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Authors: Jack London

Colmillo Blanco (23 page)

BOOK: Colmillo Blanco
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Siempre dando vueltas, girando sobre sí como un torbellino, en una dirección o en la contraria, no cejaba en su empeño de librarse de aquel peso —de lo menos veinte kilos— que lo oprimía.

El dogo se limitó a no soltar su presa por nada del mundo. Alguna que otra vez se esforzó en tocar el suelo con los pies para afirmarse y resistirse a ser arrastrado; pero inmediatamente volvía a serlo y a verse volando por los aires, arrebatado por la furia de una de aquellas locas vueltas de Colmillo Blanco.
Cherokee
se conformó al fin con obedecer ciegamente a su instinto. Sabía que, al no aflojar los dientes, estaba haciendo lo que debía, y esto bastaba para producirle deliciosos escalofríos de satisfacción. En tales momentos llegaba a cerrar los ojos y a dejar que su cuerpo fuera lanzado de aquí para allá, sin orden ni concierto, desdeñando cuantos daños pudiera recibir. No valía la pena que se fijara en ellos. Lo esencial era apretar los dientes, no soltar, y así lo hizo.

Colmillo Blanco no cejó hasta que no pudo más. Estaba rendido y no llegaba a comprender aún lo que le estaba pasando, pues no tenía precedente en ninguna de sus luchas. No era así como peleaban los otros perros. Con los otros no tenía más que morder y escaparse, y luego vuelta a empezar. Ahora estaba medio tendido en el suelo, casi sin aliento y esforzándose en recobrarlo.
Cherokee
, aferrados aún los dientes a su cuerpo, en el mismo sitio, procuraba tenderlo de lado. El caído se resistió y entretanto sentía que las quijadas que lo tenían apresado se aflojaban algo, como si fueran a soltarlo, para apretar más después en una especie de masticación. Y a cada uno de estos movimientos, los dientes penetraban más hondamente en la garganta. El método seguido por el perro de presa consistía en conservar lo que ya tenía y esperar una oportunidad para alcanzar más. Ese momento oportuno podía llegar cuando Colmillo Blanco permaneciera quieto. Mientras luchaba,
Cherokee
se contentaba con no soltar la presa.

La hinchada parte posterior del cuello del contrario era lo único que quedaba al alcance de los dientes del caído. Allí mordió Colmillo Blanco, pero sin practicar el sistema de masticación del otro, para lo cual tampoco eran apropiadas sus quijadas. Con esfuerzo espasmódico, desgarró, sajó cuanto pudo, hasta que un cambio de posición se lo impidió. El dogo había logrado hacerle rodar hasta dejarlo de espaldas, y, siempre sin abrir la boca, se le colocó encima. Como un gato, Colmillo Blanco arqueó entonces sus cuartos posteriores y, asestándole rapidísimos golpes en el abdomen, con las garras le abrió tan hondas heridas que por ellas le hubiese sacado el redaño, de no haber girado
Cherokee
rápidamente sobre sus cerradas mandíbulas, apartando el cuerpo hasta formar ángulo recto con el del otro.

Estaba claro: no había modo de escapar de aquellos dientes siempre aferrados a su presa. Era una inexorable fatalidad. Poco a poco se elevaba, siguiendo la yugular. Lo único que salvó a Colmillo Blanco de la muerte fue su abundancia de pelo. Se le quedaba en la boca hecho una bola y los dientes se le embotaban, pero en cuanto se presentaba la ocasión, aumentaba el tamaño de esa especie de bola que tenía en la boca, y el resultado era que Colmillo Blanco se ahogaba lentamente. Su dificultad para respirar crecía por momentos.

