Authors: Jack London
Pero a la perra distaba mucho de ocurrirle lo mismo. Precisamente por ser hembra, carecía de aquel instinto, y por otra parte, por pertenecer a la casta de los que guardan ganado, su miedo instintivo a los animales salvajes, y en especial a los lobos, era vivísimo. Para ella, Colmillo Blanco no era más que un lobo, el acostumbrado merodeador que iba siempre en busca de los rebaños desde los tiempos en que a los corderos se les puso por primera vez como guardianes a alguno de los más remotos antecesores que ella pudiera tener. Por esto, mientras él se contenía para no embestirla y evitar hasta el contacto, la perra se le echaba encima mordiéndolo. Se le escapó un gruñido involuntario al sentir la herida; pero, aparte de eso, no hizo más, no demostró deseos de devolver el daño. Retrocedió con las patas muy tiesas dominándose, e intentó hacer un rodeo para pasarle delante. Lo intentó repetidas veces y acudiendo a todos sus hábiles recursos; pero sin resultado. Siempre se la encontraba dispuesta a cerrarle el paso.
—¡
Collie
! ¡Ven aquí! —le gritó el forastero.
—Déjala, papá —dijo riendo Weedon Scott—. Así aprende el otro. Y como es tanto lo que tiene que aprender, no le hará ningún daño empezar desde ahora. Ya se irá acostumbrando pronto.
El carruaje siguió adelante y
Collie
continuaba cerrando el paso a Colmillo Blanco. Este trató de adelantar describiendo un gran círculo a través del prado, pero ella describió también otro más corto y volvió a salirle al encuentro, siempre delante de él y enseñándole los afilados y brillantes dientes. Repitió el perro la operación en sentido opuesto y se dirigió a otro prado, pero volvió a ocurrir lo mismo.
El coche se llevaba a su amo. Colmillo Blanco lograba atisbarlo de cuando en cuando, hasta que desaparecía entre los árboles. La situación era desesperada. Trató de describir otro círculo, y ella lo siguió, corriendo a toda velocidad. Y entonces él, parándose de pronto, se le echó encima. Empleó aquella treta que ya era costumbre para él: hombro contra hombro, la empujó con todas sus fuerzas. La perra no solo fue derribada, sino que, impulsada por la misma velocidad con que corría, rodó por el suelo. A ratos de espaldas, a ratos de lado, luchaba por detenerse, clavando las uñas en la arena y chillando rabiosamente para expresar su herida dignidad, su indignación.
Colmillo Blanco no perdió un momento. El camino estaba despejado y eso era lo único que se había propuesto lograr. Corrió, pues, pero detrás de él fue la perra, sin dejar de alborotar ni un instante. Iban ahora en línea recta y, si aquello se convertía en carrera tendida, Colmillo Blanco era un maestro que podía darle a ella lecciones. La perra corría como una loca, con todo el esfuerzo de que era capaz y que gastaba rabiosamente en cada salto que daba, mientras que el otro parecía deslizarse tan solo suavemente, en silencio, cada vez más lejos, con naturalidad, sin fatiga, como un espectro que resbalaba blandamente por el suelo.
Al rodear la casa para dirigirse a la puerta de la cochera, se encontró con el carruaje; que acababa de pararse y del cual se apeó el amo. En aquel momento, y mientras corría aún a toda velocidad, sintió de pronto que le atacaban por un lado. Era un galgo que se arrojaba sobre él. Colmillo Blanco intentó hacer frente al ataque; pero el mismo impulso que llevaba y el tener demasiado cerca al galgo se lo impidió, recibiendo el golpe en un flanco con tal fuerza y tan inesperadamente que fue arrojado al suelo y por él rodó. Se levantó hecho una furia, con las orejas aplastadas contra el cuello, los labios torcidos y la nariz arrugada. Sus dientes chocaron al cerrarse su boca sin lograr hacer presa en la parte baja y más blanda del cuello del galgo.
El amo acudió corriendo, pero ¡estaba tan lejos…! Y fue nada menos que
Collie
la que salvó la vida del galgo. Antes de que Colmillo Blanco pudiera darle a este la dentellada que significaría su muerte, y precisamente en el instante de atacar, se presentó
Collie
, que, rabiosa por haber sido burlada y vencida, llegó como un huracán.
Su dignidad ofendida, su justa ira y el odio instintivo a aquellos salvajes ladrones que procedían de los bosques, la dominaban. Se arrojó sobre Colmillo Blanco y este rodó de nuevo por el suelo.
Un momento después llegó el amo, que con una mano cogió a su perro dominándolo, mientras el padre de Scott se llevaba de allí a los demás.
—¡Vaya, que para un pobre lobo solitario de la región ártica, la recepción no ha podido ser más calurosa! —dijo Weedon Scott, mientras aplacaba a Colmillo Blanco acariciándolo—. Hasta ahora, en toda su vida, solo una vez habían logrado derribarlo, y en cuanto llega aquí, lo derriban dos veces en el espacio de medio minuto.
