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Authors: Jack London

Colmillo Blanco (27 page)

BOOK: Colmillo Blanco
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—Sí, señor, tiene usted razón —contestó Matt. Pero por segunda vez la respuesta no dejó satisfecho a su amo. Poco después, Matt añadió con ingenua expresión—: Lo que no me entra en la cabeza es cómo demonios sabe él que usted se marcha.

—Eso está por encima de nuestras facultades —respondió Scott con aire de tristeza.

Llegó el día en que, a través de la entreabierta puerta de la choza, Colmillo Blanco vio colocada en el suelo la fatal maleta y a su maestro de amor, muy atareado, llenándola. En la choza todo eran idas y venidas, y su plácida atmósfera de antes parecía cambiada por otra saturada de inquietud, de perturbación. Allí estaba la indudable evidencia de lo que él había presentido y que ahora podía razonar. Su dios se preparaba para otra huida. Y como la primera vez no lo había llevado consigo, también ahora era de suponer que iba a dejarlo abandonado.

Aquella noche resonó por excepción en la choza su prolongado aullido de lobo. Ya de cachorro había aullado cuando volvió de la selva a la aldea y vio que esta había desaparecido y no quedaba de ella más que señales de donde habían estado las viviendas. Ahora también levantó el hocico hacia las frías e indiferentes estrellas y les contó su pena.

En el interior de la choza acababan de acostarse los dos hombres.

—Ya ha vuelto hoy a quedarse sin comer —observó Matt desde su camastro.

Se oyó desde el de Scott una especie de gruñido, al mismo tiempo que las mantas eran agitadas con fuerza.

—A juzgar por lo que hizo la otra vez que se marchó usted, no me extrañaría que esta se muriese.

Las mantas volvieron a agitarse movidas con gran irritación.

—¡Hombre, cállate! —gritó Scott en medio de la oscuridad de la habitación—. Cuando empiezas dale que dale, eres peor que una mujer.

—Tiene usted razón —y el otro se quedó dudando de si con aquella respuesta se burlaba de él o no.

Al día siguiente, la ansiedad y la inquietud de Colmillo Blanco eran más pronunciadas que nunca. Espiaba constantemente los pasos de su amo cada vez que lo veía salir de la choza, y no se apartaba del umbral cuando aquel permanecía en el interior. Como la puerta quedaba abierta, le era fácil atisbar lo que ocurría con el equipaje que estaba en el suelo. A la maleta habían añadido dos sacos de lona y un baúl, y en el portamantas, Matt enrollaba el abrigo de pieles de su amo, protegido por algunas mantas. Colmillo Blanco lo contempló todo gimoteando.

Más tarde llegaron dos indios a la choza. Los observó muy de cerca mientras cargaban la mayor parte del equipaje y salían acompañados de Matt, que llevaba la ropa de cama y la maleta. Todos se fueron cuesta abajo. Pero Colmillo Blanco no los siguió. El amo estaba aún en la choza. Al poco rato regresó Matt. Scott se dirigió hacia la puerta e hizo entrar al perro.

—¡Pobrecillo! —le dijo cariñosamente, acariciándole las orejas y la espalda—. Me voy de viaje, amigo, un largo viaje…, y tú no puedes seguirme. Anda, despídete de mí con un gruñido, muy largo, muy largo: el último.

Pero Colmillo Blanco no gruñó. Tras una pensativa y escrudiñadora mirada, metió con fuerza la cabeza bajo el sobaco de su amo y la dejó allí escondida.

—¡La sirena! —gritó Matt, aludiendo al ronco sonido que se elevaba desde el vapor preparado para zarpar en el río Yukón—. Tendrá usted que darse prisa. No se olvide de cerrar bien la puerta delantera. Yo saldré por la de atrás. ¡Pronto!

Se oyeron dos portazos a la vez y Weedon Scott se quedó esperando a que Matt se uniera a él en la fachada anterior de la choza. Dentro de esta resonaban tímidos gemidos parecidos a sollozos humanos. Luego, prolongados, hondos resuellos, acompañados de persistente olfateo.