Ya casi podía darse la batalla por terminada. Los que habían apostado a favor del dogo no cabían en sí de júbilo, y su número había aumentado. Los otros estaban tan deprimidos que rechazaban ya apuestas de diez o de veinte contra uno, aunque hubo quien se arriesgó tercamente a apostar a favor de Colmillo Blanco. Fue el Hermoso Smith. Dio un paso hacia el círculo en que se verificaba la lucha y señaló con el dedo a su perro. Entonces comenzó a reírse de él del modo más sarcástico y cruel que le fue posible. No se hizo esperar el efecto deseado: Colmillo Blanco, enloquecido de rabia, apeló a las escasas reservas de fuerzas que le quedaban y logró incorporarse hasta quedar en pie. Con la lucha que sostuvo, dando vueltas alrededor del círculo para librarse de aquel terrible peso del dogo que lo agobiaba, su furia se convirtió en loco terror. Había perdido de nuevo toda señal de inteligencia, y solo el ansia animal de vivir lo obligaba a repetir vueltas y vueltas, cayendo aquí y levantándose allá, y hasta se puso a veces en pie para alzar por completo el peso y librarse de una vez de las terribles garras de la muerte.

Al fin cayó tendido de espaldas, extenuado, y el dogo aprovechó la ocasión para aflojar los dientes y clavarlos mejor, ensanchando la herida y apretándole más el gaznate para ahogarlo. Una tempestad de aplausos saludó al vencedor, brotando por todas partes gritos de «¡
Cherokee
…! ¡
Cherokee
!», mientras este contestaba moviendo con fuerza el casi mutilado rabo. Pero no bastaba aquello para distraer su atención, y no porque moviera el rabo debía mover las mandíbulas, que continuaban cerradas, quietas, siempre terriblemente atentas a no soltar la presa.

Pero ocurrió algo que a quien distrajo fue a los espectadores. Se oyó ruido de cascabeles y los gritos de un conductor de trineo. La ansiedad, el miedo de que la policía se acercara, aparecieron reflejados en todos los rostros, excepto en el de Smith. Pronto se divisaron en la parte alta del acostumbrado sendero, y no en la baja, como temían ellos, dos hombres en su trineo y sus correspondientes perros. Era evidente que regresaban de algún viaje de exploración. Al divisar aquella aglomeración de gente, pararon y se acercaron para confundirse con los demás, curiosos por averiguar el motivo de tan animada reunión. De los dos hombres, uno, el que guiaba el trineo, llevaba bigote; pero el otro, más alto que él y más joven, iba afeitado y, por efecto del frío y del ejercicio al aire libre que había activado la circulación de la sangre, tenía el rostro sonrosado.

En realidad, Colmillo Blanco estaba fuera de combate. De cuando en cuando realizaba únicamente espasmódicos esfuerzos, sin resultado alguno. Apenas podía respirar, y la terca presión del dogo hacía que a cada momento le fuera aún más difícil. A pesar de la protección relativa de su peluda piel, su enemigo le habría abierto ya la gran vena del cuello de no ser por haberle mordido en sitio tan bajo que se confundía con el pecho. Pero no necesitó mucho tiempo para ir ensanchando la herida hacia arriba, y se encontró con mucha más piel colgante y mayor cantidad de pelo.

Entretanto, la fiera que dormitaba en los abismos de la naturaleza de Smith despertó, se le subió a la cabeza y le privó de la chispa de razón que le quedaba en los momentos de lucidez. Cuando vio que a Colmillo Blanco empezaban a nublársele los ojos, no tuvo ni un asomo de duda de que había perdido la partida. Entonces, el hombre perdió también los estribos. Saltó junto al pobre perro y desahogó su rabia contra él a patadas. Se oyeron rumores de desaprobación y gritos, pero nada más, y Smith continuó como si tal cosa, hasta que de pronto se produjo gran confusión entre el público. El más alto de los recién llegados se abría paso a viva fuerza, empujando a un lado a cuantos tenía delante, sin el menor miramiento. Cuando consiguió llegar al centro de la pista, Smith iba a darle otra patada al caído perro. Todo el peso de su cuerpo descansaba en aquel momento sobre un solo pie, escasa base para guardar el equilibrio. En aquel mismo instante, el recién llegado le dio un puñetazo certero en el rostro. La única pierna que sostenía a Smith se alejó violentamente del suelo, y todo su cuerpo se elevó en el aire para caer luego de espaldas y chocar con fuerza contra la nieve. Entonces, el intruso se volvió al gentío y les gritó a todos:

—¡Cobardes! ¡Brutos!