El coche se había alejado ya y otros raros dioses salieron de la casa. Algunos se quedaron a respetuosa distancia de Scott; pero dos, que eran mujeres, perpetraron de nuevo aquel acto hostil de echarle los brazos al cuello para estrecharlo en ellos. De todos modos, el perro comenzaba ya a tolerar aquello porque a su dueño no le hacía ningún daño, y los ruidos que en semejante ocasión producían los dioses nada tenían de amenazadores. También parecía que querían acercarse a él; pero con un gruñido los mantuvo a distancia, y las palabras de advertencia que les dirigió su amo acabaron de convencerlos. Entonces el animal se recostó contra las piernas de Scott y este le dio suaves golpecitos en la cabeza.
Bajo la orden de: «¡
Dick
, échate!», el galgo había ido a echarse junto a uno de los pórticos que se elevaban sobre la escalinata de la casa; pero aún gruñía y no dejaba de vigilar malhumorado al intruso. A
Collie
la había tomado por su cuenta una de aquellas mujeres. La tenía abrazada por el cuello y la acariciaba sin cesar; pero
Collie
no acababa de entender aquello y gimoteaba inquieta, tomando como un insulto la presencia de aquel lobo, cosa que no podía atribuir más que a una equivocación de sus amos.
Después, todos los dioses se dirigieron a la escalera para entrar en la casa. Colmillo Blanco los siguió, pegado materialmente a su dueño y señor.
Dick
le gruñó desde el pórtico, y él correspondió del mismo modo desde los escalones.
—Llevaos dentro a
Collie
y dejad que los otros dos salden cuentas a su gusto. Después se harán amigos.
—Entonces será preciso que, para demostrar su amistad, Colmillo Blanco presida el entierro de
Dick
—dijo riendo Weedon Scott.
El otro Scott, el padre, miró con aire incrédulo primero al perro forastero y luego al suyo, y por fin a su hijo.
—¿Quieres decir con eso…?
—Sí, eso mismo…, que puedes dar por muerto a
Dick
dentro de un minuto… o a lo sumo dentro de dos.
Entonces el joven se volvió hacia Colmillo Blanco y le dijo:
—Ven, lobo, vente conmigo. Eres tú el que tendrás que quedarte dentro de la casa.
Con las patas muy tiesas y la cola en alto, el animal fue subiendo la escalera y cruzó el pórtico, sin apartar sus ojos de
Dick
para estar prevenido contra cualquier ataque, y preparado también para no dejarse asustar por nada de lo que hubiera dentro de la casa. Pero no le ocurrió nada que le pareciera pavoroso, a pesar de estarlo observando y escudriñando todo. Entonces se tendió con un gruñido de satisfacción a los pies de su amo. Sin embargo, continuó alerta, dispuesto a saltar contra cualquiera de las terribles trampas que allí debían de esconderse. Si era preciso, arriesgaría su vida en la defensa.
Las posesiones del dios
La naturaleza de Colmillo Blanco lo predisponía a adaptarse a todo, pero además, al estar acostumbrado a los cambios de residencia, comprendía la importancia y necesidad de la adaptación. Allí en Sierra Vista, que era el nombre de la posesión del juez Scott, pronto empezó a sentirse como en su propia casa. No tuvo ya que volver a pelearse seriamente con los otros perros. Estos sabían mucho más que él acerca de los usos y costumbres de los dioses en aquellas tierras del sur, y a sus ojos, el intruso adquirió extraordinaria importancia al ver que acompañaba a los amos en el interior de la casa. Por más lobo que fuera, y aunque el caso fuera una excepción, los dioses acababan de autorizar su presencia allí, y a los perros no les tocaba más que aprobar lo hecho por los dueños.
Dick
se resistió algo al principio; pero hubiera acabado por ser excelente amigo de Colmillo Blanco si este no hubiera sido siempre tan opuesto a hacer amigos. Lo único que él les pedía a los otros perros era que lo dejaran tranquilo, que no se metieran con él. Toda su vida había sido un solitario, y esto era lo que deseaba seguir siendo. Los avances de
Dick
para él eran una molestia, y pronto procuró mantenerlo a distancia. En el norte había aprendido que los perros del amo debían ser respetados, y no olvidó ahora la lección que le enseñaron; pero una cosa era esto y otra que él perdiera la libertad de vivir encerrado en sí mismo. Y así hizo caso omiso de
Dick
hasta que el pobre animal, que no tenía mal fondo, acabó por mirarlo con la misma indiferencia con que miraría una de las estacas clavadas en la pared del establo.
No ocurría lo mismo con
Collie
. Esta lo aceptaba porque así lo mandaban los dioses; pero no le parecía que fuera ello razón suficiente para dejarlo en paz. Todos los crímenes cometidos por los de la casta de Colmillo Blanco clamaban venganza, y ni en un día ni en toda una generación podían olvidarse las innumerables víctimas que siempre habían causado a los rebaños. Aguijoneada por la antipatía que sentía por el intruso, ya que no podía atacarlo directamente, delante de los dioses, se dedicaba a hacerle la vida desagradable por todos los medios que estaban a su alcance. Entre ambos existía una antigua, hereditaria rivalidad, y ya se encargaba ella de recordársela continuamente.
