Authors: Jack London
Nunca había visto hombres; pero cierto vago, oscuro instinto le estaba diciendo que era preciso reconocer en el hombre al animal que había sabido conquistarse la primacía sobre los demás en la tierra salvaje. El cachorro contemplaba al hombre no solo con sus propios ojos, sino también con todos los de sus antepasados…, con los ojos que se habían alineado formando un círculo, allá en la oscuridad, alrededor de las hogueras que protegían los campamentos de invierno; que acecharon desde una distancia algo segura y desde el corazón de la selva al extraño bípedo que era dueño y señor de todos los seres vivientes. El hechizo de la ley de la herencia pesaba sobre el lobato; el miedo, el respeto, hijo de siglos enteros de lucha; la acumulada experiencia de innumerables generaciones. Ese peso de la herencia dominaba con fuerza incontrastable al lobo que, después de todo, no era más que un cachorro. De haber sido mayor, seguro que hubiera huido. Ahora se limitó a acurrucarse, paralizado por el terror y ofreciendo ya su sumisión, como hizo toda su raza desde la primera vez que un lobo llegó a sentarse junto a la lumbre producida por los hombres y pudo calentarse.
Uno de los indios se levantó, echó a andar hacia él y se inclinó sobre su cuerpecillo. El cachorro se acurrucó aún más para aplastarse contra el suelo. Para él, lo desconocido se había encarnado en una forma concreta de carne y hueso que ahora bajaba a cogerlo. Involuntariamente, se le erizaron los pelos, retiró los labios y sus diminutos colmillos quedaron al descubierto. La mano que sobre él pendía tuvo un movimiento de vacilación, y el hombre habló entonces, riéndose al mismo tiempo, para decir:
—
Wabam wabisca ip pit tah
.
Los demás indios se rieron también a carcajadas y le gritaron a su compañero que lo cogiera de una vez. La mano fue bajando lentamente, a cada instante más cerca de él, y los más encontrados instintos trabaron en el lobato una verdadera batalla. Sentía a la vez dos grandes impulsos: rendirse y luchar. Acabó por hacer una cosa y otra. Se sometió hasta que la mano estuvo a punto de tocarlo; pero entonces se rebeló y, rápido como el rayo, le clavó los dientes.
Un momento después recibía un vigoroso sopapo que lo tendió de lado en el suelo. Como por encanto, se desvaneció en él todo deseo de lucha. Su escasa edad y el instinto de sumisión se sobrepusieron a todo. Se sentó sobre los cuartos traseros y comenzó a gimotear. Pero el hombre cuya mano acababa de morder se había encolerizado de veras, y le atizó un nuevo golpe al otro lado de la cabeza. El animal volvió a sentarse y lloriqueó más amargamente que nunca.
También fueron mayores que antes las carcajadas de los indios, y hasta el mismo que había sido mordido comenzó a reírse también. Rodearon todos al cachorro, sin cesar en sus risas, mientras él se deshacía en lamentos causados tanto por el terror como por el dolor que sentía. De repente oyó algo que también escucharon los indios. Pero el lobato sabía perfectamente lo que era, y con un alarido final, que más tenía acentos de triunfo que de pena, dejó de alborotar y esperó a que llegara su madre, su feroz e indomable madre, que era capaz de luchar con las cosas del mundo y matarlas, sin que para ella existiera el pavor. Venía gruñendo. Oyó los gritos de su cachorro y se precipitó a salvarlo.
De un salto cayó en medio del grupo, convertida por su ansioso y batallador cariño maternal en algo que estaba muy lejos de resultar agradable. Pero, para el lobezno, el espectáculo de su rabioso y protector ataque no podía ser más grato. Lanzó un grito de alegría y saltó para unirse a ella, mientras los hombres retrocedían precipitadamente a bastantes pasos de distancia. La loba se quedó en pie, arrimada a su cachorro en ademán protector, desafiando a los hombres, con el pelo erizado y gruñendo con ronca y profunda voz. Tenía la cara descompuesta, torcida, con maligna y amenazadora expresión, y la nariz le temblaba desde la punta a la base debido a la prodigiosa fuerza que ponía en su gruñir.
Y entonces, en aquel mismo instante, resonó aquel grito lanzado por uno de los hombres. «¡
Kiche
!», fue lo que dijo. La exclamación sonaba con acento de sorpresa. El cachorro sintió que su madre perdía toda su fiereza al oírla.
—¡
Kiche
! —volvió a gritar el hombre; pero esta vez con voz dura, autoritaria.
Y entonces el lobezno vio cómo su madre, la loba, la invencible, la intrépida, se agachaba hasta tocar el suelo con el vientre, gimoteando y moviendo la cola en señal de paz. El cachorro no acababa de entender aquello. Estaba aterrado. El pavor que le inspiraba el hombre se había apoderado de él nuevamente. Su instinto no le engañó; y de su certeza daba fe la madre. También ella rendía acatamiento a aquella clase de animales que eran los hombres.
