Authors: Jack London
Entre ellos y Colmillo Blanco había algo que los diferenciaba. Tal vez comprendían su origen salvaje, e instintivamente este les inspiraba la enemistad que los perros domésticos sienten hacia el lobo. Sea lo que sea, lo cierto es que se unieron a
Lip-Lip
para perseguirlo. Y una vez declarados en contra suya, no les faltaron razones para continuar siendo sus enemigos. No quedó ni uno que, de cuando en cuando, no trabara conocimiento con sus dientes, y en honor de la verdad hay que decir que devolvía más de lo que recibía. A muchos de ellos hubiera podido hacerles correr de lo lindo en singular combate; pero tal clase de lucha le fue siempre negada. En cuanto comenzaba una, se convertía aquello en señal para que los perros más jóvenes del campamento acudieran a la carrera y se le echaran encima.
De esta persecución en cuadrilla aprendió dos cosas importantes: cómo mantenerse hábilmente a la defensiva en ataques en masa contra él dirigidos, y cómo causarle a un solo perro el mayor daño posible en el más breve tiempo. Mantenerse a pie firme en medio de toda aquella masa hostil significaba salir con vida de allí, y se convenció tanto de aquella verdad, que su habilidad para no caerse parecía más propia de un gato. Hasta en el caso de que perros mayores lo empujaran de lado o hacia atrás, al recibir el choque de sus arremetidas, sabía dejarse llevar por el impulso, o en el aire, o deslizándose sobre el suelo; pero nunca con las patas por alto, y siempre con los pies apuntando a la tierra.
Cuando los perros luchan, no suelen hacerlo sin ciertos preliminares: gruñidos, pelos erizados, contoneos, las piernas muy tiesas. Pero Colmillo Blanco aprendió a omitir estos preparativos. Todo retraso suponía dar tiempo a que llegaran los perrillos más jóvenes. Era preciso obrar rápidamente y retirarse. Así se acostumbró a no dar señales por las que pudiera averiguarse su intención. Arremetía de pronto, mordía y sajaba en un instante, sin previo aviso, y evitaba con ello que sus contendientes pudieran prepararse para el ataque. Así, el daño resultaba más rápido y mayor; la sorpresa era un arma cuyo valor aprendió él a apreciar. El perro que era cogido por descuido cuando no había tenido aún tiempo de ponerse en guardia, y al cual le rajaban un hombro o le desgarraban una oreja hasta convertírsela en colgantes tiras de piel, podía darse por medio vencido ya.
Además, era muy fácil derribarlo en tales circunstancias, y, conseguido esto, invariablemente quedaba a la vista la parte blanda que está debajo del cuello…, y ese era precisamente el punto vulnerable que había que herir para quitarle la vida.
Colmillo Blanco lo conocía perfectamente. Era un conocimiento especial que le había sido transmitido como legado de generaciones de lobos cazadores. El método empleado cuando tomaba la ofensiva era: primero, coger a solas a un perro; segundo, atacarlo por sorpresa, derribándolo, y tercero, clavarle los dientes, procurando hundirlos hasta el gaznate.
No estando aún suficientemente desarrollado, no tenían sus quijadas todo el tamaño y la fuerza necesarios para que el ataque fuera mortal; pero eran varios los perros que iban ya por el campamento con el cuello lleno de heridas, como recuerdo de la mala intención de Colmillo Blanco. Y un día, cogiendo a solas a uno de sus enemigos a la entrada del bosque, logró, a fuerza de repetir el ataque, cortarle la gran vena que buscaba y dejarlo sin vida. El escándalo que se produjo al llegar la noche fue enorme. Alguien lo había visto; la noticia llegó a oídos del dueño del perro, las mujeres sacaron a relucir entonces las mil veces en que el lobato les había robado pedazos de carne, y
Castor Gris
se vio asediado por numerosos y airados gritos de venganza. Pero él se encerró en su choza, junto con el culpable, y no solo negó a todos la entrada, sino también el poner en práctica la venganza que pedían.
Colmillo Blanco llegó a ser odiado tanto por los hombres como por los perros. Durante este período de su desarrollo no gozó ni un momento de tranquila seguridad. Los de su raza lo recibían con gruñidos; sus dioses, con juramentos y pedradas. Vivía en tensión continua, siempre alerta, dispuesto al ataque o a la defensa, ojo avizor contra cualquier objeto que inesperadamente pudieran lanzarle con intención de herirlo, y preparado para obrar según las circunstancias, precipitadamente o con toda frialdad, saltando como un rayo para clavar los dientes o apartándose de un brinco y gruñendo amenazadoramente.
