Authors: Jack London
La ley de la carne
El cachorro iba desarrollándose rápidamente. Descansó durante dos días y luego se arriesgó a salir nuevamente de la cueva. En esa ocasión se encontró con la comadreja pequeñuela cuya madre había él ayudado a devorar, y tuvo buen cuidado de que la hija siguiera el mismo camino. Pero en esta correría no se perdió como en la otra. Cuando se halló muy fatigado, supo volver a su covacha y dormir en ella. Y después de esto, no hubo día en que no saliera de su escondrijo y fuese extendiendo más su radio de acción.
Comenzó por medir bien sus fuerzas y su inherente debilidad, procurando ser audaz o cauto según le conviniese en el momento oportuno. Lo que creyó más práctico fue mostrarse cauto siempre, exceptuando solo aquellos raros momentos en que, seguro de su propia intrepidez, se dejaba llevar por pasajeras rabietas o codiciosos impulsos.
Se ponía hecho una furia cada vez que tropezaba con alguna perdiz de las nieves que andaba perdida. No dejó nunca de contestar airado y ferozmente a la charla de aquella misma ardilla que encontró antes en el derribado pino. Solía enfurecerse también hasta lo indecible al encontrarse con cualquier pájaro de la misma especie de aquel que se había tomado la libertad de darle un picotazo en la nariz, cosa que no olvidó nunca.
Pero ocasiones había en que estos mismos pájaros lo dejaban indiferente. Solía ocurrir cuando sentía la impresión de hallarse en peligro por culpa de algún otro merodeador que iba en busca de carne. No se borraba de su memoria el recuerdo del halcón, y la sombra que cualquiera de ellos proyectaba al cruzar los aires lo obligaba indefectiblemente a ocultarse entre la maleza. No se arrastraba ya para andar ni se tambaleaba, sino que iba aprendiendo aquella marcha especial de su madre, que parecía deslizarse furtiva, como sin esfuerzo alguno, pero que avanzaba con una rapidez que era imposible de alcanzar y que resultaba casi imperceptible.
En el hallazgo de la carne, la suerte se mostró con él más favorable al principio que después. Los siete perdigones del nido y la comadreja chiquita constituían todo el botín que había logrado recoger. Su deseo de matar fue aumentando de día en día, el hambre lo acuciaba a soñar en apoderarse de la ardilla que tan volublemente charloteaba, contándoles a cuantos seres salvajes se albergaban allí la proximidad del lobato. Pero cuando los pájaros volaban por los aires y las ardillas trepaban a los árboles, lo único que el cachorro podía hacer era acercarse a una de ellas, arrastrándose y sin ser visto, mientras se hallaba en el suelo.
Al lobezno, su madre le inspiraba un gran respeto. Ella sí que podía procurarse carne, y nunca dejaba de traerle su ración. Además, no le temía a nada. No se le ocurría que su falta de miedo era hija de la experiencia y de los conocimientos adquiridos. El efecto que a él le producía era una gran impresión de fuerza, de poder. Su madre representaba para él el poderío, y a medida que iba creciendo, lo sentía en los duros avisos que le daba a zarpazos. Al mismo tiempo que las hocicadas con que le reprendía al principio eran sustituidas por dentelladas. También por ello respetaba a su madre. No tenía más remedio que obedecerla, porque a esto lo obligaba, y cuanto mayor se iba haciendo él, mayor era también el mal genio que ella mostraba.
Llegó de nuevo el hambre, y el cachorro, que tenía ya más clara conciencia de las cosas, sintió su tortura. La loba se iba quedando demacrada en la continua búsqueda de la carne. Apenas si dormía ya en la cueva; la mayor parte de su tiempo lo empleaba en cazar, pero sin éxito. No fue muy prolongada el hambre, pero sí durísima. El cachorro no obtuvo ni una gota de leche de su madre y tampoco podía devorar ni un bocado de carne.
Si antes cazó por juego, meramente por el placer que esto le proporcionaba, ahora lo hizo con ansias, ansias mortales, y no halló nada absolutamente. Y sin embargo, el fracaso mismo aceleró su desarrollo. Estudió más cuidadosamente las costumbres de las ardillas y se esforzó en desplegar mayor habilidad para acercarse a ellas y cogerlas por sorpresa. Se dedicó a observar también a los musgaños e intentó sacarlos de sus madrigueras. Aprendió igualmente infinidad de cosas relativas a costumbres de los pájaros, por ejemplo, de los picoverdes. Y llegó ya un día en que el vuelo de la hembra del halcón dejó de impresionarle. Ya no huía agachado para ocultarse entre la maleza. Era ya más fuerte, avisado y se sentía más seguro de sí mismo. Por otra parte, estaba furioso. Así pues, se sentó sobre sus cuartos posteriores de modo muy visible en un espacio completamente despejado, y desafió al halcón a que bajara del alto cielo. Porque sabía que aquello que flotaba en la azul esfera era carne, la carne que su estómago reclamaba con tanta insistencia. Pero el halcón no quiso descender y aceptar el combate, y el cachorro volvió a arrastrarse ocultándose entre las matas para lloriquear allí amargamente su desengañó y su hambre.
