Authors: Jack London
Pocos días después de ocurrir esto, llegó a un extremo del bosque donde una estrecha faja de tierra descendía hasta el río Mackenzie. La conocía de antes, de cuando estaba desierta; pero ahora la ocupaba una aldea. Oculto aún entre los árboles, se paró a observarla. El aspecto, los ruidos, hasta los olores, le eran familiares. Se trataba de una aldea antigua trasladada a otro sitio. Pero en todo aquello había algo diferente de cuando él la abandonó. No resonaban ya gemidos ni lamentaciones, sino alegres rumores, y cuando entre ellos oyó, de pronto, la airada voz de una mujer, comprendió enseguida que hasta aquel enojo denotaba el vigor de un estómago satisfecho. Además, a su olfato llegaba olor de pescado. Había, pues, comida. El hambre no existía ya. Se atrevió entonces a salir del bosque y trotó con aire decidido hasta la aldea, directo a la choza de
Castor Gris
. Este no se hallaba allí; pero
Kloo-kooch
lo recibió con alegres exclamaciones, le dio pescado fresco, y Colmillo Blanco se echó tranquilamente, esperando el regreso de su amo.
El enemigo de su raza
Si alguna aptitud, por remota que fuera, pudo existir en el fondo de su naturaleza para fraternizar con los de su raza, esa aptitud quedó para siempre destruida en Colmillo Blanco cuando lo hicieron guía del tiro que arrastraba el trineo. Porque ahora todos los perros lo odiaban…, lo odiaban por la ración extraordinaria de carne que le reservaba
Mit-sah
; por todas las distinciones, reales o imaginarias, de que era objeto; porque iba disparado siempre, delante de todos los demás, enloqueciéndolos con la perpetua vista de aquella poblada cola que se mecía en el aire y de aquellas patas posteriores en constante fuga.
Y con igual fervor correspondía a tal odio Colmillo Blanco. No le gustaba guiar el tiro. Verse obligado a correr delante de toda la jauría, como si esta lo persiguiese aullando continuamente, y pensar que no había uno de aquellos perros a quien él no hubiera zurrado y sometido durante tres años, era algo superior a sus fuerzas. Pero, pudiera o no, tenía que soportarlo o morir, y de esto último no sentía el menor deseo aquel caudal de vida que él atesoraba.
En el mismo momento en que
Mit-sah
dio la orden de partir, vio a todo el tiro embistiéndolo a él con ansiosa y salvaje gritería. No había defensa posible. Si se volvía para hacerles frente,
Mit-sah
le lanzaría un latigazo en la cara. No le quedaba más recurso que correr, huir. A coletazos y a patadas no podía pelearse con toda la jauría que venía detrás embistiendo. No iba a emplear armas tan débiles contra tantos y tan poderosos dientes. ¡A huir, pues, aunque para ello tuviera que violentar su propia naturaleza, su orgullo, a cada salto que daba, y esos saltos durarían el día entero!
Ir en contra de los naturales impulsos provoca una profunda reconcentración y el espíritu se resiente de ello. Ocurre lo mismo con un pelo cuya dirección, que es la de apartarse del cuerpo del que procede, se ve contrariada. Se enrosca sobre sí mismo, vuelve al punto de partida, y se convierte, al clavarse en la piel, en causa continua de irritación y molestia. Así ocurrió con Colmillo Blanco. Sentía el impulso de arrojarse contra la perrada que aullaba detrás de él; pero la voluntad de los dioses se lo prohibía, y aquel larguísimo látigo se lo recordaba constantemente. La consecuencia fue que, devorando su amarga pena, la convirtió en el odio y la astucia propios de la ferocidad indomable de su naturaleza.
Si alguien hubo en el mundo que se distinguiera por ser el mayor enemigo de su propia raza, ese fue Colmillo Blanco. Guerra sin cuartel es lo que deseaba. Si continuamente lo herían las dentelladas de los otros, continuamente marcaba también con ellas a los demás. Cuando le desenganchaban, Colmillo Blanco jamás se acurrucaba, como el resto de los perros del trineo, a los pies de los dioses en demanda de protección. Él la despreciaba. Lo que hacía era pasearse con aire audaz por el campamento, volviendo de noche las injurias recibidas durante el día. Cuando aún no era más que uno de tantos, había acostumbrado a sus compañeros a dejarle el paso libre. Ahora las cosas eran muy distintas. Excitados por la diaria persecución de su guía, inconscientemente influidos por el repetido espectáculo de su fuga ante la jauría en masa, dominados por aquella impresión de que ellos eran allí los que mandaban a su jefe durante las horas del día, no podían avenirse fácilmente a cederle el paso. En cuanto se presentaba ante ellos, surgía la lucha, y todo eran gruñidos, dentelladas y ladridos. Hasta el aire que respiraban parecía saturado de odio y de maldad, con lo que él se volvía cada día más iracundo.
