Authors: Jack London
El animal permitía a los individuos de la familia que lo acariciaran y mimasen; pero nunca tuvo para ellos lo que reservaba únicamente para su amo: aquel ronquido especial con que recibía sus caricias y aquel modo de apretarse acurrucado contra él, con expresión de total abandono y sumisión, de absoluta confianza. La verdad era que para Colmillo Blanco los distintos miembros de la familia eran solo posesiones de su maestro de amor.
También entre aquella familia y los criados de la casa él había establecido desde el principio ciertas diferencias. Los últimos le tenían miedo, y lo único que hacía era limitarse a no atacarlos, y esto porque reconocía que formaban igualmente parte de las posesiones de su amo. Entre Colmillo Blanco y los sirvientes de la casa no existía más que una especie de neutralidad. Ellos cocinaban para el amo, lavaban los platos y se dedicaban a otros menesteres semejantes, como le había visto hacer a Matt en el Klondike.
Fuera de la casa, aún había más que aprender que en su interior. Las posesiones de su amo eran vastas y complejas, pero tenían sus lindes y barreras. El terreno acababa donde empezaba la carretera pública. Al otro lado estaban las calles y los paseos, y aun dentro de ciertos espacios acotados existían pertenencias de otros dueños. Innumerables leyes regían aquel conjunto y determinaban la conducta que se debía seguir, aunque, como él ignoraba el lenguaje de aquellos dioses, solo por la experiencia podía ir aprendiendo cuanto necesitaba. Lo que hacía, pues, era dejarse llevar por sus propios impulsos, hasta que se encontraba con que estaban en pugna con la ley. A las pocas veces de ocurrirle lo mismo, ya había comprendido en qué consistía la ley, y en lo sucesivo procuraba observarla.
Pero su más poderoso medio educativo era el puño de su amo o el tono de censura que adoptaba su voz. Precisamente por el amor que le tenía, un simple coscorrón que provenía de él le dolía más que las mayores palizas que había recibido de
Castor Gris
o de Smith. Aquellas solo afectaban a su cuerpo, mientras que su espíritu continuaba indomable, espléndidamente independiente. El coscorrón de su amo actual resultaba ligero para dolerle físicamente; sin embargo, ahondaba más, pues llegaba a entristecerle el espíritu al ser la clara manifestación de que desaprobaba su conducta. Sin embargo, Scott necesitaba llegar a esto raras veces. Le bastaba con un grito, un regaño. Por él comprendía Colmillo Blanco lo que debía hacer o evitar, y esta era la norma de todos sus actos.
En las tierras del norte, el único animal domesticado que tenían los hombres era el perro. Los demás vivían en los bosques, en estado salvaje, y cuando no resultaban demasiado formidables para luchar con ellos, se consideraban como legítima presa de los perros. Colmillo Blanco los había cazado durante toda su vida para procurarse carne, y no le entraba en la cabeza que fuera tan distinto en las tierras del sur. Pero de ello tuvo que convencerse muy pronto en su nueva residencia del valle de Santa Clara. Vagando por los alrededores de la casa en las primeras horas de cierta mañana, tropezó con una gallina que se había escapado del corral. Su natural impulso fue comérsela. Un par de saltos, una dentellada, el ronco alarido de la víctima, y esta se hallaba entre sus fauces. La encontró tan rica, tan gorda y tierna, que se relamió ante tan exquisito bocado.
Algunas horas más tarde tropezó con otra que andaba perdida cerca de los establos. Uno de los mozos de caballos acudió corriendo para protegerla, y como no sabía con quién tenía que habérselas, no llevaba consigo más arma contundente que el ligero látigo del calesín. Al primer trallazo que recibió, Colmillo Blanco abandonó la gallina para arrojarse contra el hombre. Tal vez un buen garrote hubiera logrado dominarlo, pero no aquello. En silencio, de un salto y sin hacer el menor caso del segundo latigazo, arremetió contra el cuello del intruso, que retrocedió gritando, tiró el látigo y apenas tuvo tiempo de parar el golpe con los brazos. La consecuencia fue tan tremendo desgarro en uno de ellos, que dejaba el hueso al descubierto.
El hombre se quedó paralizado de dolor y de espanto. Lo que más le atemorizó y le imposibilitó para la defensa fue aquel modo de atacar en silencio. Protegiéndose aún el cuello y la cara con los brazos, a pesar de la herida, trató de irse retirando hacia el granero; pero mal lo hubiera pasado si entonces no hubiera aparecido en escena
Collie
, que ya le había salvado la vida a
Dick
y ahora se la salvó al criado. Hecha una fiera, se arrojó contra Colmillo Blanco. Había acertado en sus sospechas, que de sobra quedaban ahora justificadas, demostrando el grave error cometido por los dioses: ya había aparecido ahora el lobo merodeador y asesino que acaba de cometer otro de sus crímenes.