El que había hablado se acercó a la loba. Le puso la mano sobre la cabeza y ella no hizo más que aproximarse muy agachada aún. Ni le mordió ni lo intentó siquiera. Los demás del grupo se acercaron también, la rodearon y la estuvieron manoseando, sin que ella hiciera el menor movimiento para rechazarlos. Los hombres mostraban gran excitación y sus bocas no paraban de emitir raros sonidos, que no suponían peligro alguno, como dedujo el lobato. Así que se agachó al lado de su madre, y aunque de cuando en cuando se le erizaban los pelos, se esforzó en demostrar su sumisión.
—No es extraño —decía uno de los indios—. El padre de
Kiche
era un lobo. Aunque también es verdad que su madre era una perra; pero mi hermano la tuvo atada en el bosque durante tres noches enteras en la época de celo. Por eso el padre de
Kiche
fue un lobo.
—No es extraño,
Lengua de Salmón
—contestó
Castor Gris
—. Entonces era la temporada del hambre y no había carne que dar a los perros.
—Esa ha estado viviendo con los lobos —observó un tercero.
—Así parece,
Tres Águilas
—replicó
Castor Gris
, poniendo la mano sobre el cachorro—, y ahí está la prueba.
El lobezno gruñó un poco al sentir el contacto de la mano, y esta se apartó para soltarle un coscorrón, después de lo cual el castigado ocultó sus colmillos, que acababa de mostrar, y se echó al suelo muy sumiso, mientras la mano volvía a posarse sobre él y lo acariciaba detrás de las orejas y en el lomo.
—Ahí está la prueba —continuó
Castor Gris
—. Es evidente que su madre es
Kiche
. Pero su padre era un lobo. Por eso tiene muy poco de perro y mucho de lobo. Sus colmillos son blanquísimos y le llamaremos Colmillo Blanco, porque lo digo yo. Él será mi perro. ¿No era también
Kiche
la perra de mi hermano? ¿Y no murió este?
El cachorro, que ya tenía nombre, siguió echado en el suelo y observando. Durante algún tiempo, los hombres continuaron produciendo con la boca aquellos sonidos raros para él. Luego,
Castor Gris
desenvainó un cuchillo que llevaba pendiente del cuello y con él cortó un palo de los arbustos que los rodeaban; Colmillo Blanco lo seguía con la mirada. Vio cómo le hacía una entalladura al palo en cada extremo y cómo a ellas anudaba unas cuerdas de cuero. Con una de esas cuerdas que le pasó por el cuello sujetó después a
Kiche
, y enseguida la condujo junto a un pino joven, a cuyo tronco ató la otra cuerda.
Colmillo Blanco fue detrás de su madre y se echó junto a ella. Lengua de Salmón le puso una mano encima y lo echó patas arriba.
Kiche
lo miró con ansiedad. El lobezno sintió que el miedo volvía a apoderarse de él. No pudo evitar que se le escapara un gruñido; pero no hizo el menor ademán de morder. La mano, crispados y muy abiertos los dedos, le restregó el vientre como jugando y lo revolcó de un lado a otro. Resultaba ridículo y torpe que estuviera él allí panza arriba y pataleando. Además, aquella era una posición que, por dejarlo completamente indefenso, producía en todo su ser un sentimiento de indignada rebelión. ¿Qué podría hacer colocado así? Si a aquel animal hombre se le antojaba causarle algún daño, Colmillo Blanco se daba cuenta perfectamente de que le sería imposible evitarlo. ¿Cómo podría echar a correr si tenía las cuatro patas en el aire por encima de su cuerpo? Sin embargo, el deseo de mostrarse sumiso pudo más que su miedo, que logró dominar, y así se contentó con gruñir suavemente. Eso no pudo evitarlo, pero tampoco pareció que el hombre se ofendiera por ello, pues al cachorro no le costó ningún nuevo coscorrón. Y luego, lo más raro del caso es que Colmillo Blanco fue experimentando una inefable sensación de gusto a medida que la mano le iba restregando. Al quedarse de lado, cesó de gruñir. Ahora los dedos lo apretaban más, le hacían cosquillas. En la base de las orejas, la sensación agradable aumentaba. Y al fin, cuando, con un último restregón y una caricia, el hombre lo dejó en paz y se alejó, en el lobezno había desaparecido todo temor. A partir de entonces, mil veces sintió en su relación con los hombres que el rasgo predominante de esa amistad era la ausencia de temor.
Al cabo de un rato, Colmillo Blanco oyó unos extraños ruidos cada vez más próximos. Pronto adivinó que eran de los que producen los hombres. Pocos minutos después, el resto de la tribu india, que había emprendido la marcha para acampar en otro sitio, apareció allí. Eran algunos hombres, muchas mujeres y niños, en conjunto unos cuarenta, y todos iban cargados con sus bagajes. Había también entre ellos muchos perros, y estos, a excepción de los que aún eran cachorros, llevaban asimismo su correspondiente carga. Sobre los lomos, en fardos que iban fuertemente atados a su cuerpo, transportaban por lo menos veinte o treinta libras de peso cada uno.
