Authors: Jack London
En los primeros días de esta persecución puso en práctica la primera de las grandes tretas que inventó, gracias a lo cual pudo saborear por primera vez el placer de la venganza. Como
Kiche
, cuando formaba parte de la manada de lobos, sonsacaba a los perros de los campamentos humanos para acabar después con ellos, así también Colmillo Blanco atrajo de modo parecido a
Lip-Lip
para que cayera en las vengadoras quijadas de
Kiche
. Colmillo Blanco se declaró en franca retirada frente a
Lip-Lip
, salió huyendo de él y emprendió una carrera como al azar, metiéndose entre las chozas del campamento indio, entrando y saliendo aquí y allá o rodeándolas. A correr no le ganaba ninguno de los cachorros de su edad, ni siquiera
Lip-Lip
. Pero aquel día no corrió con todas sus fuerzas; se reservó. Se limitó a permanecer siempre frente a su perseguidor, a la distancia de un salto. Se reservaba fuerzas para fatigar a su constante rival.
Lip-Lip
, excitado por aquella caza y por la continua proximidad de su víctima, perdió toda cautela olvidándose del sitio en que se hallaba. Cuando se acordó de ello, ya era tarde. Se lanzó a toda velocidad en la carrera emprendida alrededor de una choza y cayó de lleno sobre
Kiche
, que estaba echada al extremo del palo que la sujetaba. El perrillo lanzó un gañido que revelaba consternación, y en el instante mismo recibió el castigo, pues sobre su cuerpo se cerraron las abiertas quijadas de
Kiche
. Estaba muy fatigada, pero, a pesar de todo,
Lip-Lip
no pudo desprenderse de ella fácilmente. Lo revolcó impidiéndole correr, y entonces repitió varias veces sus dentelladas, llenándolo de desgarrones con sus terribles colmillos.
Cuando al fin el perro logró rodar hasta desembarazarse de ella, se enderezó como pudo, arrastrándose, hecho una lástima, herido no solo en su cuerpo, sino también en su orgullo. Tenía el pelo tieso en mechones numerosos que señalaban dónde había hundido la loba sus dientes. Se quedó en el mismo sitio, abrió la boca y prorrumpió en el prolongado y dolorido lamento propio de los cachorros. Pero ni siquiera eso pudo terminar. En mitad del aullido, Colmillo Blanco, precipitándose sobre él, le clavó los dientes en una de sus patas posteriores. A
Lip-Lip
no le quedaban ya ganas de luchar, y huyó ignominiosamente con su acostumbrada víctima detrás. Este iba mordiéndole los zancajos y atormentándolo durante todo el camino que siguió para llegar a la choza que le pertenecía. Allí acudieron en su ayuda las mujeres, y Colmillo Blanco, hecho un diablo, de puro enfurecido, fue ahuyentado por fin en medio de un diluvio de piedras.
Llegó un día en que
Castor Gris
consideró que había pasado ya toda probabilidad de que
Kiche
se escapara y la soltó. Colmillo Blanco no cabía en sí de júbilo al ver libre a su madre. La acompañó alegremente por todo el campamento; y mientras él estuvo a su lado,
Lip-Lip
se mantuvo a respetuosa distancia. Hasta llegó a permitir que Colmillo Blanco fuera hacia él con los pelos erizados y andando muy tieso; el perrillo se hizo el desentendido. Iba a aceptar el reto, pero aunque ardiera en deseos de venganza, nada le costaba esperar a que Colmillo Blanco estuviera solo.
Aquel mismo día, algo más tarde,
Kiche
y su cachorro fueron vagando hasta llegar junto al bosque cercano al campamento. Él fue quien condujo allí a su madre paso a paso, y cuando vio que ella se detenía, trató de llevarla aún más lejos. El arroyo, el cubil y la quietud del bosque lo atraían, lo llamaban, y quería que su madre se fuera con él. Corrió un breve trecho, se paró y miró atrás. Ella no se había movido. El cachorro lloriqueó para persuadirla, y se metió jugueteando por la maleza, entró y salió de ella repetidas veces. Retrocedió hacia su madre, le lamió la cara y volvió a escaparse de nuevo. Ella continuaba sin moverse. Él se paró entonces y le dirigió una mirada, plagada de atención y anhelo; pero aquella expresión fue mitigándose hasta desaparecer, al observar que ella volvía la cabeza y miraba hacia el campamento.
Había algo allá, en la tierra libre y abierta, que estaba llamando al cachorro. Su madre lo oyó también. Pero oía al mismo tiempo otra llamada más fuerte y poderosa que la anterior, la voz del fuego y del hombre…, aquella voz a la que únicamente se le permitía contestar al lobo y al perro salvaje, que es su hermano.
Kiche
se volvió y trotó lentamente hacia el campamento. Más fuerte que el lazo puramente físico de las cuerdas que la habían retenido, era para ella aquel otro lazo moral que le habían tendido los hombres para aprisionarla. Los dioses la tenían cogida por un lazo invisible y no querían soltarla. Colmillo Blanco se sentó a la sombra de un abedul y lloriqueó suavemente. El aire estaba impregnado del olor de los pinos, y otros sutiles aromas del bosque se mezclaban con él, recordándole su antigua vida de libertad, antes de los días de su actual cautiverio. Pero como no pasaba de ser un cachorro más o menos desarrollado, mayor fuerza que la voz de los hombres tenía para él la de su madre. Durante todos los días de su breve vida había dependido de ella. La hora de la independencia no había sonado aún para él.