También él parecía loco de ira… aunque su furiosa indignación era de cuerdo. Sus ojos grises, metálicos, como de acero, relampagueaban al mirar a la multitud. Smith volvió a ponerse en pie y se le acercó casi sollozando cobardemente. El otro se quedó perplejo un instante. No sabía hasta dónde llegaba la cobardía de Smith, y lo que creyó era que venía a luchar contra él. Así pues, gritándole «¡Bruto! ¡Fiera!», volvió a tenderlo en el suelo de un segundo puñetazo en plena cara. El Hermoso Smith comprendió entonces que el sitio en que se hallaba más seguro era el mismo en que cayó sobre la nieve; allí se quedó inmóvil, renunciando ya a todo esfuerzo por levantarse.

—Ven, Matt, ayúdame —dijo el recién llegado al conductor del trineo, que le había seguido hasta el centro de la pista.

Ambos hombres se inclinaron sobre los perros. Matt cogió a Colmillo Blanco, preparándose a tirar de él en cuanto
Cherokee
soltara a su presa. Para hacerle abrir la boca al dogo, el más joven le tenía cogidas las quijadas esforzándose en separarlas.

Pero era una empresa vana. Mientras forcejeaba, estirando unas veces y retorciendo otras, iba repitiendo furiosamente: «¡Brutos! ¡Bestias!».

La multitud comenzaba ya a rebelarse con indómito impulso contra el intruso, y algunos censuraban a gritos que se hubiera interrumpido su diversión; pero enmudecieron en cuanto el joven levantó la cabeza y clavó sus indignados ojos en ellos.

—¡Condenadas fieras! —exclamó al fin con rabia, y sin añadir más, volvió a su tarea.

—Es inútil, señor Scott; así no se las abrirá usted nunca —observó al cabo de un rato Matt.

Ambos hombres se detuvieron y examinaron a los dos perros, que parecían clavados uno a otro.

—Y no sangra mucho —afirmó Matt—. Aún está a medio camino.

—Sí, pero en el momento menos pensado se nos queda entre las manos —contestó Scott—. ¡Fíjate! ¿Has visto? Ya ha aflojado un poco el otro.

La excitación del joven y su temor de no poder salvar a Colmillo Blanco iban en aumento. Golpeó furiosamente la cabeza de
Cherokee
repetidas veces; pero el perro no despegaba las mandíbulas. Solo movió la cola indicando que comprendía lo que significaban aquellos golpes, pero que él estaba en su derecho a resistirse y que no hacía más que cumplir con su deber.

—Pero ¿no hay nadie que quiera ayudar? —gritó desesperadamente Scott a la muchedumbre.

Nadie contestó. Al contrario, comenzaron a aclamarle sarcásticamente y a darle burlones consejos.

—Tendrá usted que emplear una palanca —observó a su vez Matt.

El otro sacó el revólver de la funda que llevaba sobre la cadera y se esforzó en meter el cañón entre las quijadas del dogo. Empujó con toda su fuerza una y otra vez hasta el punto de que se oía chirriar el acero contra los acerados dientes. Ambos hombres estaban arrodillados con el cuerpo inclinado sobre los perros. Entonces, Tim Keenan se adelantó dirigiéndose a la pista. Se paró junto a Scott y lo tocó en el hombro, diciéndole con aire amenazador:

—No le rompa usted los dientes, caballero.

—Pues entonces lo que le romperé será la cabeza —replicó Scott continuando su tarea de empujar el cañón del revólver para hacerlo servir de cuña.

