Authors: Jack London
—Espere usted que vuelva yo a Dawson —insistió Smith con amenazadora expresión—. Ya cuidaré de que le apliquen la ley.
—Si llegas a abrir la boca en cuanto vuelvas a Dawson, te hago arrojar de la ciudad…, ¿entiendes?
Smith replicó con un gruñido.
—¿Entiendes? —repitió el otro con voz de trueno y súbitamente enfurecido.
—Sí —contestó de malos modos Smith, pero ya en clara retirada.
—¿Sí y qué más?
—Sí, caballero —añadió Smith con dureza, de mala gana.
—¡Cuidado, que va a morderte! —gritó alguien entonces, y una explosión de carcajadas celebró la gracia.
Scott le volvió la espalda y se dirigió adonde estaba el conductor del trineo, para ayudarle en el cuidado de Colmillo Blanco.
Algunos de los hombres se marcharon ya; pero otros continuaron allí de mirones, formando grupos y charlando. A uno de esos grupos se acercó Tim Keenan.
—¿Quién es ese tío? —preguntó.
—Weedon Scott —contestó alguien.
—Y ¿quién diablos es Weedon Scott? —insistió el jugador.
—¡Oh!, es un as de oros… Es uno de esos técnicos que tienen en las minas. Está a partir un piñón con todos los gordos. Si quieres ahorrarte quebraderos de cabeza, procura estar bien con él y a cierta distancia; ese es mi consejo. Tiene a todas las autoridades en el bolsillo. El intendente de las minas es íntimo amigo suyo.
—Ya me figuraba yo que era alguien —observó el jugador—. Por eso desde el principio me guardé bien de ponerle la mano encima.
El indomable
—Es inútil, no hay que esperar nada —tuvo que confesar Weedon Scott.
Se sentó en el umbral de su choza y miró de hito al conductor del trineo, que contestó encogiendo los hombros, tan desesperanzado como él.
Ambos miraron a Colmillo Blanco, que, sujeto por la cadena que él mismo mantenía siempre tirante, gruñía ferozmente, con todo el pelaje erizado, intentando arrojarse sobre los perros del trineo. Después de las duras lecciones de Matt, dadas garrote en mano, estos habían aprendido ya que debían dejar tranquilo al nuevo compañero, y estaban echados a cierta distancia de él, como si se hubieran olvidado hasta de su existencia.
—No es más que un lobo, y no hay modo posible de domarlo —afirmó Weedon Scott.
—Según… No estoy muy seguro de eso —objetó Matt—. Es posible que haya en él mucho de perro. Pero hay algo de lo que sí estoy completamente seguro, y de ahí no me saca nadie.
Hizo aquí el hombre una pausa y, mirando hacia el monte —el Moosehide—, como si con él compartiera el secreto, movió afirmativamente la cabeza.
—Bueno, hombre, no seas tan avaro de palabras —exclamó Scott, después de esperar un rato a que el otro continuara—. A ver si revientas de una vez. ¿Qué es? ¿De qué se trata?
El conductor del trineo señaló a Colmillo Blanco con un movimiento hacia atrás del pulgar.
—Lobo o perro, para el caso es lo mismo; a este lo han domado ya antes de ahora.
—¡Que no, hombre!
—Le digo a usted que sí, y que lo han enganchado al tiro. Mire usted aquí; fíjese: ¿ve usted esas señales que le cruzan el pecho?
—Tienes razón, Matt. Fue perro de trineo antes de que se apoderara de él Smith.
—Y no hay ningún motivo importante para que no vuelva a serlo ahora.
—¿Crees tú? —le preguntó anhelosamente Scott. Pero perdida otra vez la incipiente esperanza, añadió moviendo con lentitud la cabeza—: Ha pasado dos semanas con nosotros, y si antes era salvaje, ahora lo es más.
—Dele usted ocasión de manifestarse tal cual es —le aconsejó Matt—. Suéltelo, para ver qué hace.
Su interlocutor lo miró con aire incrédulo.