Al fin se levantó, y trotando floja y resignadamente, regresó al campamento. Paró una o dos veces para sentarse y gimotear de nuevo, para oír aquella voz que aún lo estaba llamando desde las profundidades del bosque.
En la vida salvaje, el tiempo que suele dedicar una madre al cuidado de su cachorro es breve; pero bajo el dominio del hombre lo es aún más. Así ocurrió con Colmillo Blanco.
Castor Gris
estaba en deuda con Tres Águilas. Este se iba de excursión remontando el río Mackenzie, el gran lago de los Esclavos. Una tira de tela escarlata, una piel de oso, veinte cartuchos y
Kiche
sirvieron para saldar la deuda. Colmillo Blanco vio cómo se llevaban a su madre a la canoa de Tres Águilas e intentó seguirla. Un golpe del indio lo lanzó de nuevo a tierra. La canoa partió. El lobato se echó entonces al agua y se puso a nadar tras la embarcación, sin hacer caso de los gritos que le dirigía
Castor Gris
para que volviera. Hasta a un hombre, a un dios, se atrevió a desobedecer Colmillo Blanco: tanto terror le infundía ver que iba a perder a su madre. Pero los hombres están acostumbrados a que se les obedezca, y
Castor Gris
, furioso, echó al agua otra canoa y salió en persecución del lobezno. Cuando le hubo ganado la delantera a Colmillo Blanco, se agachó y, cogiéndolo por la piel del pescuezo, lo sacó del agua. No lo puso en el fondo de la canoa. Lo tuvo suspendido con una mano, mientras empleó la otra para darle una paliza. Y aquello sí que fue un soberano vapuleo.
Castor Gris
tenía la mano dura. Cada golpe lo asestaba del modo que más podía doler, y los que dio fueron numerosísimos y aplicados con fuerza.
Impulsado por aquel diluvio de porrazos, que igual venían de un lado que de otro, Colmillo Blanco se balanceaba como un péndulo que se movía a saltos. Bien variadas fueron las emociones que experimentó. Al principio, no sintió más que sorpresa. Luego vino el miedo, momentáneo, cuando a cada manotazo contestaba él con varios latidos. Pero a esto siguió la cólera. Era la afirmación de su libre naturaleza, y así mostró los dientes y le gruñó en el rostro, sin miedo ya, al enfurecido dios que le pegaba. Pero aquello no sirvió más que para aumentar todavía la furia del hombre. Arreciaron los golpes, cada vez más duros y crueles.
Castor Gris
seguía zurrando de lo lindo, y Colmillo Blanco, gruñendo. La cosa no podía durar siempre. Uno de los dos debía ceder, y fue Colmillo Blanco. El miedo volvió a apoderarse de él. Por primera vez se hallaba de verdad entre las manos de un hombre. Los palos y pedradas que había tenido que sufrir antes, de vez en cuando, resultaban caricias en comparación con lo de ahora. Su ánimo desfalleció y comenzó a lloriquear y a dar gañidos. Al principio, cada golpe le arrancaba uno; pero el miedo se convirtió en verdadero terror, y finalmente aquello fue un coro no interrumpido, que ninguna relación guardaba con el ritmo del castigo.
Al fin
Castor Gris
detuvo la mano. Colmillo Blanco, derrengado, continuó lloriqueando. Aquello dejó satisfecho a su amo, que lo arrojó brutalmente al fondo de la canoa. Entretanto, esta se había ido deslizando por la corriente. El indio empuñó el canalete. Como Colmillo Blanco le estorbaba para ello, lo apartó de un furioso puntapié. Por un momento reapareció en el lobato su libre e indómita naturaleza y clavó los dientes en aquel pie calzado con zapatos de piel blanda.
La paliza que había tenido que soportar antes no fue nada en comparación con la que recibió ahora. La ira de
Castor Gris
fue terrible, tanto como el miedo que sintió Colmillo Blanco. No solo con la mano, sino con el mismo remo le pegaba también, y cuando el lobato se vio arrojado de nuevo al fondo de la canoa, todo su cuerpecillo, lleno de cardenales, le dolía. De nuevo, y esta vez con toda intención,
Castor Gris
repitió el puntapié. El lobato, en cambio, se guardó de morder el pie que lo castigaba. Acababa de aprender otra de las lecciones de su cautiverio. Jamás, fuera lo que fuese lo que le ocurriera, debía osar morder al dios que era su dueño y señor: el cuerpo de este era sagrado y no podían profanarlo dientes como los suyos. Aquello constituía, según toda evidencia, el mayor de los crímenes, un sacrilegio imperdonable, para el cual no había tolerancia posible.
