Authors: Jack London
En muchas cosas aprendió a adaptarse a su nuevo género de vida. Se le enseñó a no meterse con los otros perros de su amo; pero no sin que antes, como afirmación del impulso dominante de su naturaleza, les demostrara por medio de la violencia su superioridad y les exigiera el reconocimiento de su jefatura. Hecho esto, halló pocas dificultades en sus relaciones con ellos. Se apartaban sin inconveniente cuando él iba y venía, y su voluntad era respetada.
De parecido modo llegó a tolerar la presencia de Matt, a quien consideraba como algo qué pertenecía a su amo. Scott le daba la comida pocas veces: el que estaba encargado de ello era Matt; pero Colmillo Blanco adivinaba que lo que comía era de su amo, y que el otro lo alimentaba solo por delegación suya.
Matt fue quien trató de engancharlo al trineo y hacerle tirar de él con los demás perros; pero fracasó en su tentativa. Fue preciso que le sustituyera el mismo Weedon Scott y le hiciera comprender que su voluntad era que se dejase guiar por Matt, lo mismo que hacían los otros perros.
Los trineos de Klondike y los de Mackenzie no eran iguales, y distinto era también el modo de colocar el tiro, que aquí no tenía la forma de abanico. Tiraban los perros en fila uno detrás de otro, y con doble tirante, siendo el que hacía de guión un verdadero guía. Era el más apto y fuerte de todos ellos, aquel a quien prestaban obediencia y temían. Que Colmillo Blanco llegara a conquistar pronto ese puesto era inevitable. Él no era capaz de contentarse con menos, y bien se lo demostró a Matt con las mil dificultades y molestias que le ocasionó mientras estuvo ocupando un lugar inferior. Él mismo fue el que al fin se colocó al frente, y Matt tuvo que reconocer que lo merecía, una vez probado. Trabajaba, pues, de día arrastrando el trineo; pero no por ello dejó de seguir siendo el guardián de la propiedad de su amo por la noche, con lo que siempre estaba ocupado. Su fidelidad y vigilancia lo convirtieron en el mejor de todos los perros de Scott.
—Reviento si no lo digo, pero ¡qué listo fue usted, señor Scott —exclamó un día Matt—, cuando le compró por aquel precio el perro a Smith! Tras arrearle un buen par de puñetazos en la cara, encima le engañó, con perdón sea dicho.
Los ojos grises de Weedon Scott brillaron con recrudecida ira ante el recuerdo del monstruo, y se limitó a murmurar con voz ronca:
—¡Qué mala bestia!
Hacia fines de la primavera le ocurrió a Colmillo Blanco algo que lo apenó en extremo. Sin aviso previo, desapareció su maestro de amor, aunque, bien mirado, sí fue todo un aviso la preparación de su equipaje. Solo más tarde relacionó ambas cosas, al recordar que esta había precedido a la ausencia. Esperó una noche, como de costumbre, el regreso de su amo a la choza.
Había transcurrido ya la mitad de la noche cuando el helado viento lo obligó a buscar refugio detrás de la choza. Allí se quedó soñoliento, pero vigilante, para percibir, en cuanto se iniciara, el ruido de las pisadas que tan bien conocía. Apenas habían pasado dos horas cuando su ansiedad, que iba en aumento, lo impulsó a abandonar aquel sitio para ir a acurrucarse en el frío umbral de la parte anterior, donde se sentó y siguió esperando.
El amo no llegó. La puerta se abrió por la mañana y de la choza salió Matt. Colmillo Blanco lo observó con mirada pensativa. No había modo de que pudiera averiguar lo que él quería saber. Pasaron días, y nunca llegaba el dueño. El pobre animal, que no sabía lo que era estar enfermo, lo estuvo entonces, y tanto que Matt se vio obligado, al fin, a meterlo dentro de la choza. Además, el buen hombre dedicó una posdata a hablar de él, en la carta que escribió a Scott.