—Sí —continuó Matt—, ya sé que usted lo intentó, pero sin proveerse de una buena tranca.
—A ver, pruébalo, pues.
Matt cogió un garrote y se dirigió hacia el encadenado animal. Colmillo Blanco fijó los ojos en el palo como un león enjaulado mira al látigo del domador.
—Fíjese en que no aparta la vista del garrote —observó Matt—. Buena señal. No es tonto. No será tan loco que se atreva a tocarme mientras vea que estoy bien pertrechado.
A medida que el hombre acercaba la mano a su cuello, el perro gruñía más, se le erizaban los pelos y se agachaba. Pero al mismo tiempo que miraba aquella mano, no perdía de vista el palo que enarbolaba la otra amenazadoramente. Matt desató la cadena del collar y retrocedió unos pasos.
Parecía que Colmillo Blanco no comprendía que realmente se hallaba libre. Habían transcurrido muchos meses desde el día en que Smith había entrado en posesión de él. Durante todo ese tiempo, no pudo gozar ni de un momento de libertad, excepto cuando se le soltaba para luchar contra otros perros. Pero después volvía inmediatamente a verse aprisionado.
No supo qué hacer con su libertad. Tal vez los dioses le preparaban una nueva diablura. Comenzó a andar lenta y recelosamente, dispuesto a resistir cualquier ataque. La situación, sin precedentes para él, le parecía embarazosa. Tomó de momento el partido de alejarse de aquellos dos dioses que lo estaban observando, escabulléndose hacia un rincón de la choza. No ocurrió nada nuevo. Era evidente que el animal se sentía perplejo, y volvió junto al sitio que ocupaba antes, se quedó parado a una docena de pasos de distancia y miró fijamente a los dos hombres.
—¿No se escapará? —preguntó el dueño. Matt se encogió de hombros.
—Hay que arriesgarse —dijo—. El único modo de encontrar las cosas es buscándolas.
—¡Pobre animal! —murmuró con acento de lástima Scott—. Lo que necesita es que alguien lo trate con cariño —continuó, mientras andaba de un lado a otro de la choza.
Sacó un pedazo de carne y se lo arrojó a Colmillo Blanco. Este dio un salto, apartándose de la carne, y desde lejos la observó con recelo.
—¡Eh, Mayor, deja eso! —gritó amenazadoramente Matt demasiado tarde ya. Mayor, uno de los perros, se había arrojado de un salto sobre el trozo destinado al otro. En el mismo instante de hincarle el diente, este último saltó también sobre él, mordiéndolo y derribándolo. Aunque Matt acudió muy pronto, Colmillo Blanco fue más rápido. Mayor se puso en pie, bamboleándose; pero la sangre que salía a borbotones de su herida en el cuello enrojeció la nieve de su alrededor.
—El castigo ha sido cruel, pero bien empleado le está —dijo precipitadamente Scott.
Pero Matt ya tenía un pie en el aire para darle con la punta a Colmillo Blanco. Otro salto de este, el brillo fugaz de unos dientes blanquísimos y una brusca exclamación. El animal, gruñendo furiosamente, retrocedía unos cuantos metros, mientras Matt se agachaba examinando su pierna.
—Me ha cogido de lleno —dijo señalando las desgarradas ropas y la sangre que empezaba a correr de la herida.
—Ya te advertí que el caso no tenía remedio, Matt —observó Scott con aire descorazonado—. Me he convencido de ello mil veces, y no quería pensarlo. Pero hemos llegado al final. Esto es lo único que hay que hacer.
Y mientras hablaba, echó mano al revólver, como de mala gana, abrió el cilindro y examinó su contenido para mayor seguridad.
—Mire usted, señor Scott —objetó Matt—. Ese perro ha vivido siempre en un verdadero infierno. No era de esperar que de pronto se convirtiera en un ángel de bondad. Dele usted tiempo y veremos si cambia.
—Fíjate en cómo está Mayor —replicó el otro.
