Authors: Jack London
Esto último era lo que más le impresionaba. La altura de aquella especie de andamiadas le llamó la atención, pero no especialmente. No se podía esperar menos de aquellos seres que arrojaban palos y piedras a grandes distancias. Lo que sí le impresionó verdaderamente es que andamios y mástiles se transformaran en chozas tras ser cubiertos con tejas y pieles. Colmillo Blanco se quedó asombrado una vez más. Lo que le maravillaba era el colosal volumen de todo aquello. Aquellas masas se elevaban en torno suyo como raras formas vivas que surgían de repente. Ocupaban casi por completo el círculo que sus ojos podían abarcar. Les tenía miedo. Las miraba de lejos como si lo amenazaran desde lo alto, y cuando, al azotarlas el viento, les imprimía desordenados movimientos, él se agachaba atemorizado sin dejar de mirarlas con prudente recelo y dispuesto a apartarse y huir si trataban de echársele encima.
Pero de pronto su miedo se disipó. Fue observando que las mujeres y los niños entraban y salían de allí sin recibir el menor daño, y vio que los perros intentaban también imitarlos con frecuencia, siendo arrojados ignominiosamente con gritos y pedradas. Al fin se decidió a abandonar a su madre y se arrastró cautelosamente hasta una de las paredes de la choza más cercana. La curiosidad, hija del crecimiento, era la que le impulsaba, la necesidad de aprender, de vivir, de hacer algo que le proporcionara experiencia. Cuando solo le faltaban pocas pulgadas para llegar a la pared del improvisado abrigo, redobló su recelo y se arrastró con mayor y más temerosa lentitud, con más precaución. Los acontecimientos de aquel día lo habían preparado para esperar que lo desconocido se manifestara en cualquier momento. Por fin, su naricilla tocó la tela. Esperó un rato. No ocurrió nada. Entonces olfateó aquella extraña construcción, saturada de olor humano. Clavó los dientes en la tela y le dio un suave tirón. Tampoco ocurrió nada, aunque las partes adyacentes a la choza se movieron. Tiró con mayor fuerza. Y el movimiento fue mayor. La cosa era deliciosa. Siguió dando tirones, más fuertes y muy repetidos, hasta que la choza entera se movió. Entonces, los agudos gritos de una mujer que estaba en el interior lo obligaron a huir precipitadamente, y volvió al lado de
Kiche
. Pero el resultado de ello fue que en adelante ya no les tuvo miedo a aquellas grandes y amenazadoras chozas.
Un momento después volvía a apartarse de la compañía de su madre. El palo que mantenía sujeta a la loba estaba atado a una estaca clavada en el suelo, y ella no pudo seguir al lobezno. Otro cachorro, algo crecido ya, mayor que él en edad y en tamaño, se le acercó lentamente, pavoneándose y en son de guerra. El nombre del perrillo era
Lip-Lip
, como Colmillo Blanco escuchó después que le llamaban. El recién venido no carecía de experiencia en otras luchas con cachorros, y se había convertido en una especie de bravucón.
Lip-Lip
era de la raza de Colmillo Blanco, y por no ser más que un cachorrillo, no parecía peligroso, por lo cual el lobato se preparó a recibirlo amistosamente. Y cuando vio que el que iba a su encuentro comenzaba a andar afectadamente, con las patas muy tiesas y enseñando los dientes, Colmillo Blanco se puso a imitarlo en todo. Comenzaron a dar vueltas uno alrededor del otro, buscándose el cuerpo, gruñendo y con los pelos erizados. Esto duró algunos minutos, y a Colmillo Blanco le resultaba divertido, pues lo consideraba puro juego. Pero de pronto, con sorprendente ligereza,
Lip-Lip
dio un salto, le pegó al otro una dentellada y saltó de nuevo huyendo. La dentellada fue a dar precisamente en la misma parte del hombro del lobato que había recibido ya la herida causada por el lince y que aún seguía doliéndole.
