Authors: Jack London
Con seguridad que todo esto no eran más que impresiones, pero como por ellas, más que por el pensamiento, se guían los animales en sus actos, los de Colmillo Blanco respondían al convencimiento de que los hombres blancos eran dioses de la clase superior. Ante todo, los miraba con gran recelo. No podía imaginar qué terroríficos procedimientos emplearían, qué ocultos y misteriosos daños podrían causar. Los observaba con curiosidad, muy temeroso siempre de que ellos se percataran de que lo hacía. Durante las primeras horas se contentó con estar disimuladamente al acecho, manteniéndose a prudente distancia; pero como luego vio que no les ocurría nada malo a los perros que entre ellos andaban, se acercó más y más.
A su vez, él fue objeto de gran curiosidad por su parte. Notaban enseguida su aspecto de lobo y se lo señalaban unos a otros con el dedo. Aquella mera acción bastó para ponerlo en guardia, y cuando intentaron aproximársele, les mostró los dientes y retrocedió. Ni uno pudo conseguir ponerle la mano encima, y fue una fortuna para ellos que no lo lograran.
Pronto, Colmillo Blanco comprendió que allí vivían poquísimos de aquellos dioses. No serían más de una docena. Cada dos o tres días, un vapor —otra manifestación colosal de su poder— llegaba a la orilla y se quedaba atracado durante muchas horas. Los hombres desembarcaban de estos vapores y en ellos volvían a alejarse después. Los blancos parecían ser innumerables. Vio más blancos en esos primeros días que indios había visto durante toda su vida. Y después continuaron llegando por el río, parándose, y desapareciendo de nuevo corriente arriba.
Pero si los dioses blancos eran infinitamente poderosos, sus perros valían bien poco. Pronto lo averiguó al mezclarse con los que llegaban a la orilla acompañando a sus amos. En la forma y en el tamaño ofrecían la mayor variedad. Unos eran de piernas cortas, demasiado cortas; otros las tenían muy largas…, demasiado largas. Hasta su pelaje era distinto, más pobre, menos poblado. Y, sobre todo, ninguno de ellos sabía pelear.
Como enemigo de los de su raza, era natural que Colmillo Blanco se apresurara a luchar con cuantos podía. Así lo hizo, y el desprecio que le inspiraron fue inmenso. Flojos y torpes, muy amigos de meter ruido y moverse mucho, intentando inútilmente conseguir por la fuerza lo que lograba él por medio de la destreza y de la astucia. Cuando lo acometían ladrando, de un salto se apartaba a un lado. Entonces se quedaban perplejos, como perdidos, y aprovechando el momento, él atacaba por el flanco, derribándolos, y les clavaba los dientes, como de costumbre, en el cuello.
A veces, tan certero era el golpe que el perro rodaba por el fango fuera ya de combate, para caer en las garras de toda la manada de perros indios, que solo esperaba aquello para despedazarlo. Colmillo Blanco era sagaz. Había tenido ocasiones sobradas para aprender que los dioses se enojaban grandemente cuando les mataban a sus perros. Y aquellos blancos no constituían una excepción de la regla. Por eso, cuando había logrado revolcar a alguno de sus naturales enemigos y abrirle la garganta a dentelladas, se contentaba con retirarse, dejando que los de su manada acabaran de realizar el cruel trabajo de despedazarlo. Sobre ellos se arrojaban entonces los furiosos hombres blancos, mientras Colmillo Blanco se marchaba tranquilamente, parándose a cierta distancia para ver cómo llovían sobre sus compañeros piedras, palos, hachas y toda clase de armas arrojadizas. Sí, Colmillo Blanco era muy sagaz.