—Le he dicho a usted que no le rompa los dientes —repitió, con expresión más amenazadora aún que antes, el jugador.

Pero si creyó intimidarle con bravatas, se llevó un chasco. Scott continuó tranquilamente, aunque le dirigió la mirada con frialdad y le preguntó:

—¿Es su perro?

El jugador contestó con una especie de gruñido.

—Pues entonces —añadió el otro—, venga usted aquí y oblíguelo a soltar la presa.

—Bueno, forastero —balbuceó su interlocutor de un modo que resultaba irritante—; pero he de confesar que no lo hice en mi vida con mis propias manos y que ignoro el procedimiento.

—Pues entonces apártese —fue la respuesta—, y no me moleste más. Estoy ocupado.

Tim Keenan se quedó allí mirando; pero Scott no le hizo ya el menor caso. Había logrado introducir el cañón entre las quijadas, por un lado, y forcejeaba para hacerlo salir por el lado opuesto. Una vez conseguido, fue apalancando suavemente y con cuidado hasta abrir poco a poco las cerradas mandíbulas, mientras Matt aprovechaba los momentos oportunos para ir retirando el magullado y herido cuello de Colmillo Blanco.

—Esté usted preparado para retirar a su perro —le ordenó secamente Scott al dueño de
Cherokee
.

El jugador obedeció y se agachó, asiendo fuertemente al animal.

—¡Ahora! —gritó Scott, con una presión final sobre la palanca.

Los perros fueron separados, aunque el dogo se resistió vigorosamente a ello.

—Lléveselo —mandó Scott, y Tim Keenan arrastró a
Cherokee
hacia la multitud, confundiéndose con ella.

Colmillo Blanco intentó repetidas veces incorporarse, sin lograrlo. Al fin, pudo ponerse en pie, pero la debilidad de sus piernas le impidió sostenerse y, desfallecido, volvió a caer sobre la nieve. Tenía medio cerrados los ojos, de apariencia vítrea; abiertas las mandíbulas, y entre ellas asomaba la lengua, enlodada y colgante. Daba la sensación de que había sido estrangulado. Matt lo examinó cuidadosamente.

—Casi ha acabado con él —dijo—, pero aún respira.

Smith, que se había levantado ya del suelo, se acercó para mirar a Colmillo Blanco.

—Matt, ¿cuánto vale un buen perro de trineo? —preguntó Scott.

El interrogado, de rodillas aún en la nieve e inclinado sobre el animal, estuvo calculando un momento.

—Trescientos dólares —contestó.

—Y ¿cuánto podría darse por uno que estuviera en el estado de este? —preguntó Scott tocando con el pie a Colmillo Blanco.

—La mitad de ese precio.

Entonces Scott se volvió hacia Smith.

—¿Lo has oído, fiera? Te voy a quitar tu perro, y voy a darte por él ciento cincuenta dólares.

Abrió la cartera que llevaba y contó los billetes. Smith se echó las manos a la espalda y se negó a tomar el dinero que le ofrecían.

—No lo vendo —dijo.

—¡Ah, sí! Tú lo vendes —afirmó el otro—. Porque yo lo compro. Ahí tienes tu dinero. El perro es mío.

Smith, con las manos atrás aún, fue retrocediendo.

Scott se precipitó hacia él de un salto con la intención de darle un puñetazo.

—Estoy en mi derecho —dijo el monstruo casi llorando.

—No tienes ningún derecho ya a seguir en posesión de ese perro —fue la contestación—. ¿Vas a tomar ese dinero o quieres que vuelva a pegarte?

—Bueno, lo tomo —dijo Smith con la precipitación propia del miedo—. Pero conste que es porque me obligan —añadió—. El perro es mío y no voy a dejármelo robar. Todo hombre tiene sus derechos.

—Perfectamente —replicó Scott, entregándole los billetes—. Todo hombre tiene sus derechos; pero tú no eres un hombre: tú eres una bestia.

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