Su madre lo interrumpió. La loba trajo, al fin, carne. Era una carne rara, diferente de cualquier otra que hubiera traído antes: un lince algo crecido ya, como el lobato, pero de menor tamaño que él. Y podía comérselo entero. Su madre, la loba, acababa de saciar su hambre sin necesidad de tocarlo; pero no sabía que la satisfizo devorando a los hermanos del que traía, como también ignoraba toda la desesperada audacia de su proeza. Solo sabía que aquel pequeñuelo de aterciopelada piel era carne, así que se lo comió y a cada nuevo bocado se iba sintiendo más feliz.
Un estómago satisfecho conduce a la pereza, y el ahíto cachorro se tendió en la cueva, durmiéndose arrimado a su madre. No tardó en despertarlo un gruñido de ella. Jamás la había oído gruñir de tan terrible modo. Tal vez aquel fue el más terrorífico de cuantos gruñidos lanzó la loba en toda su vida. No le faltaba razón para ello, y esto nadie podía saberlo mejor que la misma loba. No se destruye impunemente a una camada de linces. A plena luz de la tarde, agachada frente a la boca de la covacha, el cachorro vio a la madre del lince pequeño que él había devorado. Al verla se le erizaron todos los pelos del lomo. Aquello sí que daba miedo, y no necesitaba que su instinto le revelara lo que significaba. Por si no bastaba la simple visión, el rabioso grito de la intrusa, que empezó en gruñido y se elevó de pronto hasta llegar a ser ronco chillido, anunciaba claramente sus intenciones.
El lobezno se sintió aguijoneado por sus ansias de pelea y, poniéndose en pie, gruñó también valerosamente y se colocó al lado de su madre. Pero se vio rechazado ignominiosamente por ella, que lo obligó a ponerse detrás. A causa de lo bajo del techo de la entrada de la covacha, no pudo el lince hembra saltar adentro, y cuando quiso precipitarse allí arrastrándose, la loba se echó encima de un brinco y la dejó como clavada en el sitio. El lobato no vio gran cosa de la batalla que se verificó entonces. Sonó un gruñido tremendo, y luego bufidos de rabia y chillidos. Las dos fieras lucharon encarnizadamente: el lince hembra con uñas y dientes, y solo con los dientes la loba.
De pronto, el cachorro dio un salto y hundió sus dientes en una de las patas posteriores del lince. Se aferró allí, sin soltar, colgándose y gruñendo furiosamente. Aunque lo ignoraba, el peso de su cuerpo paralizó la acción de aquella pierna y con ello le ahorró a su madre trabajo y daño. Uno de los incidentes de la lucha le hizo ir a parar bajo las dos combatientes, con lo que, sintiéndose aplastado por sus cuerpos, tuvo que soltar su presa. Un momento después se separaban las dos madres, y antes de que volvieran a agarrarse, el lince hembra le tiró un zarpazo tremendo al lobezno, desgarrándole un hombro hasta llegar al hueso y obligándolo a refugiarse, dando tumbos contra una de las paredes de la cueva. Al ruido que producían las dos luchadoras fueron a unirse entonces los agudos alaridos de dolor y de miedo que lanzaba el cachorro. Pero el combate duró tanto, que tuvo tiempo de que se le acabaran las ganas de quejarse y sintiera renacer en él el pasado impulso de valor, con lo que al llegar el fin de la batalla, estaba ya colgado otra vez de una de las patas traseras de la intrusa fiera y gruñendo furiosamente entre dientes.
El lince hembra había muerto. Pero la loba estaba extenuada, enferma. Lo primero que hizo fue acariciar al cachorro y lamerle la herida; pero la sangre que había perdido se llevó consigo toda su fuerza, y durante un día y una noche permaneció tendida junto al cuerpo de su enemiga, inmóvil, respirando apenas. Una semana estuvo sin salir de la cueva, salvo para ir en busca de agua con la que calmar su sed, y aun entonces lo hacía con gran dificultad, andando lentamente, con el cuerpo dolorido. Tiempo después devoraron el lince hembra. Las heridas de la loba no cicatrizaron lo suficiente para que pudiera dedicarse como antes a ir en busca de nueva carne.