Cuando
Mit-sah
dio orden de que se parara el trineo, Colmillo Blanco obedeció. Se produjo al principio algún desorden entre los otros perros, porque todos querían arrojarse contra su odiado guía, solo por el gusto de invertir el orden de las cosas. Pero detrás de él estaba
Mit-sah
, haciendo silbar la fusta sobre sus cabezas. Los perros llegaron a entender que cuando todo el tiro se paraba por mandato del dueño, era preciso que dejaran tranquilo a Colmillo Blanco. Pero cuando él se paraba, por su antojo y no por obediencia a la orden recibida, entonces sí podían echársele encima y hasta matarlo, si les era posible. Tras algunas ocasiones en que esta teoría se puso en práctica, Colmillo Blanco ya no se paraba si no se lo mandaban. Pronto aprendió lo que querían que hiciera. La realidad misma le obligaba a ello si quería salir con vida.
Pero lo que nunca fueron capaces de aprender los perros fue a no meterse con él cuando estaba en el campamento. No había día en que, ansiosos por perseguirlo y desafiarlo, no olvidaran la dura lección que les había dado él la noche anterior, y aquella noche tendría que repetírsela, para ver de nuevo cómo la olvidaban al día siguiente. Además, sentían que entre él y los demás había cierta diferencia de raza, lo que era causa suficiente para su hostilidad. Como él, los otros eran, en su origen, lobos domesticados; pero su domesticación databa de generaciones enteras. Buena parte de lo que la vida salvaje trae consigo lo habían perdido ya, y aquella clase de vida significaba para ellos lo desconocido, lo terrible, la amenaza y el temor constantes. En cambio, para él, lo salvaje formaba aún parte de su naturaleza. Se traslucía en su aspecto, en sus actos, en sus impulsos. Él lo simbolizaba, era su personificación, y por ello, cuando le mostraban los dientes, no hacían más que defenderse contra los poderes destructivos que había latentes en las sombras del bosque y en las tinieblas que se extendían más allá de las crepitantes hogueras del campamento.
Pero hubo una lección que jamás olvidaron los perros: mantenerse siempre juntos. Colmillo Blanco era demasiado terrible para que cualquiera de ellos le hiciera frente por sí solo.
Lo atacaban en masa, pues de no ser así, él los hubiera ido despachando a todos, uno a uno, en el transcurso de una noche. Ahora jamás se le había presentado ocasión de hacerlo. Podía llegar a revolcar a alguno de ellos; pero antes de que tuviera tiempo de herirlo mortalmente en el cuello, según su costumbre, ya tenía encima a todos los demás. A la primera señal de peligro se unían contra él, olvidando todas las rivalidades y luchas menores que hubieran podido dividirlos.
Por otra parte, aunque lo intentaron, tampoco ellos lograron matar a Colmillo Blanco. Era más ágil, más formidable y listo que sus enemigos. No se dejaba acorralar, siempre encontraba una salida cuando ya casi lo tenían rodeado. Tampoco había entre todos ellos uno que fuera capaz de derribarlo. Sus patas se aferraban al suelo con la misma tenacidad con que se aferraba él a la vida. Y verdaderamente, la conservación de esta y el mantenerse en pie eran casi una misma cosa en aquella guerra incesante. Nadie mejor que él lo sabía.
Así se convirtió en el enemigo de su raza, de aquellos lobos domesticados que el amor de la lumbre y de los hombres y el amparo del poderío de estos habían hecho más flojos y débiles. En cambio, Colmillo Blanco era duro, cruel, implacable. Así había moldeado la arcilla dúctil de su naturaleza. Y de tan terrible modo ponía en práctica la vengadora guerra que había declarado a todos los perros, que hasta al propio
Castor Gris
, bien feroz y salvaje por cierto, llegó a maravillarle la ferocidad que mostraba. Juraba el hombre que jamás había visto animal semejante a aquel, y lo mismo opinaban los indios de las otras aldeas al enumerar los perros que les había matado.
Iba a cumplir los cinco años cuando
Castor Gris
lo llevó consigo al emprender otro largo viaje. Se recordaron durante mucho tiempo los estragos causados por él entre las jaurías de las muchas aldeas que se hallaban a lo largo del río Mackenzie y hasta el Yukón. Gozaba de aquella venganza contra los suyos, que resultaba fácil, pues se trataba de perros comunes y que nada sospechaban. Ni conocían su agilidad, ni su método de ataque sin aviso previo, ignorando que mataba con la rapidez del rayo. Se le acercaban con los pelos erizados, muy tiesas las patas y con aire de desafío, mientras él, sin perder tiempo en preliminares, se disparaba como un resorte de acero, se agarraba a su cuello y los dejaba fuera de combate antes de que se hubieran dado cuenta de lo que ocurría, con la angustia de la sorpresa.