En cuanto a esto último, sabía hacerlo de un modo terrible, mucho mejor que cualquier perro, joven o viejo, de cuantos había en el campamento. El objeto de todo gruñido es prevenir o asustar, y requiere cierto discernimiento el saber cuándo debe usarse. Colmillo Blanco poseía este don. En cada uno de sus gruñidos él ponía cuanto sabía imaginar de malvado y terrorífico. Con la nariz arrugada por espasmódicas contracciones continuas, el pelaje erizado en ondas periódicas, sacando y escondiendo rápidamente la lengua, que parecía una serpiente roja, las orejas gachas, los ojos relampagueantes de ira, los belfos contraídos, y descubiertos los babeantes colmillos, era capaz de hacer retroceder a cualquiera que pensara en atacarle. Y esta pausa momentánea dejaba a su adversario desprevenido, y le daba a él tiempo, en tan decisivo momento, para determinar lo que debía hacer. Pero, con frecuencia, aquella pausa, obtenida de aquel modo, se prolongaba hasta dar por resultado que el otro renunciara al ataque por completo. Y ante más de uno de los perros viejos del campamento, Colmillo Blanco pudo emprender, gracias a esa táctica, una honrosa retirada.
Desterrado del grupo que formaban los perros más jóvenes, sus sanguinarios procedimientos y sus facultades para la lucha hicieron pagar cara a toda la manada su persecución. Ya que no le permitían mezclarse con los otros, él arregló las cosas de tal manera que tampoco los demás eran dueños de ir solos como él, sino que debían estar siempre juntos. Colmillo Blanco no les hubiera permitido lo contrario. Con su táctica de preparar emboscadas y esperar el momento más oportuno para el ataque, también ellos temían encontrarse a solas con él. Excepción hecha de
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, los demás cachorros no tenían más remedio que agruparse para su mutua protección contra el terrible enemigo que se habían creado. Cualquier perrillo que se aventuraba a alejarse solo por la orilla del río, perdía con seguridad la vida o regresaba al campamento alborotándolo todo con sus gritos de dolor y de espanto al huir de la celada que le había preparado el lobato.
Pero las represalias de Colmillo Blanco no cesaron ni cuando los cachorros comprendieron que no tenían más remedio que ir siempre juntos. Él los atacaba cuando los cogía a solas, y ellos iniciaban la lucha cuando estaban agrupados. En cuanto lo veían, arremetían contra él, y en tales ocasiones su ligereza solía ponerlo a salvo. Pero ¡desdichado el perro que se apartaba demasiado de sus compañeros enardecido por la persecución! Colmillo Blanco sabía volverse de repente contra el perseguidor y acabar con él antes de que los demás pudieran acudir en su auxilio. Esto ocurría con frecuencia; porque con el fragor de la lucha, ellos perdían fácilmente la cabeza, mientras Colmillo Blanco conservaba siempre la serenidad. Mirando hacia atrás sin dejar de correr, sabía aprovechar el momento oportuno para arrojarse contra el que se había adelantado más de lo prudente.
Los cachorros sienten siempre necesidad de jugar, y acabaron por convertir en juego aquella obligada situación. La caza de Colmillo Blanco llegó a ser su diversión favorita. Era un juego muy serio y llegaba a ser mortal en muchos casos. El lobato, por otra parte, fiándose de la superior ligereza de sus pies, no sentía el menor miedo de aventurarse por lugares lejanos. Durante todo el tiempo en que estuvo esperando en vano que su madre regresara, condujo, pues, muchas veces a los perros que le perseguían a través de los bosques cercanos. Pero, invariablemente, los perseguidores acababan por perder su rastro. Su alboroto continuo le indicaba siempre dónde se hallaban sus enemigos, mientras que el lobezno corría tan solitario como silenciosamente, como si fuera una sombra que se deslizaba entre los árboles, del mismo modo que antes que él lo hicieron sus padres. Además, conocía mejor que ellos la selva y todos los secretos y estratagemas de la vida salvaje. Una de las que le gustaban más era hacer que su rastro se perdiera donde hubiese agua corriente, y mientras los otros armaban un griterío infernal al verse burlados, él estaba echado muy quieto, entre algún matorral.
Odiado por los de su raza y por los hombres, indómito, en guerra permanente, declarada por él o por los otros, su desarrollo fue tan rápido como incompleto, parcial. Aquel suelo no era propicio para que en él florecieran la amabilidad y el cariño. De ambas cosas no adquirió ni la más ligera noción. El código que había aprendido no consistía más que en obedecer al fuerte y oprimir al débil.
Castor Gris
era un dios, y un dios fortísimo. Por eso Colmillo Blanco le obedecía. Pero cualquier perro más joven o de menor tamaño que él era débil, y por tanto debía ser destruido. Todo su desarrollo se inclinaba hacia el lado donde residía la fuerza. Para hacer frente al constante peligro de daño o de muerte, sus instintos de rapacidad y de propia conservación habían adquirido en él un predominio excesivo, indebido. Se hizo más vivo y rápido en sus movimientos que los perros que lo rodeaban; más veloz en la carrera; más astuto, más destructivo y flexible que ellos; más flaco, pero con más músculos y tendones de hierro que le prestaban mayor resistencia; más cruel, feroz e inteligente. Se vio obligado a adquirir todas esas cualidades, porque, de no ser así, no hubiera podido vivir en aquel medio hostil.