Aquella era la primera vez que Colmillo Blanco veía perros. Al contemplarlos, la impresión que recibió fue que pertenecían a su misma raza, aunque eran algo diferentes. Pero los perros actuaron de forma muy distinta al descubrir al cachorro y a su madre. Se precipitaron inmediatamente contra ellos. A Colmillo Blanco se le erizaron los pelos; gruñó; mordió a toda aquella oleada de carnes que, abiertas las fauces, se arrojaban a su encuentro; cayó rodando bajo los que lo acometían; sintió el dolor agudo producido por aquellos dientes que le desgarraban el cuerpo, y él mismo mordió y desgarró también cuanto pudo aquellas patas y vientres que veía encima de él. El alboroto que se produjo fue enorme. El cachorro oía el gruñir furioso de su madre, que luchaba por él; los gritos de aquellos otros animales que se llamaban hombres, el ruido de garrotes que chocaban con sus cuerpos y los aullidos de dolor de los perros contra quienes iban dirigidos los garrotazos.
Sin embargo, solo transcurrieron unos segundos antes de que el lobato volviera a estar en pie. Vio a los hombres obligando a retroceder a los canes con palos y pedradas. Lo defendían a él, lo salvaban de los terribles dientes de aquellos animales. En la cabeza del cachorro no cabía un concepto tan abstracto como la idea de justicia; sin embargo, intuía que los hombres habían procedido rectamente y descubrió que una de sus funciones era dictar y ejecutar la ley. Al mismo tiempo observó las armas de las que se valen para administrar la justicia. Al revés de lo que ocurría con todos los animales que hasta entonces había hallado, ni mordían ni luchaban a zarpazos. Lo que hacían era robustecer su viva fuerza con el auxilio poderoso de las cosas muertas.
Hacían lo que ellos ordenaban. Los palos y las piedras, dirigidos por los hombres, saltaban por los aires como si fueran cosas vivas, y causaban graves heridas a los perros.
Para su cerebro, aquello significaba un poder desusado, inconcebible y sobrenatural, casi divino. Colmillo Blanco, por su misma naturaleza, no sabía nada acerca de los dioses; pero el asombro y el respetuoso temor que le inspiraban los hombres se parecía grandemente a lo que sentiría uno de estos al contemplar a algún ser sobrenatural lanzando rayos con ambas manos, desde la cumbre de un monte, sobre la maravillada humanidad.
No quedaba ni un perro que no se hubiera visto obligado a retroceder. El tumulto cesó. Y Colmillo Blanco se lamió las contusiones y heridas recibidas mientras meditaba sobre su primera experiencia de lo que es una manada y de cómo le sabían a él las crueldades que las manadas cometen. Hasta entonces, para el lobato su raza solo estaba formada por el
Tuerto
, su madre y él. Para Colmillo Blanco, ellos constituían toda una raza aparte, y, de pronto, descubría otros muchos seres que aparentemente pertenecían también a la misma raza. Y le dolía, de un modo vago, que estos, a pesar de ser de los suyos, se le hubieran echado encima en cuanto lo vieron y hubieran tratado de acabar con él. Sentía un resentimiento parecido contra los hombres que habían atado a su madre; aunque, sin duda, ellos eran superiores. Aquello le sabía a engaño, a trampa, a cautiverio, aunque no estuviera él aún bien enterado de lo que eran trampas y cautiverios. La libertad de andar vagando, de correr, de echarse cuando se le antojara, constituía en él una herencia, y ahora se cortaba de cuajo con todo aquello. Los movimientos de su madre quedaban restringidos al radio de la longitud del palo al cual estaba sujeta. Y a él aquello le servía también de límite, pues no se había apartado más que lo preciso del lado de su madre.
No le gustó. Ni tampoco lo que ocurrió cuando los hombres se pusieron en pie y continuaron su marcha, porque entonces uno de los de aspecto más insignificante cogió un extremo del palo y se llevó detrás de él, cautiva, a
Kiche
, y tras
Kiche
a Colmillo Blanco, que le seguía muy perturbado y triste por el cariz que iba tomando la nueva aventura en la que se hallaba metido.
Fueron hacia el valle por donde corría el arroyo —estaban mucho más lejos de lo que el lobato conocía— y llegaron al extremo de dicho valle, donde la corriente se precipitaba en el río Mackenzie. Allí, en el lugar donde se veían unas canoas pendientes de altos mástiles y unos secaderos para el pescado, acamparon los indios, y Colmillo Blanco los contempló con asombrados ojos. La superioridad de aquellos hombres, que para él pertenecían a otra clase de animales, aumentaba por momentos. Allí estaba, para atestiguarla, su dominio sobre tantos perros de afilados colmillos. Aquello respiraba fuerza, poderío. Pero mayor aún y más admirable le parecía al lobezno el otro dominio que ejercían sobre las cosas que carecían de vida, su poder de comunicar movimiento a lo que naturalmente no lo tenía, su facilidad para hacer cambiar el mismísimo aspecto del mundo.