—Cuídalo bien, Matt —recomendó Scott, mientras ambos descendían la cuesta—. Escríbeme cómo está y todo lo que hace.

—Descuide usted. Pero ¡oiga! ¡Fíjese!

Ambos hombres se pararon. Colmillo Blanco aullaba como aúllan los perros cuando se les acaba de morir el amo. Expresaba así a voces su inmensa desgracia, y su lamento se elevaba desgarrador, para venir luego a morir con una queja más suave, pero vibrante y tristísima, y elevarse de nuevo en penetrante grito.

El Aurora era el primer vapor que salía de allí aquel año rumbo al exterior del país, y sus cubiertas se hallaban atiborradas de viajeros; unos, buscadores de oro arruinados; otros, aventureros perpetuos, a quienes sonreía entonces la prosperidad; pero todos impulsados por el loco afán de marcharse, lo mismo que lo habían sentido antes por llegar y dirigirse al interior. En la pasarela, Scott se despedía de Matt, que se preparaba para volver a tierra. Al estrecharle la mano, sintió que esta se le quedaba como yerta en la suya, mientras el hombre miraba hacia atrás fijamente, sobre un punto determinado. Scott se volvió para ver qué era lo que llamaba su atención, y vio sentado sobre las patas traseras, en la cubierta a algunos pasos de distancia, a Colmillo Blanco, que no apartaba sus ojos de él.

El conductor del trineo juró entre dientes con asombro. Scott se quedó mudo y no hizo más que mirar.

—¿Cerró usted bien la puerta delantera? —preguntó Matt. El otro hizo una seña afirmativa.

—Y tú, ¿cerraste la de atrás? —preguntó a su vez.

—Ya puede usted suponer que sí —fue la respuesta, dada con caluroso apresuramiento.

Colmillo Blanco, con las orejas muy gachas, como pidiendo perdón, continuó en el mismo sitio, sin intentar acercarse a los dos hombres.

—Tendré que llevármelo a tierra —dijo Matt, dando unos pasos hacia el animal, pero este huyó de él. Entonces el hombre lo persiguió, y el perro se metió entre las piernas de algunos de los que estaban agrupados sobre cubierta. Con mil hábiles vueltas y revueltas, fue huyendo de su perseguidor, burlando todos sus esfuerzos para apoderarse de él.

Pero en cuanto habló el maestro de amor, Colmillo Blanco se fue directamente y con la mayor obediencia hacia donde él estaba.

—No quiere que le toquen estas manos que le han estado dando la comida tanto tiempo —dijo con resentimiento el conductor del trineo—, pero sí las de usted, que no se la han dado nunca desde los primeros días en que se hicieron amigos. ¡Que el diablo me lleve si entiendo cómo ha logrado saber que el amo es usted!

Scott, que había estado acariciando al animal, se agachó para observar y señalarle al otro unas cortaduras que se notaban en el hocico del perro y un gran chirlo entre los ojos. Matt se arrodilló, y le pasó la mano por el vientre.

—En lo que no pensamos poco ni mucho fue en la ventana —dijo—. Mírelo, está como si lo hubieran llenado de heridas con un escoplo. Está claro que se tiró de un brinco contra los cristales y pasó al otro lado como si no los hubiera.

Pero Weedon Scott no prestaba ya atención a las palabras de su acompañante, sino que, embebido en sus propios pensamientos, buscaba una rápida solución. Resonó por última vez el silbido que anunciaba la salida del vapor, y numerosos hombres corrían ya por la pasarela para volver a tierra. Matt se quitó el recio pañuelo que llevaba anudado al cuello con intención de atarlo en el de Colmillo Blanco, pero Scott le cogió la mano para impedírselo.

—Adiós, amigo Matt. Del lobo no hay necesidad que me hables en tus cartas. He cambiado de…

—¿Que…? —interrumpió, asombrado, el otro—. Pero ¿quiere usted decir que…?

—Eso mismo. Ahí tienes tu pañuelo; no hace falta. Soy yo quien al escribirte te daré informes de él en las cartas.