Llegó a ser un consumado maestro en la lucha. Sabía reservar sus fuerzas, no gastándolas inútilmente. Era muy rápido tanto a la hora de atacar como a la de retirarse, en caso de haber errado el golpe. La repugnancia característica del lobo por las luchas que podían llamarse a brazo partido, la sentía él también en grado sumo. El contacto prolongado con otro cuerpo se le hacía insoportable. Lo consideraba como un peligro seguro y le enloquecía de furor. Necesitaba hallarse apartado, libre, en pie siempre, y sin sentir el contacto de otra vida. Llevaba impreso el sello del salvajismo. Tal sentimiento se había acentuado en él por su existencia nómada, de paria y de rebelde, desde que era cachorro. En todo contacto veía algún daño oculto. Era la trampa, la trampa que le inspiraba tan profundo terror que parecía formar parte de su ser, llevarlo entretejido en cada fibra de su cuerpo.
Como consecuencia de ello, no había perro forastero que al encontrarse con él pudiera cogerlo descuidado. Al contrario: evitaba sus dientes, les caía encima por sorpresa o se marchaba, generalmente sin haber recibido el menor daño. Aunque había algunas excepciones, como cuando eran varios los perros que lo embestían, o uno solo lograba desgarrarle la piel. Pero esto eran meros accidentes, a los que, como buen luchador, no concedía importancia.
Otra de las ventajas que poseía era el saber medir exactamente el tiempo y la distancia. Y no lo hacía de un modo consciente, sino automático. Tenía buen ojo y su visión era transmitida con toda precisión al cerebro. Era superior en ello a la mayoría de los perros, resultando una máquina mucho mejor organizada, nerviosa, mental y muscularmente. Al recibir las impresiones de los actos, comprendía enseguida el espacio que los limitaba y el tiempo que necesitaban para su completa realización. Así podía evitar que, al saltar, otro perro hiciera presa en él, o que sus colmillos lo tocaran, y al mismo tiempo aprovechar el brevísimo instante en que debía verificarse su propio ataque. Física y mentalmente era un prodigio, sin más mérito, por otra parte, que el haberse mostrado más generosa con él la naturaleza que con la mayoría de sus semejantes.
Colmillo Blanco llegó a Fuerte Yukón en pleno verano.
Castor Gris
había cruzado la gran vertiente entre el Mackenzie y el Yukón a fines de invierno, y había pasado la primavera cazando al pie de los picachos del lado occidental de los Montes Pedregosos. Luego, aprovechando el deshielo, construyó una canoa y descendió con ella por la corriente del arroyo Puerco Espín, hasta su cruce con el Yukón, algo por debajo del círculo polar ártico. Allí estaba el viejo fuerte perteneciente a la Compañía de la Bahía de Hudson, abundaban los indios y los víveres, y con ellos, un barullo y animación sin precedentes. Era el verano de 1893, y miles de aventureros que iban en busca de oro remontaban el Yukón hasta Dawson y el Klondike. Distantes aún centenares de kilómetros del punto al que se dirigían, muchos llevaban ya, sin embargo, un año de viaje, y lo menos que había recorrido cualquiera de ellos era unos ocho mil kilómetros, lo que no resultaba nada en comparación con las distancias hechas por los viajeros que venían desde la otra parte del mundo.
Al llegar allí,
Castor Gris
se paró. A oídos suyos había llegado el rumor de aquella invasión de buscadores de oro, y por eso traía consigo numerosos fardos de pieles, guantes de caza cosidos con intestinos retorcidos y mocasines. No se hubiera aventurado a emprender tan largo viaje si no esperara obtener del mismo óptimos frutos. Pero la realidad superó en mucho a lo soñado. No confiaba más que en obtener un cien por cien de ganancia, y se encontró con que se elevaba al mil por ciento. Y como todos los indios, no se precipitó, sino que, estableciéndose allí, fue colocando sus géneros calmosamente y con el mayor cuidado, decidido a no malvender ni uno, aunque para ello tuviera que quedarse todo el verano y aun el invierno siguiente.
En Fuerte Yukón fue donde Colmillo Blanco vio por primera vez un hombre de una raza distinta de la de los indios a que él estaba acostumbrado: un hombre blanco. Lo comparó con los otros y decidió que era un ser perteneciente a una raza de dioses superiores. Su primera impresión fue la de un período no igualado por los demás, y en esto precisamente estribaba lo típico de las divinidades. No hubo en él razonamientos para llegar a la generalización de que los dioses blancos eran los más poderosos. Fue una impresión tan solo, pero fortísima. Igual que cuando era cachorro veía en el amenazador volumen de aquellas chozas que los hombres levantaban una prueba de lo que ellos eran capaces de hacer, le impresionó profundamente el aspecto de las casas y del enorme fuerte que contemplaba ahora, todo construido de macizos troncos de árboles. Aquello sí que era una manifestación de fuerza por parte de los dioses blancos. Poseían un dominio sobre la materia que jamás había observado él en otros, aunque entre ellos estuviera el poderosísimo
Castor Gris
. Al fin y al cabo, su mismo amo resultaba ahora un simple diosecillo, comparado con los de piel blanca.