La sorpresa y el daño le arrancaron a Colmillo Blanco un gruñido. Y un momento después, hecho una furia, se precipitaba sobre
Lip-Lip
.
Pero
Lip-Lip
había vivido en aquellos campamentos y sostenido numerosas batallas con otros cachorros. Lo menos media docena de veces se clavaron sus agudos dientes en el lobezno, hasta que Colmillo Blanco, gimiendo ya sin pudor alguno, huyó en busca de la protección materna. Era aquella la primera de las numerosas luchas que debía sostener con
Lip-Lip
, porque fueron enemigos desde el principio, de nacimiento, con naturalezas opuestas, destinadas siempre a chocar.
Kiche
lamió a su cachorro minuciosamente y trató de persuadirlo de que era preciso que no se moviera de su lado. Pero la curiosidad pudo en él más que todo, y al poco rato se lanzaba de nuevo a otra aventura. Tropezó entonces con uno de los hombres,
Castor Gris
, que estaba en cuclillas arreglando algo con unos palos y musgo seco extendido en el suelo. Colmillo Blanco se le acercó y se quedó observándolo.
Castor Gris
producía con la boca unos sonidos que el cachorro no consideró de carácter hostil, y se le acercó aún más. Varias mujeres y niños le iban llevando al indio palos y ramas. Era evidente que el trabajo que realizaba urgía. Colmillo Blanco fue andando hasta tocar la rodilla de
Castor Gris
: sentía tanta curiosidad que se olvidó de que el hombre era terrible. De pronto vio elevarse algo raro, como una neblina, de aquellos palos y musgos que estaban bajo las manos del indio. Luego, entre los palos mismos, apareció una cosa viva que se retorcía y daba vueltas, una cosa de color parecido al del sol que brillaba en el cielo. Colmillo Blanco ignoraba lo que era el fuego. Le atrajo como la luz que veía a la entrada de su covacha le había atraído antes en los comienzos de su vida. Se arrastró hasta aproximarse a la llama. Sobre él oyó sonar una risa ahogada de
Castor Gris
, que le confirmó la idea de que tampoco aquel hombre le era hostil. Entonces su nariz tocó la llama y su lengua se alargó para lamerla.
Se quedó un instante paralizado. Lo desconocido, que estaba en acecho entre los palos y el musgo, acababa de clavarle furiosamente las garras en la nariz. Retrocedió tambaleándose y prorrumpió en una explosión de alaridos de dolor y sorpresa. Al oírlo,
Kiche
saltó gruñendo tan lejos como se lo permitió el palo que la sujetaba, y allí tuvo que quedarse, terriblemente rabiosa por no poder acudir en auxilio de su cachorro. Pero
Castor Gris
se reía a carcajadas, dándose palmadas en los muslos, y fue a contarles el caso a todos los demás del campamento hasta que no quedó ni uno que no se riera estrepitosamente. Sin embargo, Colmillo Blanco, sentado sobre los cuartos traseros, gemía desesperadamente, abandonado en medio de aquella clase de animales que eran los hombres.
Había sufrido el dolor más fuerte de su vida. Tenía la nariz y la lengua abrasadas por aquella cosa viva, del color del sol, que había brotado de las manos de
Castor Gris
. Lloró y lloró hasta más no poder, y cada uno de sus lamentos era recibido con nuevas explosiones de risa por parte de los hombres. Trató de lamerse la nariz para calmar el dolor; pero también tenía la lengua quemada, y al juntarse ambos daños, se producía otro mayor, por lo cual se deshizo en nuevos gemidos, más desconsolada y desesperadamente que nunca.
Al fin sintió vergüenza de sí mismo. No desconocía la risa ni el significado que tenía. Nosotros no comprendemos cómo puede ser que algunos animales sepan lo que es la risa, y cuándo alguien se está riendo de ellos; pero Colmillo Blanco lo sabía. Y se avergonzó de que aquellos animales que eran los hombres se estuvieran burlando de él. Dio media vuelta y huyó, no del daño que le había producido el fuego, sino de la risa, que le llegaba aún más hondo y le dolía en el espíritu. Y voló al encuentro de
Kiche
, que, rabiosa aún, fuera de sí y forcejeando con el palo que la sujetaba, era el único ser que no se reía de él.