Matt se quedó parado en mitad del tablón que conducía a tierra.

—¡No podrá resistir aquel clima! —le gritó a su amo—. ¡A no ser —añadió— que lo esquile en cuanto llegue el calor!

Retiraron desde el barco el tablón y el Aurora se apartó de la orilla, mientras Scott se despedía de Matt agitando la mano. Se volvió luego y se inclinó sobre Colmillo Blanco, que estaba en pie a su lado.

—Y ahora gruñe, condenado, gruñe por fin —le dijo, mientras le acariciaba la cabeza y las orejas, que se estremecían de júbilo.

II

En las tierras del sur

Cuando Colmillo Blanco desembarcó en San Francisco de California, se quedó estupefacto. Por instinto estaba ya profundamente grabada en él la idea de que el poder iba siempre asociado a la divinidad; pero nunca los hombres blancos le habían parecido dioses tan maravillosos como ahora que andaba por las resbaladizas aceras de la ciudad. Las chozas construidas con leñas, que le eran conocidas, habían sido reemplazadas por enormes edificios; las calles estaban llenas de peligros…, carros, enormes carromatos, automóviles, caballos de tiro que le parecían colosales, monstruosos tranvías eléctricos y vehículos de todas clases que pasaban silbando, rugiendo, rechinando, con amenazadores gritos, parecidos a los de los linces que él había conocido en los bosques septentrionales.

Detrás de aquellas manifestaciones estaba el inmenso poderío del hombre, que lo regía, lo regulaba todo, quedando siempre patente su gran dominio de la materia. Era sencilla mente colosal, estupendo. Colmillo Blanco estaba asombrado. Llegó a apoderarse de él el miedo. En sus tiempos de cachorro había sentido su pequeñez y debilidad al llegar por primera vez desde el bosque a la aldea de
Castor Gris
, y ahora, en pleno vigor y en plena conciencia de su propia fuerza, volvía a sentirse pequeño, insignificante, débil. ¡Y aquellos dioses eran tantos! Su bullicio llegaba a marearlo; aquel tremendo e interminable correr de todas las cosas lo ensordecía. Entonces sintió como nunca su dependencia del hombre, su sujeción al maestro de amor, al cual seguía, pisándole los talones, sin perderle de vista un momento, fuera lo que fuese lo que ocurriera. Pero aquello para Colmillo Blanco no iba a ser más que una visión pasajera, una especie de pesadilla que luego lo perseguiría en sus sueños como algo terrible y sin existencia real. De pronto, su amo lo metió en un furgón de equipaje y lo ató con una cadena a una esquina del mismo, entre un montón de baúles y maletas.

Un musculoso dios arrojaba los bártulos a uno y otro lado, los arrastraba desde la puerta para formar los montones, o tiraba después con gran estrépito por la misma puerta para que los recogieran otros dioses que los estaban esperando.

Y en tal sitio, en aquel infierno de equipajes, Colmillo Blanco fue abandonado por su amo, o cuando menos, así lo creyó él, hasta que descubrió por el olfato que junto a él se hallaban también los sacos de lona que pertenecían a su dueño, y entonces se dedicó a guardarlos celosamente.

—Ya deseaba que viniera usted —gruñó el dios que mandaba en el furgón, cuando una hora más tarde Weedon Scott se presentó en la puerta del mismo—. Ese perro de usted no me deja poner ni un dedo sobre su equipaje.

Colmillo Blanco salió del furgón. Estaba vivamente sorprendido. Aquella ciudad le parecía un aposento más que una casa, y cuando entró allí, la ciudad se extendía a su alrededor. Ahora, durante el intervalo que mediaba entre la entrada y la salida, la ciudad había desaparecido. No sentía ya aquel sordo rugir. Sus oídos estaban tranquilos. Tenían delante el campo, el campo sonriente, chorreando luz, perezoso, en plena quietud. Pero poco tiempo le quedó para maravillarse de aquella transformación. La aceptó como aceptaba todos los hechos, todas las inexplicables manifestaciones de los dioses. Así hacían ellos las cosas.