Cuando la canoa llegó a la orilla, Colmillo Blanco seguía echado, gimiendo y en la inmovilidad completa, esperando que
Castor Gris
manifestara su voluntad. El indio decidió que saltara a tierra, pues a ella lo arrojó. El animal recibió un tremendo batacazo sobre las costillas que empeoró el dolor de sus cardenales. Se arrastró hasta ponerse en pie, mientras se quejaba desconsolado.
Lip-Lip
, que estaba observando toda la escena desde la orilla, aprovechó la ocasión para arremeter contra él, derribándolo y clavando los dientes en su cuerpo. Colmillo Blanco estaba ya demasiado extenuado para defenderse, y seguramente la cosa hubiera terminado mal si no llega a ser por otro puntapié de
Castor Gris
, que levantó en el aire a
Lip-Lip
con tal violencia que lo envió a estrellarse contra el suelo a tres o cuatro metros de distancia. Aquello era la justicia del hombre. Incluso en el lamentable estado en que se hallaba el lobezno, sintió un estremecimiento de gratitud. Sin apartarse lo más mínimo de los pies de
Castor Gris
, le siguió cojeando a través del campamento hasta llegar a su choza. Y así fue como Colmillo Blanco llegó a comprender que el derecho de castigo era algo que los dioses se reservaban para su uso particular, negándolo a los seres inferiores que estaban bajo su dominio. Esta era la brutal ley de la fuerza.
Aquella noche, cuando todo estuvo quieto y silencioso, Colmillo Blanco pensó en su madre y le entristeció el recuerdo. Su tristeza se manifestó demasiado ruidosamente, y
Castor Gris
le pegó por ello. En lo sucesivo expresó con mayor suavidad sus penas cuando los dioses se hallaban cerca. Pero de vez en cuando se escapaba a la linde del bosque y daba rienda suelta a su dolor por medio de desesperados lloriqueos y lamentos.
En este período, nada habría tenido de extraño que los recuerdos de su cubil y del arroyo cercano le hubieran hecho escapar definitivamente. Pero el recuerdo de su madre lo detuvo. Los hombres que iban de caza regresaban después; su madre también volvería algún día a la ambulante aldea india. Siguió, pues, en su cautiverio esperando que ella volviera. Después de todo, aquello no era tan malo. Había muchas cosas que le interesaban. Siempre ocurría algo. Las cosas que aquellos raros dioses realizaban no tenían fin, y a él le acuciaba siempre el curioso deseo de verlas. Por otra parte, iba aprendiendo el modo de adaptarse a
Castor Gris
. La obediencia, rígida, sin vacilaciones ni desvíos, era lo que se le exigía; a cambio no se le golpeaba y se le permitía vivir.
No solo eso, sino que a veces su amo hasta le arrojaba un pedazo de carne, y acudía en su defensa cuando los perros querían arrebatárselo. Aquel bocado tenía valor especial. Extrañamente, valía mucho más que la docena de pedazos de carne que recibía de manos de alguna de las mujeres.
Castor Gris
no mimaba ni acariciaba. Quizá fuera lo dura que tenía la mano, quizá su justiciero espíritu, tal vez su evidente poder, o bien todas estas cosas juntas, lo que influyó en Colmillo Blanco; pero la verdad era que se iba formando cierto lazo de unión entre él y su áspero y sombrío dueño.
De esta manera, los grilletes del cautiverio de Colmillo Blanco se iban apretando más y más. Aquellas cualidades de su raza que permitían desde el principio que los lobos se acercaran a la lumbre que encendían los hombres eran aptitudes susceptibles de desarrollo. Había quedado de nuevo demostrado con él. La vida del campamento, por más repleta de sufrimientos que estuviera, se le iba haciendo grata poco a poco. Pero esto ocurría sin que el mismo Colmillo Blanco se diera cuenta de ello. Lo único que sentía era la pena que experimentaba por la pérdida de
Kiche
, la esperanza con que pensaba en su regreso y el hambriento deseo de aquella vida libre que había llevado en otro tiempo.
El paria
Lip-Lip
, siguió entristeciéndole tanto la vida al lobato, que este fue haciéndose mucho peor y más feroz de lo que por su misma naturaleza le correspondía. El salvajismo era parte integrante de él, pero llevado a tal extremo, excedía ya los límites de lo que era de esperar. Hasta entre los hombres, sus dueños, su maldad era patente. Si se turbaba el orden en el campamento, se armaba de pronto un vocerío, había una reyerta, se oían disputas o una mujer escandalizaba porque le habían robado un pedazo de carne, era que con toda seguridad Colmillo Blanco andaba mezclado en el asunto directa o indirectamente. No se tomaron la molestia de examinar las causas a que esta conducta suya era debida. Solo vieron los efectos, y es innegable que resultaban malos. Era un raterillo y hasta un consumado ladrón, un ser dañino que se complacía en fomentar la intranquilidad ajena. Y nada le importaba que las iracundas mujeres de los indios le dijeran en su propia cara que no era más que un lobo completamente inútil y que acabaría mal. Él sólo se preocupaba de evitar el golpe del objeto que ellas le arrojaban. Se convirtió en un paria en medio de aquella especie de pueblo. Todos los perros más jóvenes seguían a
Lip-Lip
.