Al llegar la misiva a sus manos, Scott se encontró con las siguientes palabras: «Ese condenado lobo no quiere trabajar. Tampoco quiere comer. No le quedan ya ni fuerzas para nada. No hay perro que no se atreva con él. No sería extraño que se muriera de tristeza, creo yo».
Lo que decía Matt era exacto. Colmillo Blanco no comía ya, había perdido su antiguo vigor y hasta se dejaba morder por cualquier perro de los del trineo, en vez de ser él el que se impusiera. En la choza estaba siempre echado cerca de la estufa, sin demostrar el menor interés por la comida, por Matt o por su propia vida. Que el conductor del trineo le hablara con amabilidad o a gritos y entre maldiciones, le era indiferente: no hacía más que volver los tristes ojos hacia el hombre y dejar caer luego la cabeza sobre las patas delanteras, en su acostumbrada posición.
De pronto, una noche, mientras Matt leía, moviendo los labios y pronunciando a media voz las palabras, se quedó mudo de sorpresa al oír un apagado quejido de Colmillo Blanco. Se había levantado, con las orejas enderezadas en dirección a la puerta, y escuchaba con toda la atención de que era capaz. Un momento después, Matt oyó pasos. Se abrió la puerta y Weedon Scott entró en la choza. Los dos hombres se estrecharon las manos y Scott enseguida buscó algo con la mirada.
—¿Dónde está el lobo? —preguntó.
Entonces lo vio en pie en el mismo sitio en que había estado antes echado: junto a la estufa. No se había lanzado hacia su amo alegremente, como suelen hacerlo los perros. Allí estaba, en pie, observaba y esperaba.
—¡Por vida de …! ¡Mire usted cómo mueve la cola! —exclamó Matt.
Scott avanzó hacia el animal, al mismo tiempo que lo llamaba. Colmillo Blanco se le acercó, no de un brinco, pero sí rápidamente. Pareció despertar de su ensimismamiento; pero al hallarse junto a su amo, su mirada adquirió una expresión rara. Algo, todo un inefable mundo de sentimientos, acudió como una súbita luz a sus ojos y brilló en ellos con vivo fulgor.
—¡A mí nunca me ha mirado de ese modo mientras ha estado usted fuera! —dijo el conductor. Weedon Scott no oía nada. En cuclillas, cara a cara con el animal, lo acariciaba cariñosamente, le restregaba con suavidad las orejas, el cuello y los lomos, y daba en ellos amistosos golpecitos, que eran contestados con gruñidos de satisfacción, más pronunciados que nunca.
Pero esto no fue lo único. Colmillo Blanco pudo, por fin, expresar el gran amor que sentía hacia Scott. Adelantó de repente la cabeza y la metió forcejeando bajo el sobaco de su amo. Y allí, aprisionada voluntariamente, oculta a la vista, con la sola excepción de las orejas, muda ya, sin gruñidos, continuó forcejeando suavemente, dando ligeras hocicadas y colocándose mejor.
Los dos hombres se miraron. A Scott le brillaban los ojos de alegría.
—¡Dios…! —exclamó Matt con una voz en la que se revelaba el más profundo asombro. Un momento después, sobreponiéndose a la sorpresa, añadió—: ¡Siempre dije que este lobo era en realidad un perro…! ¡A la vista está!
Con el regreso de su maestro de amor, Colmillo Blanco no tardó en recobrar todo lo perdido. Pasó un día y dos noches en la choza; pero luego salió fuera de ella. Como los perros del trineo se habían olvidado ya de las antiguas proezas de su compañero y solo recordaban su reciente temporada de debilidad de enfermo, en cuanto lo vieron traspasar el umbral, se le arrojaron encima.
—¡Buena se ha armado! —murmuró jovialmente Matt desde la puerta, donde se había quedado contemplándolo—. ¡Ánimo, lobo! ¡Así! ¡Duro con ellos! ¡Duro, y que vuelvan otra vez! —gritó.