Aprovechándose, pues, de los privilegios de su sexo, la perra no perdía ocasión de molestarlo e, incluso, de maltratarlo. Por un lado, el instinto le impedía devolver los ataques; pero, por otro, la insistencia de estos era tal que resultaba imposible no hacerle el menor caso. Cuando
Collie
arremetía contra él, le volvía generalmente la espalda, que su abundante pelaje protegía contra los dientes de su enemiga, y se alejaba muy tieso y majestuoso; pero cuando los ataques arreciaban demasiado, no tenía más remedio que apartarse describiendo círculos, en los que solo le presentaba un lado del pecho, mientras mantenía la cabeza vuelta hacia el otro lado, mostrando en la cara y en los ojos una expresión que indicaba que su paciencia tenía un límite. Alguna vez, sin embargo, un mordisco dirigido a sus cuartos traseros le hacía acelerar el paso de un modo que carecía en absoluto de majestad; pero por lo general lograba conservar su aire digno, casi solemne. Procuraba demostrar que, para él, era como si la perra no existiera, apartándose de donde ella estaba. En cuanto la veía o la oía venir, se levantaba y se marchaba.
Eran muchas las cosas que Colmillo Blanco tenía que aprender. La vida en las tierras del norte resultaba de una sencillez extrema, comparada con las complicaciones de Sierra Vista. En primer lugar, tuvo que enterarse de todo lo relativo a la familia de su amo. En cierto modo contaba para ello con precedentes que le facilitaban el trabajo. Así como
Mit-sah
y
Kloo-kooch
pertenecían a
Castor Gris
y partían con él la comida, la lumbre y las mantas, también en Sierra Vista todos los moradores de la casa pertenecían a su maestro de amor.
Pero había varias diferencias. Sierra Vista resultaba muy superior a la choza de
Castor Gris
. Las personas que aquí vivían eran muchas: el juez Scott y su mujer; dos hermanas del dueño, llamadas Beth y Mary; la esposa del mismo, Alicia, y los dos hijos del matrimonio, Weedon y Maud, chiquillos de cuatro y seis años, respectivamente. Así no había modo de que alguien le explicara a él quiénes eran tales personas y los lazos de familia que las unían. Sin embargo, se formó la idea de que todos ellos pertenecían a su amo. Luego, por mil detalles: el estudio de sus actos, palabras y hasta entonaciones de voz, fue aprendiendo lentamente los grados de intimidad y de cariño que los unían a todos con su amo, y de acuerdo con esta especie de escala que él adivinó, los trató de una manera o de otra. Lo que su dueño y señor apreciaba, lo apreciaba él también; lo que él quería, lo quería el perro, que se convirtió en su celoso guardián.
Siempre le habían sido antipáticos los chiquillos: los odiaba, y sus manos le inspiraban miedo. Frescos estaban aún en su memoria los recuerdos de las tiranías y crueldades que de ellos tuvo que sufrir en las aldeas indias. Cuando Weedon y Maud se le acercaron por primera vez, les gruñó, en son de advertencia, y los miró con maligna expresión. Un coscorrón que recibió de su amo al mismo tiempo que le reñía enérgicamente, le obligó a permitir que lo acariciaran, aunque siguió gruñendo a media voz durante el rato que sintió encima sus manos. Después observó que su amo parecía quererlos mucho, tanto al niño como a la niña. Con esto bastó, y no hubo ya necesidad de golpes ni de regaños para que se dejara tocar y acariciar por ellos.
Sin embargo, nunca se mostró muy efusivo en sus afectos. Toleró honradamente que los niños de su amo hicieran de él lo que quisieran; pero sometiéndose a ello como se somete uno por necesidad a una dolorosa operación. Cuando ya no podía resistirlo más, se levantaba de donde estuviera echado y se marchaba con aire firme y decidido. Pero hasta esto fue cambiando con el tiempo, y al fin acabaron por gustarle los chiquillos, aunque se mantuviera en su reserva. No corría a su encuentro, ni se marchaba al verlos: sencillamente, los esperaba cuando hacia él se dirigían. Y mucho más tarde pudo notarse también que sus ojos se iluminaban de júbilo al verlos acercarse, y que los buscaba con la mirada, con curiosa expresión de tristeza, al ver que lo abandonaban para ir a jugar.
Todo fue solo cuestión de tiempo. Después de los niños, quien le merecía mayor consideración a Colmillo Blanco era el juez Scott. Dos razones tenía probablemente para ello: la primera, que resultaba evidente el alto aprecio con que su amo lo trataba, y la segunda, que el hombre era poco comunicativo, sobrio en la expresión de sus afectos. Al animal le gustaba echarse a sus pies, en el amplio pórtico, cuando él leía el periódico, dirigiéndole de cuando en cuando una mirada o alguna palabra, pruebas poco molestas de que se fijaba en él, de que reconocía su existencia y veía con gusto su presencia allí. Pero solo ocurría mientras el verdadero amo del perro no andaba por aquellos lugares. En cuanto el dueño aparecía, para Colmillo Blanco dejaban de existir todos los demás seres.