Había un carruaje esperando. Vio cómo un hombre y una mujer se acercaban a su amo. La mujer le echó a Scott los brazos al cuello…, lo que, sin duda, constituía un acto hostil. Un momento después, Scott se desprendió de aquellos brazos y se colocó al lado de Colmillo Blanco, que estaba hecho una furia, gruñendo amenazadoramente.

—No temas, mamá —decía Scott, mientras tenía cogido al animal y trataba de aplacarlo—. Se ha figurado que ibas a hacerme algún daño y no quería permitirlo. Nada, nada, no temas. Pronto comprenderá y se irá acostumbrando.

—¿Y entretanto se me permitirá querer a mi hijo y demostrárselo solo cuando no esté delante el perro? —dijo ella riendo para disimular el susto que se reflejaba en la palidez de su rostro. La mujer miró a Colmillo Blanco, que respondió a la mirada gruñendo con maligna intención y los pelos erizados.

—Tendrá que aprender cuál es su deber, y ahora mismo voy a enseñárselo, sin más tardanza —replicó Scott.

Le habló con dulzura al perro hasta que lo vio ya aplacado, y entonces, con enérgico tono, le ordenó:

—¡Échate! ¡Échate enseguida! ¡Quieto!

Esta era una de las cosas que le había enseñado su amo, y el perro obedeció, aunque de mala gana y con aspecto sombrío.

—Ahora ven, mamá.

Scott abrió los brazos para estrecharla, aunque sin quitarle los ojos de encima a Colmillo Blanco.

—¡Quieto! ¡Échate! ¡Échate!

El animal, con los pelos tiesos aún, pero silencioso, medio incorporado porque su primer impulso fue el de levantarse, se echó de nuevo y se quedó contemplando la repetición de aquel acto, según él, hostil. Pero no vio que le ocasionara ningún daño a su amo, como tampoco el beso que el hombre forastero le dio después a Scott. Entonces el equipaje fue trasladado al coche, los dioses forasteros y el maestro de amor se acomodaron en él y partieron. Colmillo Blanco comenzó a trotar detrás, con aire vigilante, a uno y otro lado de los caballos, a los cuales parecía advertir, con el expresivo erizamiento de los pelos y con todo su porte, que cuidaran de que no le ocurriera el menor daño a aquel amo suyo que tan suavemente llevaban ellos de un sitio a otro. A los quince minutos, el carruaje traspasaba la entrada de piedra de una cerca, y continuó por un paseo de frondosos nogales cuyas copas se entrelazaban formando un arco. A cada lado, a lo lejos, se veían extensos prados cuya verde alfombra interrumpían de cuando en cuando enormes robles; pero más cerca, contrastando con el tierno verdor de las bien cuidadas praderas, se destacaban secos henares, tostados por el sol hasta darles oscuros y dorados reflejos, mientras que en el fondo del paisaje se divisaban colinas con tierras de pastos en la cumbre. Sobre una suave ondulación del prado se elevaba una casa de anchos y hondos pórticos y de innumerables ventanas.

Colmillo Blanco tuvo poco tiempo para admirar todo esto tranquilamente. Apenas acababa de entrar el carruaje en aquellos terrenos cuando se vio acometido por un perro de ganado, de ojos vivos y hocico puntiagudo, que por lo visto tenía derecho a mostrarse muy indignado por su presencia en aquel lugar. Su amo fue a interponerse entre los dos, obligándolos a separarse. Colmillo Blanco no gruñó siquiera, como advertencia, sino que se preparó para arremeter contra el otro perro en silencio y con mortífera intención. Pero el ataque no llegó a realizarse del todo. A medio embestir, se paró torpe y bruscamente, clavando en el suelo las patas posteriores: tan grande era su repentino deseo de evitar todo contacto con el animal que antes pensaba atacar. Era una perra, y la ley de su raza establecía entre ambos, para tales casos, una barrera infranqueable. Toda transgresión hubiera sido contraria a sus naturales instintos.

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