El conductor del trineo examinó el perro herido. Se había desplomado sobre la nieve, en el charco que formaba su sangre, y daba las últimas boqueadas.
—Bien empleado le está. Usted mismo lo ha dicho, señor Scott. Quiso robarle la carne y lo ha pagado con la vida. No cabía esperar otra cosa. Ni dos cominos daría yo por un perro que no supiera defender su propia comida.
—Pero mírate a ti mismo, Matt. Lo de menos son los perros. Hay que ponerle a esto un límite.
—Pues bien empleado me está a mí también —arguyó tercamente Matt—. ¿Por qué le di una patada? Usted mismo me dijo que estaba bien lo que hizo. Pues entonces, claro está que yo no tenía derecho a pegarle.
—Matarlo sería hacerle un favor —insistió Scott—. Es indomable.
—Bueno, mire usted, señor Scott; déle al infeliz la oportunidad que no ha tenido aún. Le digo a usted que ha salido del infierno, y esta es la primera vez que se ve libre. Dele usted tiempo de mostrar lo que realmente es, y si entonces falla… lo mataré yo mismo, ¡vaya…!
—Bien sabe Dios que no quisiera matarlo ni que lo matara nadie —contestó Scott, volviendo el revólver a la funda—. Lo dejaremos, pues, libre, y a ver si tratándolo bien conseguimos algo. Y vamos a empezar desde ahora.
Se dirigió hacia Colmillo Blanco y comenzó a hablarle con voz suave y cariñosas palabras.
—Más vale que tenga usted preparado un garrote —le advirtió Matt.
Scott movió negativamente la cabeza y continuó intentando ganarse la confianza del perro.
Colmillo Blanco se mostraba receloso. Algún daño lo amenazaba, seguro.
Acababa de matar al perro de aquel dios; había mordido, además, al que tenía por compañero, y después de esto, ¿qué podía esperar más que algún terrible castigo? Pero no se intimidaba por ello: seguía indomable. Con los pelos erizados, le enseñaba los dientes a Scott, ojo alerta y todo su cuerpo preparado para cualquier asechanza. El dios no llevaba garrote, y por eso el animal le permitió que se acercara bastante. Le vio adelantar una mano, que gradualmente iba bajando sobre su cabeza. Colmillo Blanco se encogió, muy excitado, y se agachó. Indudablemente creía ver en aquel gesto un daño para él, una traición o cosa semejante. Ya sabía de lo que eran capaces las manos de los dioses, conocía su maestría para el mal. Por otra parte, nunca le había gustado que lo tocaran. Gruñó más amenazadoramente, se agachó más, pero la mano siguió bajando a pesar de ello. No quería morderla, y estuvo aguantando aquel anuncio de peligro hasta que el instinto resurgió en él, dominándolo por completo con su ansia insaciable de vida.
Weedon Scott creía que tendría tiempo de retirar rápidamente la mano, pero no fue así, y una vez más tuvo que convencerse de la estupenda celeridad de Colmillo Blanco, que le clavó los dientes con la presteza de una serpiente.
El herido lanzó un grito de dolor y de sorpresa, mientras apretaba la desgarrada mano con la otra. Casi al mismo tiempo, Matt lanzó un terrible juramento y acudió de un salto en su auxilio. Colmillo Blanco, muy agachado, con la misma excitación de antes, mostrando los dientes y lanzando amenazadoras miradas, retrocedió, apartándose a un lado. Ahora sí que podía esperar una paliza descomunal, peor que las de Smith.
—¿Qué vas a hacer? —gritó de pronto Scott.
Matt corrió como un rayo hacia el interior de la choza y enseguida salió de ella rifle en mano.
—Nada —contestó lentamente, con una calma que no era más que fingida—. No voy a hacer más que cumplir mi promesa. Me parece que ha llegado ya la hora de que lo mate, como dije.
—¡No, no lo matarás!
—¿Que no? Ahora verá usted.
Igual que Matt había salido en defensa del perro cuando fue él el mordido, lo defendió ahora Scott.