Pero los hombres mostraron también, a su modo, que no carecían de sagacidad; así contribuyeron a completar las enseñanzas que iba recibiendo. Vieron que aquella pesada broma se repetía siempre que atracaba por primera vez un vapor a la orilla. Una vez que les habían matado los dos o tres primeros perros que habían desembarcado, encerraban a bordo a todos los demás y se dirigían ellos solos a vengarse de sus asaltantes. Uno de los hombres blancos que vio a su perro setter despedazado por los otros, echó mano del revólver y lo disparó seis veces seguidas, dejando muertos o moribundos a otros tantos de la manada. Fue esta una manifestación más de poderío que se grabó profundamente en la memoria de Colmillo Blanco.
Disfrutaba este con todo aquello. No sentía más que odio hacia los de su raza, y era bastante listo para escapar ileso de tales batallas. Al principio, matar los perros de los hombres blancos fue para él un juego. Después se convirtió en su especial ocupación. No tenía otro trabajo.
Castor Gris
andaba muy atareado, enriqueciéndose con su comercio. Así pues, se dedicó a merodear con toda su jauría india por el desembarcadero, esperando la llegada de los buques. En cuanto atracaba uno, comenzaba la lucha, y algunos minutos después, cuando los tripulantes ya se habían repuesto de la sorpresa, la banda canina quedaba disuelta y desaparecía. Todo había terminado, hasta que llegaba una nueva embarcación forastera.
Pero no podría decirse que Colmillo Blanco formara parte de aquella especie de cuadrilla de desalmados. Ni siquiera se mezclaba con ellos, permaneciendo aparte, siempre fiel a sí mismo y temido por los demás. Verdad que colaboraba con ellos. Él era el que empezaba la lucha con el forastero, mientras los otros esperaban, para arrojarse en el momento oportuno sobre la víctima; pero también era igualmente cierto que él se retiraba y dejaba que los demás recibieran el castigo de los airados dioses.
No era muy difícil promover estas peleas. Su sola presencia bastaba para ello. En cuanto acertaban a verlo, arremetían contra él, obedeciendo al instinto. Para ellos representaba lo salvaje, lo desconocido, lo terrible, lo amenazador, lo que se arrastraba sobre las tinieblas alrededor de las hogueras de los primitivos tiempos cuando ellos, muy acurrucados contra la lumbre, se esforzaban en dar una nueva forma a sus instintos, aprendiendo a temer a aquel mundo salvaje del cual procedían y que abandonaron haciéndole traición.
A través de todas las generaciones, transmitiéndose de una a otra, se imprimió en ellos ese miedo a la vida salvaje, que representaba el horror, la destrucción. Y durante todo ese tiempo tuvieron permiso de sus dueños para matar todo lo que procedía de las selvas. Al hacerlo, atendían no solo a su propia conservación, sino también a la de los dioses en cuya propia compañía vivían.
Por eso, en cuanto aquellos perros descendían del barco, trotando por el puentecillo de tablones hasta la orilla del Yukón, y veían a Colmillo Blanco, experimentaban el impulso irresistible de arremeter contra él y despedazarlo. No importaba que se hubieran criado siempre entre ciudades: su temor instintivo a lo salvaje era idéntico. No veían al lobo con sus propios ojos solamente, sino también con los de sus antepasados, y por ley de la herencia, luchaban contra el lobo. Todo aquello llenaba de júbilo a Colmillo Blanco. Si su vista bastaba para que lo atacaran, mejor para él y peor para sus enemigos. Lo consideraban como legítima presa, y con igual moneda les pagaba él.
No en balde había nacido en un solitario cubil y había sostenido sus primeras batallas con la perdiz blanca, la comadreja y el lince. Y no en balde le había amargado la vida la persecución de
Lip-Lip
y de todos los cachorros. Si los acontecimientos se hubieran desarrollado de otra manera, tal vez sería diferente. Sin
Lip-Lip
, se hubiera mezclado con los otros cachorros como uno de tantos, se hubiera desarrollado como un verdadero perro y aficionado a los de su raza. Si
Castor Gris
hubiese poseído aquella sonda que se llama cariño, que se llama amor, habría podido llegar con ella a lo hondo de la naturaleza de Colmillo Blanco y sacar de allí a la superficie toda suerte de buenas cualidades. Pero no ocurrieron así las cosas. La arcilla adquirió en el molde la forma que hoy tenía, la de un ser huraño y solitario, sin amor y todo ferocidad: el enemigo, en fin, de los de su propia raza.