Pero Colmillo Blanco no necesitaba que nadie lo azuzara. Para recobrar todo su ánimo, le bastaba el regreso de su maestro de amor. La vida resurgía en él espléndida, indomable. Peleaba por puro placer, hallando en la lucha un medio para expresar lo mucho que sentía y que de otro modo hubiera quedado sin adecuada manifestación. Solo había un final posible: toda la jauría se dispersó, ignominiosamente derrotada, y solo volvió a reunirse por la noche. Regresaron a la choza uno a uno muy humildes, muy mansos y serviles, prestando homenaje a Colmillo Blanco.
Tras aprender aquel acto cariñoso de colocar la cabeza en el sobaco de su amo, el perro lo repitió con frecuencia. Era como su última palabra, la que marcaba su límite supremo de expresión. Siempre se había manifestado muy celoso de conservar bien libre la cabeza. No le gustaba que nadie se la tocara por miedo a que tras el contacto se ocultara algún daño o la temida trampa; y, sin embargo, con su maestro de amor, ocultaba la cabeza voluntariamente, se entregaba desarmado, con completa confianza, como si le dijera: «En tus manos me pongo: cúmplase en mí tu voluntad».
Una noche, poco después del regreso de Scott, estaban este y Matt jugando a las cartas un rato antes de acostarse, cuando oyeron fuera de la choza un grito, seguido de continuo gruñir. Se miraron y se pusieron en pie de un salto.
—El lobo ha pescado a alguien —dijo Matt.
Nuevos gritos de terror y de angustia les hicieron apresurar el paso.
—¡Trae la luz! ¡Pronto! —ordenó Scott al salir corriendo. Matt le siguió llevando la lámpara, y a su luz vieron a un hombre tendido de espaldas en la nieve. Tenía los brazos cruzados sobre el rostro y el cuello para protegerse contra los terribles dientes de Colmillo Blanco. Y en verdad que había motivo para ello, porque el animal estaba furioso, buscando, con toda mala intención, el punto más vulnerable. Del hombro a la muñeca, las mangas del traje, las de la azul camisa de lana y las de la camiseta estaban hechas jirones, y entre estos corría la sangre de los desgarrados brazos.
Desde el primer instante, los dos hombres vieron este espectáculo, y un momento después, Weedon Scott había cogido por el cuello al animal y lo había apartado a viva fuerza. Este se resistió y gruñó, pero sin intentar morder; y ante la orden enérgica y terminante de su amo, no tardó en apaciguarse a medias.
Matt ayudó al caído a levantarse. Al hacerlo, descubrió que se trataba de Smith. El conductor del trineo soltó inmediatamente el cuerpo con movimiento parecido al del que se ha quemado los dedos al coger un ascua. Smith parpadeó un poco, deslumbrado por la lámpara, y miró en torno suyo. Vio a Colmillo Blanco y en su cara se reflejó el más profundo terror.
En aquel mismo momento, Matt se percató de que sobre la nieve había dos objetos. Acercó más la lámpara y se los indicó con el pie a su amo para que fijara en ellos la atención. Eran una cadena de acero y una gruesa tranca.
Weedon Scott los vio y se limitó a mover la cabeza en señal de asentimiento. Ni una palabra interrumpió el silencio. Entonces Matt le puso una mano a Smith en el hombro y lo miró cara a cara, como preguntándole con qué derecho se había presentado allí de aquel modo. No hacía falta que hablara. Smith dio media vuelta y se marchó.
Entretanto, el maestro de amor acariciaba a Colmillo Blanco y le decía:
—Quería robarte, ¿eh? ¡Y tú no lo has permitido! ¡Bueno, bueno! Se equivocó, ¿verdad?
—Lo que debió de creer era que había caído en las garras de mil diablos a la vez —comentó burlonamente el conductor del trineo.