—Dijiste que le diéramos tiempo para que pudiera cambiar. Pues bien: dáselo. No hemos hecho más que empezar, y no podemos darlo todo tan pronto por terminado. Esta vez soy yo quien tengo que decir que me está bien empleado. Y ¡mira, miralo ahora!
Colmillo Blanco, junto a una esquina de la choza a diez o doce metros de distancia, gruñía, con una mala intención capaz de helarle la sangre a cualquiera, no precisamente a Scott, sino al conductor del trineo.
—¡Vaya, está visto que no van a acabarse nunca las sorpresas! —exclamó el último con expresión de asombro.
—Mira si es inteligente —añadió con precipitación Scott—. Sabe tan bien como tú lo que son las armas de fuego: posee inteligencia, y hay que ayudarlo. Levanta el rifle.
—Bueno, conforme —contestó Matt, dejando el arma junto a un montón de leña. Un momento después exclamaba—: Pero ¡fíjese ahora!
Colmillo Blanco se había apaciguado y no gruñía en absoluto.
—Esto vale la pena estudiarlo. Observe usted lo que hace —añadió nuestro hombre.
Volvió a coger el rifle, y el perro comenzó a ladrar de nuevo. Lo abandonó, apartándose algo, y los encogidos labios del animal fueron cerrándose hasta ocultar sus amenazadores dientes.
—Ahora vamos a ver…, por probar solamente.
Empuñó el rifle y comenzó a levantarlo lentamente como para apoyar la culata en el hombro. Inmediatamente resonaron los gruñidos, que fueron aumentando a medida que el arma se acercaba a la posición de apuntar. Pero un momento antes de que llegara a ella, el animal saltó de lado y se ocultó detrás de la esquina de la choza. Matt se quedó mirando por encima del cañón al vacío espacio en donde antes estaba Colmillo Blanco.
Bajando entonces el arma con aire solemne, dio media vuelta y miró a su amo.
—Tiene usted mucha razón, señor Scott. Ese perro es demasiado inteligente para que lo matemos.
El maestro del amor
Al ver Colmillo Blanco que Weedon Scott se le acercaba, se le erizó el pelo y comenzó a gruñir como indicando que no sufriría con paciencia el castigo. Habían transcurrido veinticuatro horas desde que desgarró la mano que aparecía ahora vendada y en cabestrillo. Lo habían acostumbrado en pasados tiempos a aplazarle a veces el castigo, y creía que ahora iba a ocurrir lo mismo. ¿Cómo hubiera podido ser de otro modo? Había cometido lo que para él resultaba un sacrilegio al hundir los dientes en la sagrada carne de un dios, y nada menos que de un dios blanco. Según el orden natural de las cosas y tratándose de un dios, algo terrible debía de ocurrirle.
El dios se sentó a algunos palmos de distancia de él. El animal no vio nada peligroso en ello. Cuando los dioses castigaban, lo hacían de pie. Además, no llevaba garrote, látigo ni arma alguna, y él estaba libre, no había atadura que lo aprisionara. Le sería fácil huir mientras el otro se levantaba. Entretanto, lo mejor era esperar y ver lo que ocurría.
El dios permaneció quieto, sin producir el menor movimiento, y los gruñidos del perro fueron bajando de tono hasta cesar completamente. Entonces el dios habló, y esto hizo que volviera a alarmarse el animal; pero el hombre siguió hablando lenta, tranquilamente, sin hacer el menor movimiento hostil. Por algún tiempo resonaron juntos las palabras del uno y los gruñidos del otro, estableciéndose una especie de correspondencia entre el ritmo de aquellas y el de estos. Pero la conversación del dios parecía interminable. Le estuvo hablando a Colmillo Blanco como nadie le había hablado nunca, suavemente, como si su voz no fuera más que un calmante, con tan amable acento que llegó a impresionar al animal. A pesar suyo y contra todos los impulsos que lo aguijoneaban, adquirió confianza en aquel dios. Sentía una impresión de seguridad que venía a desmentir toda su experiencia adquirida en el trato con los hombres.