o no lobo, resultaba un perro muy listo. Aferrado a su opinión, el juez Scott se empeñaba en probar a todos, sin complacer ni convencer a nadie, que efectivamente el animal era un lobo, aduciendo en su apoyo medidas y descripciones tomadas de una enciclopedia y de algunos libros de historia natural.

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