El hombre huyó hacia el interior de los establos, y Colmillo Blanco retrocedió ante los dientes de
Collie
, presentándole solo un hombro o describiendo círculos y más círculos. Pero
Collie
no cejaba en su empeño de castigar duramente a su enemigo. Cada vez más excitada, lo persiguió de tal modo que, al fin, lo obligó a prescindir de toda dignidad y a declararse en franca huida a través de los campos.
—Así aprenderá a no meterse con las gallinas —dijo el amo al enterarse de todo—. Pero no puedo castigarlo, para que le sirva de lección, hasta que lo coja en el momento de repetir la falta.
Y la oportunidad llegó dos noches después, en escala mucho mayor de lo que podía suponer el amo. Colmillo Blanco había observado atentamente los lugares en que se criaban las aves de corral y las costumbres de estas. Una noche, cuando las aves estaban encaramadas ya para dormir, el animal trepó por un gran montón de leña que los criados acababan de dejar cerca. Desde allí saltó al techo de uno de los gallineros, pasó al otro lado del caballete y se dejó caer dentro del corral. Un momento después comenzaba una descomunal matanza en el gallinero.
A la mañana siguiente, cuando el amo apareció en el pórtico de la casa, cincuenta gallinas, ejemplares escogidos de las mejores razas italianas, yacían puestas en fila por el mismo criado de antes. Scott silbó ligeramente al verlo. El tono fue primero de sorpresa, luego de admiración. Su mirada tropezó con Colmillo Blanco, pero no había en él ni la menor señal de que se hallara avergonzado o temeroso. Al contrario: parecía orgulloso de su hazaña, como si hubiera realizado algo meritorio. No tenía ni la menor idea de haber cometido una falta. El amo apretó los labios al considerar lo difícil y desagradable del caso, y comenzó a hablar con dureza al inconsciente culpable, sin que en su voz se notara más que el divino enojo del que se hallaba poseído. Al mismo tiempo, restregó el hocico del animal contra las gallinas muertas y lo golpeó seria y concienzudamente.
Colmillo Blanco no volvió a entrar a saco en ningún gallinero. La ley lo prohibía y a costa suya había tenido que aprenderlo. Para completar la lección, el amo lo llevó a los corrales. El primer impulso del perro, al ver vivas a las aves, fue el echárseles encima; pero la voz del amo lo detuvo. La operación se repitió varias veces durante media hora, y así fue como comprendió que, cuando las viera, debía hacer caso omiso de ellas, como si no existieran.
—Perro que se acostumbra a matar gallinas, perro perdido: no hay quien le cure el vicio —dijo sentenciosamente el juez Scott, mientras su hijo le contaba, a la hora del almuerzo, la lección que le había dado a Colmillo Blanco—. Una vez han probado la sangre fresca… —continuó. Y sin completar la frase, movió la cabeza con aire de desconfianza.
Pero Weedon Scott disentía totalmente.
—¿Sabes lo que vamos a hacer para que te convenzas de que estás equivocado? —le dijo a su padre con aire de cariñoso reto—. Pues voy a encerrar al perro en el gallinero toda la tarde.
—¡Pero hombre, piensa en las pobres gallinas! —objetó el juez.
—Y aún añadiré más —continuó su hijo—: por cada gallina que mate, te pagaré un dólar en moneda de oro antigua.
—Pero papá también deberá hacer algo en caso de que pierda —dijo Beth interviniendo.
Su hermana apoyó la idea, que aprobaron a coro alegremente cuantos se sentaban a la mesa. El juez Scott asintió, y después de pensarlo un rato, propuso a su hijo:
—Pues bien: si antes de llegar la noche, Colmillo Blanco no ha producido el menor daño a ninguna de las aves de los corrales, por cada diez minutos que haya pasado el animal encerrado allí, quedaré obligado a decir grave y sentenciosamente, ni mas ni menos que si estuviera ejerciendo de juez en el tribunal: «Colmillo Blanco, eres mucho más listo de lo que yo creía».
Los distintos miembros de la familia se escondieron para contemplar la escena, deseosos de ver lo que ocurría. Pero se llevaron un chasco. El perro fue encerrado con las gallinas; y en cuanto su amo lo dejó solo, se echó y se quedó dormido, levantándose únicamente una vez para buscar agua con la que calmar su sed. En cuanto a las gallinas, para él como si no existieran. A eso de las cuatro de la tarde, cansado de estar allí, saltó al techo del gallinero, de una carrera y un gran brinco, y desde allí al suelo, fuera del lugar cercado, y se dirigió con grave paso hacia la casa. Ya había aprendido a respetar la nueva ley, nueva al menos para él. Y en el pórtico, ante toda la familia reunida y muy regocijada, el juez Scott dijo dieciséis veces seguidas:
—Colmillo Blanco, eres mucho más listo de lo que yo creía.
Pero eran tantas las leyes nuevas que debía aprender, que el pobre perro a veces se veía perdido. Tampoco podía tocar a las gallinas que pertenecían a otros dioses distintos de aquellos, y no solo esto, sino ni siquiera a los gatos, conejos y pavos.