Fue oscureciendo el crepúsculo y llegó la noche, y Colmillo Blanco continuaba aún echado junto a su madre. Le dolían todavía la nariz y la lengua, pero le tenía perplejo otro mal mayor: sentía nostalgia. Experimentaba un vacío, echaba de menos el silencio y la quietud de aquella covacha suya que estaba cerca del arroyo, en un ribazo. ¡Había allí tanta gente, hombres, mujeres y niños, que producían toda clase de molestos ruidos! Y luego los perros, siempre riñendo, siempre pendencieros, armando alboroto y ocasionando confusión y desorden. La descansada soledad de la única vida que él conocía a fondo había desaparecido. Aquí hasta en el mismo aire palpitaba la vida. Era un susurro o un zumbido incesante. Cambiando continuamente en la intensidad o en el tono, le afectaba los nervios y todos sus sentidos, le tenía inquieto, atemorizado, atormentándolo con la perpetua amenaza de algo inminente.
Observó a los hombres yendo y viniendo, moviéndose por el campamento. Les miró como si fueran dioses. Eran seres superiores, divinos. Para sus oscuros medios de comprensión resultaban capaces de producir milagros. Habían sido creados para mandar, para dominar; poseían una potencia desconocida, imposible; eran los dueños de todo lo que está vivo y de lo que no lo está. Obligaban a obedecer a lo que se movía, comunicaban movimiento a lo inmóvil, y hacían que la vida, aquella vida que tenía el mismo color que el sol, y que además mordía, naciera de un montón de musgo seco y de madera. Eran productores de fuego. Eran dioses.
El cautiverio
Los días transcurrían repletos de enseñanzas para Colmillo Blanco. Durante el tiempo que
Kiche
estuvo atada al palo, él correteó por todo el campamento averiguando cosas, investigándolas, aprendiendo. Pronto llegó a saber cómo solían proceder los hombres, pero la familiaridad no engendró en él desdén. Cuanto más los iba conociendo, mas veía afirmarse su superioridad y más se manifestaba su misterioso poder. Seguía viéndolos como verdaderas divinidades.
Propio del hombre ha sido con frecuencia el dolor de ver destruidos sus dioses y derribados los altares en que se veneraban; pero al lobo y al perro salvaje que han llegado a prestar acatamiento al hombre no les ha ocurrido esto nunca. Ellos ven al hombre como un ser de carne y hueso, que puede tocarlos. Lo tienen delante andando a dos pies, garrote en mano, inmensamente poderoso, colérico o suave y cariñoso.
Para ellos es un dios hecho carne. Esto es lo que le acontecía a Colmillo Blanco. Los hombres eran para él dioses, indudable e inevitablemente. Como su madre,
Kiche
, les había rendido vasallaje desde la primera vez que les oyó pronunciar su nombre, él lo hacía también. Les reconocía el derecho de iniciativa, como cosa que indudablemente les pertenecía. Se apartaba a su paso para dejarles libre el camino. Cuando lo llamaban, acudía inmediatamente. A la menor amenaza, se agachaba a sus pies. En cuanto le mandaban que se fuera, echaba a correr, porque detrás de cada uno de los deseos del hombre existía siempre el poder que venía a reforzarlos, un poder que sabía hacer daño, cuyos medios de expresión eran los coscorrones y los garrotazos, las piedras que volaban por los aires y los latigazos que escocían.