El cachorro apenas podía mover el hombro, que le dolía mucho, y por algún tiempo tuvo que andar cojeando, por culpa de aquel terrible zarpazo que había recibido. Pero el mundo parecía ahora cambiado. Iba por él con mayor confianza y seguridad, con la impresión de haber realizado una proeza, impresión que no sentía antes del pasado combate. Acababa de ver la vida en su aspecto más feroz, había luchado, hundido los dientes en la carne de una fiera, y aún estaba vivo. Y por todo ello andaba con mayor gallardía y desembarazo, con cierto aire de reto que resultaba nuevo en él. Ya no temía a las cosas de escaso tamaño e importancia, y buena parte de su timidez había desaparecido, aunque nunca dejara de atormentarlo y oprimirlo con sus misterios y sus terrores lo desconocido, intangible siempre y siempre amenazador. Comenzó a acompañar a su madre en la caza, viendo y aprendiendo mucho sobre cómo había que actuar para procurarse carne, y en aquella acción él también tenía asignado su papel. A su modo, más o menos confusamente, aprendió la ley propia de la carne. Había dos clases de vida: la de los seres de su propia especie y la de los demás. Entre los primeros iban incluidos su madre y él. La otra especie comprendía todas las cosas vivas que se movían. Pero esta especie a su vez se dividía en dos: unos eran animales que no mataban o lo hacían en escasas ocasiones, y, sin embargo, su carne surtía a otras especies; otros eran los que cazaban y subsistían gracias a los lobos y a otros animales. Y de esta clasificación surgía por sí misma la ley. El objeto, el fin de la vida, era la carne. La vida misma era carne. La vida vivía de la vida. Unos comían y otros eran comidos. La ley consistía, pues, en eso: come o sé comido. No llegó él a formular esta ley en términos precisos, exactos, sacando después consecuencias. Ni siquiera pensó mucho en ella: se limitó a vivirla, sin quebrarse la cabeza en averiguaciones.
A su alrededor, la ley se ponía en práctica a cada momento. Él se había comido los perdigones que encontró. El halcón hizo lo mismo con la madre, y por su gusto se lo habría tragado a él. Cuando él adquirió más fuerza, quiso comerse al halcón, y desde luego se comió al lince pequeño. La madre de este lo hubiera devorado a él si no llega a ser ella la devorada. Él mismo actuaba conforme a la ley, también él era un asesino. Su único alimento era la carne, la carne viva, que huía de él corriendo, volando, trepando a los árboles o escondiéndose bajo la tierra. A veces le hacía frente y luchaba con él, o invertía los términos y se convertía de perseguida en perseguidora y le obligaba a emprender la huida.
Si el lobezno hubiera discurrido del modo que suelen hacerlo los hombres, podía haber sacado la conclusión de que en la vida no hay más que voraz apetito. Se persigue o se es perseguido, se caza o se es cazado, se come o se es comido. Y todo en medio de la mayor confusión y ceguedad, violenta y desordenadamente, constituyendo un caos de glotonería y de matanzas, que procede al azar, sin piedad, sin plan, indefinidamente.
Pero el cachorro no pensaba como piensan los hombres. No podía abarcar amplios conjuntos. Tampoco era capaz de tener al mismo tiempo más de una idea o un deseo. Además de la ley de la carne, había miles y miles de leyes de menor importancia que tenía que aprender también y obedecer.
El mundo estaba lleno de sorpresas. La actividad de su propia vida, el libre juego de sus músculos, constituían para él una continua felicidad. Ir en busca de la carne que necesitaba le proporcionaba nuevas excitaciones y motivos de engreimiento. Sus cóleras pasajeras y sus batallas eran otros tantos placeres. El mismo terror y el misterio de lo desconocido lo ayudaban a vivir.
Y luego todo aquello no dejaba de proporcionarle su parte de bienestar y de satisfacciones. Sentirse con el estómago repleto, dormir perezosamente al sol…, con tales cosas se daba por bien pagado de todas sus fatigas. Aquellos pesares eran propios de su vida y la vida resulta dichosa cuando se toma como viene. Él no estaba disgustado por el medio hostil en que vivía. Por el contrario, se sentía lleno de vitalidad, muy feliz y muy orgulloso.
Los productores de fuego
De pronto, el cachorro se encontró ante aquella extraña visión. La culpa era suya: por falta de cuidado. Acababa de salir de la cueva y bajó corriendo al arroyo para beber. Tal vez no se fijó en nada porque se sentía soñoliento, pues había estado de correría toda la noche, yendo en busca de carne, y hacía un momento que se había despertado. Le era ya tan conocido el camino para llegar a la laguna formada por la corriente, que lo seguía sin el menor recelo y con frecuencia, sin que jamás le hubiera ocurrido nada.
Dejó atrás el pino derribado, cruzó el claro que formaba el bosque y se metió trotando entre los árboles. Entonces, y ambos hechos fueron simultáneos, vio y olfateó algo. Ante él, en cuclillas y silenciosas, aparecían cinco cosas vivas que él no había visto nunca hasta entonces. Aquello era su primer atisbo de la raza humana. Pero, a su vista, ninguno de los cinco hombres se apresuró a levantarse, ni le enseñó los dientes, ni gruñó. No se movieron, sino que continuaron allí silenciosos y amenazadores.
Tampoco él hizo el menor movimiento. Todos sus naturales instintos le habrían impulsado a huir desesperadamente si de pronto y por primera vez en su vida no hubiera surgido en él otro instinto que contrarrestara a aquellos. Lo que le obligaba a permanecer inmóvil era cierta sensación abrumadora de la propia debilidad y pequeñez. Aquello que delante de sus ojos tenía sí que era superioridad y poderío, algo que quedaba muy lejos de sus propios límites.