Después de todo, lo más sencillo hubiera sido decir que no podía tocar ni a un solo ser viviente. Hasta en los mismos pastizales podía revolotear frente a su hocico una codorniz sin que él se atreviera a causarle el menor daño, aunque temblara de deseos de comérsela. Así lo querían los dioses, sin duda, y él cumplía.
A todo esto, un día, en aquellos mismos terrenos situados cerca de la parte posterior de la casa, vio a
Dick
corriendo detrás de una liebre. El propio dueño lo estaba mirando y no intervino para prohibírselo, sino que, al contrario, hasta azuzó a Colmillo Blanco para que lo imitara. Así aprendió que las liebres sí que podían cazarse. Al fin acabó de comprender la esencia de la ley. Entre él y todos los animales domésticos no podían existir hostilidades. Si no era posible que hubiera una amistad completa, por lo menos debían conservar una prudente neutralidad. Pero los demás animales, como las ardillas, las codornices, los conejos silvestres y las liebres, formaban parte de la vida salvaje, no habían prestado obediencia nunca al hombre, y eran legítima presa para cualquier perro. Los que los hombres protegían eran los otros, los domésticos, que nadie podía matar más que ellos. Se reservaban celosamente el derecho de vida y muerte sobre sus vasallos.
La vida resultaba muy complicada en el valle de Santa Clara, comparada con la sencillez de la de los países del norte. Y lo principal que la nueva vida exigía era un gran dominio de sí mismo, el saberse contener…, equilibrio que tenía toda la suavidad del más delicado plumón y la dureza y rigidez del acero, al mismo tiempo. Ofrecía aquella vida mil facetas distintas, y a todas ellas debía acomodarse Colmillo Blanco; como cuando iba a la ciudad, a San José, y corría detrás del carruaje o vagaba perezosamente por las calles, matando el tiempo mientras el coche se había parado. Aquel vivir era una honda y variada corriente que actuaba constantemente sobre sus sentidos, exigiéndole la instantánea adaptación a lo inesperado y, desde luego, la supresión de todos sus naturales impulsos.
Veía, por ejemplo, carnicerías llenas de carne colgada que le hubiera sido muy fácil alcanzar. No debía tocarla. En las casas que visitaba el amo tenían gatos, que tampoco podía tocar. Y por todas partes se veían perros, que aunque le gruñeran debía respetar. Luego, en las aceras, donde pasaba la gente muy apiñada, había infinidad de personas a quienes él llamaba la atención y que se paraban a mirarlo, señalándolo con el dedo, examinándolo y, lo que era peor, atreviéndose a acariciarlo. Tenía que soportarlo todo, hasta aquellos peligrosos contactos de manos desconocidas. No solo aprendió a hacerlo, sino que también llegó a perder su aire torpe y reservado, y ya que la gente se mostraba con él condescendiente, les correspondía con parecida y altiva condescendencia. Por otra parte, algo había en su aspecto que no convidaba a grandes familiaridades. Unos suaves golpecitos en la cabeza y nada más: después, todos pasaban de largo, satisfechos de su propio atrevimiento.
Pero no todo eran facilidades para él. Al correr detrás del carruaje, en las afueras de San José, se encontraba a lo mejor con pilluelos que solían recibirlo a pedradas, y sabía perfectamente que no podía devolver el ataque persiguiéndolos. Se veía obligado a violentar su natural instinto de conservación y así lo hacía, porque gradualmente se volvía manso, se iba dejando domar y haciéndose apto para la civilización.
Sin embargo, no le satisfacía mucho todo esto. Aunque careciendo de ideas abstractas acerca de lo justo y de lo injusto, aquel mismo sentido de equidad que es propio de la vida le hacía sentir más o menos vagamente la injusticia de que no le permitieran defenderse de los que lo apedreaban. Se olvidaba de que en aquella especie de contrato que existía entre los dioses y él, estos estaban obligados a cuidarlo y defenderlo. Así, cuando un día el amo saltó del carruaje y la emprendió a latigazos con los pilluelos y ya no se repitió más la pedrea, comprendió lo que aquello significaba, y entonces quedó satisfecho.
Le ocurrió otro caso parecido. Junto a una posada del camino que conducía a la ciudad, vagaban siempre tres perros, que solían salirle al encuentro furiosamente cada vez que pasaba. Sabiendo que para Colmillo Blanco las luchas eran a muerte, su amo no cesaba de enseñarle a no reñir con otros perros, y el animal había aprendido tan bien la lección, que aquel ataque, tantas veces repetido, lo ponía en violentísima situación. Después de la primera arremetida, los tres perros siempre eran mantenidos a distancia por los amenazadores gruñidos del atacado; pero rápidamente lo seguían detrás del carruaje, ladrando y buscándole pendencia. Tuvo que sufrir esto durante algún tiempo, con no poco regocijo de los hombres de la posada. Llegó un día en que los perros le azuzaron abiertamente. Entonces el amo paró el carruaje.