Les pertenecía igual que el resto de los perros. Sus acciones se hallaban pendientes de lo que le mandaban. Su propio cuerpo les pertenecía, para manosearlo, pisarlo o simplemente tolerar su presencia. Había aprendido todo aquello rápidamente. Algo cuesta arriba se le hacía tener que ponerse en contradicción con los fortísimos y dominantes impulsos que eran propios de su naturaleza; pero aunque le repugnaba aprender a doblegarse, se iba acostumbrando a hacerlo y, casi sin darse cuenta, empezaba ya a hallar placer en ello. Era un modo de entregar su destino a manos ajenas, de evadirse de las responsabilidades de la vida. Y ya esto llevaba en sí cierta compensación, porque siempre es más fácil descansar en otro que depender de uno mismo.
Pero esa entrega de sí mismo, en cuerpo y alma, por decirlo así, no fue cosa de un día. No era posible la inmediata renuncia de su herencia salvaje y de todos los recuerdos de su vida en libertad. Hubo días en que se arrastró hasta el propio borde del bosque, y se quedó allí de pie, escuchando algo que lo llamaba allá a lo lejos. Y siempre volvía de allí inquieto, violento, para llorar suave y pensativamente junto a
Kiche
, y lamerle la cara con interrogante ansiedad. No cabe duda de que luchaba ante aquella forzada sumisión.
Colmillo Blanco aprendió rápidamente las costumbres del campamento. Conoció la injusticia y la voracidad de los perros mayores cuando les arrojaban las raciones de carne o de pescado. Sacó en conclusión que los hombres eran más justos, más crueles los niños, y las mujeres mas amables y más inclinadas a echarle un pedazo de carne o un hueso. Y después de dos o tres dolorosas aventuras con madres de cachorros algo mayores ya, adquirió el convencimiento de que siempre era prudente no meterse con ellas, tenerlas a la mayor distancia posible y evitar su encuentro cuando se acercaban.
Pero la causa de sus desdichas era
Lip-Lip
, pues Colmillo Blanco se había convertido en objeto especial de sus persecuciones. El lobato se batía de buena gana, pero siempre salía perdedor. Su enemigo era para él demasiado voluminoso. Llegó a convertirse en su pesadilla. En cuanto se apartaba de su madre, aparecía inmediatamente el bravucón, lo seguía pisándole los talones, gruñendo, molestándolo y esperando el momento oportuno en que no hubiera delante ningún hombre para echársele encima y obligarlo a la lucha. Como
Lip-Lip
siempre ganaba, gozaba con ello enormemente. Aquellas luchas eran el mayor placer de su vida, como resultaban para Colmillo Blanco su mayor tormento.
Pero no se acobardaba precisamente. Aunque llevaba siempre la peor parte, su espíritu permanecía indomable. Sin embargo, como consecuencia, su genio se resentía y se le veía malhumorado. Ya de nacimiento, era de genio muy vivo; pero llegó a tenerlo peor ante aquella persecución continua. Lo que en él había de alegre y juguetón, como cachorro que era, se manifestaba en pocas ocasiones. Nunca lo vieron jugar y triscar con los perros de su edad que había en el campamento.
Lip-Lip
no se lo hubiera permitido. En el instante mismo en que Colmillo Blanco aparecía entre ellos, ya tenía encima a
Lip-Lip
, echando bravatas y como perdonándole la vida si no se agarraba a él y a la fuerza lo sacaba de allí.
El resultado de todo esto fue robarle a Colmillo Blanco una buena parte de su vida de cachorro y obligarlo a conducirse como un verdadero lobo antes de tiempo. Privado de la expansión de su energía por medio del juego, se reconcentró en sí mismo, lo que activó su proceso mental. Se hizo astuto y le sobró tiempo para dedicarse a inventar toda clase de picardías. Viendo que no conseguía ninguna ración de carne o pescado cuando arrojaban el alimento a los perros del campamento, se convirtió en un hábil ladrón. Tenía que buscarse el alimento él mismo, y se lo buscó, aunque se convirtiera de esta manera en una calamidad para las mujeres del campamento. Aprendió a hurtar por todas partes con maña; a estar al tanto de cuanto ocurría; a verlo y oírlo todo para obrar en consecuencia; a inventar procedimientos seguros para burlar a su implacable perseguidor.