El dios loco
En fuerte Yukón había pocos hombres blancos, y estos hacía tiempo que estaban en el país. Se llamaban a sí mismos
los de la levadura
y se mostraban orgullosos de darse tal nombre. Por los demás, los novatos aún, no sentían otra cosa que desprecio. En cuanto a los recién llegados, que acababan de desembarcar, eran conocidos por
los chechaquos
, calificación que evidentemente debía de serles desagradable, a juzgar por la cara con que la recibían. Estos usaban para amasar esa conocida harina de arroz preparada que lo hace más ligero, y ello constituía una irritante distinción para los otros, que, por no tener tal preparado, se veían obligados a usar la tradicional levadura.
Pero no quedaba ahí la cosa. Los que estaban en el fuerte no solo desdeñaban a los recién llegados, sino que también veían sus desazones con verdadero júbilo. Lo que más gracioso hallaban eran los estragos que entre sus perros producían Colmillo Blanco y toda su pandilla. En cuanto llegaba un vapor, los moradores del fuerte se daban cita para no perder ni un detalle de la batalla canina, que les parecía siempre muy divertida. La esperaban con la misma fruición anticipada de los perros indios, apreciando especialmente el salvajismo y la destreza de la parte que en ella le correspondía a Colmillo Blanco.
De todos aquellos hombres, uno en particular gozaba grandemente con tal espectáculo. Acudía a la carrera al oír el primer silbido del buque, y cuando la pelea había terminado y toda la manada quedaba dispersada, regresaba lentamente al fuerte, mostrando en el rostro el pesar de que se hubiera acabado todo tan pronto. A veces, si uno de aquellos pobres perros meridionales, poco endurecido en la lucha, aullaba aterrorizado y moribundo, el hombre no podía contenerse y manifestaba su gozo con brincos y piruetas. Y ni un minuto apartaba los codiciosos ojos de Colmillo Blanco.
A este hombre, los otros del fuerte le llamaban Hermoso. Nadie sabía su nombre de pila, y, por lo general, los del país le apellidaban el Hermoso Smith. Pero si algo le faltaba, era precisamente hermosura. Por ser la antítesis de ella, debieron de llamarle así. Era feísimo; la naturaleza no podía haberse mostrado más avara con él. Empezaba por ser de muy escasa talla, y sobre la pequeña base de tal cuerpo descansaba una cabeza más pequeña aún. Podría decirse que remataba en punta, y lo cierto era que, de pequeño, antes de que le apodaran Hermoso, sus compañeros le llamaban Cabeza de Alfiler.
De cabeza pequeña y frente baja y notable por su anchura, la naturaleza, como si se hubiera arrepentido de mostrarse tan parca en el comienzo, decidió abrir la mano en las facciones. Sus ojos eran grandes, y entre uno y otro había distancia suficiente para que cupieran los dos. La cara resultaba prodigiosa respecto a lo demás del cuerpo. Para contar con mucho espacio disponible, fue dotada de una mandíbula inferior enorme, de marcado pragmatismo. Ancha, maciza, con gran proyección hacia delante y hacia abajo, parecía descansar sobre su pecho. Quizá aquella apariencia era debida a la fatiga del delgado cuello, que no podía, en rigor, con el peso de semejante volumen.