Colmillo Blanco, excitadísimo aún y con los pelos erizados, gruñía obstinadamente; pero poco a poco los gruñidos fueron bajando de tono y ya no quedó en su garganta más que un ronco sonido que parecía lejano, aunque persistente.
El largo viaje
Colmillo Blanco sentía en el aire mismo que respiraba que algo malo iba a ocurrir. Comprendía que el peligro era inminente, aun antes de hacerse tangible y de adquirir caracteres de evidencia. Estaba convencido de que iba a operarse un cambio calamitoso para él. Había llegado a ese convencimiento a través de la observación de sus propios dioses. Las intenciones de estos llegaron a revelarse más claramente de lo que ellos creían. El perro lobo, sin moverse del umbral de la choza, como un fantasma, sabía cuanto se preparaba en su interior e incluso en el cerebro de sus habitantes.
—¡Oiga usted, haga el favor de fijarse! —exclamó una noche Matt mientras los dos hombres estaban cenando. Weedon Scott se puso a escuchar con la mayor atención. A través de la cerrada puerta se oía un sordo y ansioso lamento semejante al mal reprimido sollozo que, al fin, estalla; y enseguida el prolongado resuello que acompaña al obstinado olfateo. Colmillo Blanco quería asegurarse de que su dios estaba aún dentro de la choza, y no había desaparecido por los aires como por arte de encantamiento.
—Me parece que este lobo le está espiando a usted los pasos —observó el conductor del trineo.
Scott miró a su compañero con ojos que casi disculpaban el hecho y lo veían con gusto, aunque las palabras vinieron luego a desmentir aquella impresión.
—¿Y qué diablos voy a hacer yo en California con un lobo? —preguntó.
—Pues eso es lo mismo que yo digo —replicó Matt—. ¿Qué diablos va usted a hacer allí con él?
Pero a Scott no pareció satisfacerle aquella réplica, que dejaba adivinar que el otro daba ya la cosa por resuelta.
—Los perros de los blancos no podrían luchar contra él —continuó—. Los mataría a la primera arremetida y me arruinaría con las indemnizaciones que me vería obligado a pagar. Y seguro que las autoridades se apoderarían de él y lo matarían.
—Sí, ya sé que es un asesino de los más peligrosos —dijo por todo comentario Matt.
Su amo le miró receloso de lo que estuviera pensando.
—No, no convendría —dijo, dando la cuestión por terminada.
—No, decididamente, no convendría —repitió el otro—. ¡Claro! Se vería usted obligado a ponerle un hombre para que lo cuidara y vigilara constantemente.
Se calmó la sospecha que Scott empezaba a sentir, y alegremente asintió a las palabras de su compañero. Durante el rato de silencio que siguió continuaron oyéndose aquellos sordos quejidos y aquel prolongado resuello, allá afuera, a través de la puerta cerrada.
—No, la verdad es que ese demonio de animal está encariñado con usted —observó Matt.
El otro le clavó la mirada con repentino enojo.
—¡Mal rayo…, hombre…! ¡Si sabré yo lo que conviene hacer o no!
—No, si estoy conforme con lo que usted dice, solo que…
—Bien…, ¿solo qué? —interrumpió Scott con brusquedad.
—Solo que… —comenzó a decir suavemente el conductor del trineo; pero luego continuó con súbito cambio de expresión en que era patente su mal humor—: Bueno, no hay necesidad de que usted se incomode así por esto… A juzgar por sus actos, bien podría uno creer que usted mismo no sabe lo que quiere.
Scott se quedó un rato en silencio, discutiendo interiormente consigo mismo, y luego acabó por decir, con aire más amable:
—Tienes razón, Matt. Yo mismo no sé lo que quiero; y eso es lo que me pone malhumorado —tras una pausa, añadió—: Sería sencillamente ridículo que me llevara el perro conmigo.