La vista de aquella mandíbula producía la impresión de un carácter feroz y decidido. Pero algo faltaba allí, o sobraba. Tal vez pecaba por exceso. El hecho era, sin embargo, que la impresión que daba no tenía nada que ver con la realidad. Todos sabían que el Hermoso Smith era el mayor cobarde del mundo, el lloraduelos más débil y tembleque que imaginarse pueda. Para completar su descripción, tenía los dientes grandes y amarillentos, y sus colmillos superiores, de mayor tamaño que los inferiores, sobresalían de los delgados labios como verdaderos colmillos perrunos. También sus ojos eran de un amarillo terroso, sucio, como si a la naturaleza se le hubieran acabado los pigmentos al llegar a ellos y hubiese mezclado los escasos residuos de sus tubos de colores. Lo mismo ocurría con el pelo, ralo, irregular en su crecimiento, de un ocre fangoso, impuro, y que brotaba en mechones singularísimos de la cabeza y del rostro, con aspecto muy semejante al de un trigal en que el viento agrupó las revueltas espigas. Para decirlo en una palabra: el Hermoso Smith era un monstruo, y él no tenía la culpa de serlo: así salió del molde. Cocinaba para los que vivían en el fuerte, les lavaba los platos y atendía a las demás faenas de la casa. No lo trataban con desprecio, sino más bien con una especie de amplia tolerancia, como la que suelen inspirar ciertos infelices para quienes bastante desgracia fue ya el nacer. Además, le temían. Sus enfurecimientos de cobarde les infundían el recelo de que el mejor día les dispararía un tiro por la espalda o les echaría algún veneno en el café. Pero ¡qué remedio! Alguien debía encargarse de la cocina, y por muy corto de alcances que fuera él para otras cosas, no cabía negarlo: sabía cocinar.
Y ese era el hombre que miraba siempre a Colmillo Blanco, encantado con sus feroces proezas y deseando apoderarse de él. Desde el principio hizo todo lo posible por atraerlo. Colmillo Blanco no le hizo el menor caso. Más tarde, como su admirador insistía mucho, acabó por enseñarle los dientes, con todos los pelos erizados. No le gustaba aquel hombre. Le producía mala impresión. Sentía que había algo malo en él, y huía de la mano que intentaba acariciarlo y de las palabras que dirigía para amansarlo. Precisamente por aquello odiaba aún más a aquel hombre.
Para todos los seres poco complacidos, el bien y el mal son cosas de fácil comprensión. El bien se halla del lado en que está todo lo que proporciona bienestar, satisfacción y allí vio o desaparición del dolor. Por eso les gusta el bien. El mal representa para ellos todo lo que ocasiona malestar, lo que amenaza, lo que duele, y proporcionalmente a esto les inspira odio. La impresión que el Hermoso Smith le producía a Colmillo Blanco era malísima. De aquel cuerpo, tan torcido como las intenciones de su mente, parecían desprenderse emanaciones palúdicas, que sin duda eran malsana manifestación de lo que en él se albergaba. No por medio del razonamiento, ni de sus cinco sentidos solo, sino por un remoto e inexplicable instinto, el animal adivinaba que aquel hombre era una amenaza de males sin cuento, que los llevaba en sí mismo, y que, por consiguiente, resultaba algo malo que la prudencia aconsejaba odiar.
Colmillo Blanco se hallaba en el campamento de
Castor Gris
la primera vez que el Hermoso Smith lo visitó. Por el solo levísimo rumor de distantes pasos, aun antes de que llegara a verlo, supo quién era el que se acercaba, y enseguida comenzaron a erizársele los pelos. Hasta entonces había estado tendido en el suelo cómoda y descuidadamente; pero se levantó en el acto, y al llegar el hombre, se deslizó, como un verdadero lobo, hasta el otro extremo del campamento. Aunque ignoraba lo que decían los dos hombres, vio que departían animadamente. Hubo un momento en que el forastero lo señaló a él con el dedo, y Colmillo Blanco gruñó entonces como si aquella mano fuera a caerle encima, en vez de hallarse a bastantes metros de distancia. El hombre se rió al observarlo, y el animal se escabulló a los bosques vecinos, volviendo la cabeza de vez en cuando para no perderlo de vista.