El rastro de los dioses
Allá por el otoño, cuando los días se iban ya acortando y el frío de la helada invadía el aire, Colmillo Blanco halló ocasión oportuna para lograr su libertad. Durante muchos días reinó gran agitación en la aldea ambulante. Se levantó el campamento veraniego, y la tribu, con todos sus equipajes, se preparó para emprender sus cacerías otoñales. Colmillo Blanco estuvo observándolo todo con ansiosos ojos, y cuando las chozas fueron desmontadas por los indios y se cargaron las canoas en la orilla, comprendió lo que ocurría. Las embarcaciones se iban, y algunas habían desaparecido ya, río abajo.
Decidió quedarse rezagado con toda intención. Esperó la ocasión oportuna para escaparse del campamento y perderse entre los bosques. Se dirigió hacia el lugar donde el agua de la corriente empezaba a helarse y cuidó de que allí desapareciera su propio rastro para que no se pudiera seguir. Luego se arrastró y se quedó esperando. Transcurrió el tiempo y, con algunas intermitencias, pasó dormido horas enteras. Después lo despertó la voz de
Castor Gris
, que lo iba llamando por su nombre. Se oían otras voces también.
Distinguió claramente la de la mujer del indio y la de
Mit-sah
, su hijo.
Colmillo Blanco tembló de miedo, y aunque su primer impulso fue salir de su escondrijo, lo resistió y se quedó quieto. Al cabo de un rato, las voces se alejaron hasta dejar de oírse. Esperó algún tiempo más y salió, al fin, para disfrutar de la alegría del triunfo. Iba oscureciendo, y durante unos momentos se limitó a juguetear entre los árboles, gozaba de su recobrada libertad. Luego, de pronto, se percató de la impresión de soledad que le invadía. Entonces se puso a pensar, escuchando aquel silencio del bosque y perturbado por él. El que no se moviera nada absolutamente ni se produjera el menor ruido tenía algo de amenazador. Sintió que le acechaba algún daño invisible y no sabía de dónde procedía. Miraba con recelo los bultos de los árboles que se asomaban allá lejos y sus oscuras sombras, bajo las cuales podía ocultarse toda clase de asechanzas.
Hacía frío. Allí no había, como en la choza, un rincón caliente en el cual acurrucarse para dormir. Sentía la helada bajo sus pies y tenía que levantar alternativamente los delanteros, pues los tenía ateridos. Echó hacia ellos la poblada cola para cubrirlos, y en el mismo momento tuvo una visión repentina. No era extraño: llevaba impresa en la retina toda una serie de recuerdos que constituían otros tantos cuadros. Volvió a ver el campamento, las chozas y el resplandor de la lumbre. Oyó las chillonas voces de las mujeres, las profundas y severas de los hombres y el gruñir de los perros. Tenía hambre y se acordó también de los trozos de carne o de pescado que solían arrojarle. Allí no había nada de eso, nada más que el amenazador silencio, que no alimenta.
Su temporada de cautiverio, al quitarle responsabilidades, le había robado dureza y fuerza. Ya no se acordaba de cómo debía ingeniárselas para satisfacer sus necesidades. En torno suyo bostezaba la noche. Acostumbrados sus sentidos al movimiento y bullicio del campamento, a la continua impresión de ruidos y cambiantes aspectos, no encontraba ahora nada en que emplear su actividad. No había allí nada que hacer, nada que ver u oír, aunque se esforzaba en descubrir algún momento de interrupción en el silencio e inmovilidad de la naturaleza. Su propia inacción lo asustaba tanto como el presentimiento de que algo terrible iba a ocurrir.
El lobato sintió un estremecimiento de espanto. Algo colosal e informe avanzaba por el radio que su vista podía abarcar. Era la sombra de un árbol, proyectada hacia él por la luna, que acababa de aparecer, limpia de nubes.
Tranquilizado, gimoteó débilmente, pero pronto guardó silencio por temor de que sus lamentos pudieran atraer los males que temía.
Al contraerse la madera de un árbol por el frío de la noche, produjo un fuerte chasquido. De él se apoderó el pánico, y echó a correr como un loco hacia el campamento. En él prevaleció el deseo de protección y de humana compañía. Su olfato sentía aún el olor de humo de las chozas; en su oído resonaban con fuerza los ruidos y los gritos de la improvisada aldea. Salió del bosque y penetró en la tierra despejada, en el abierto campo alumbrado por la luna, donde no había sombras ni oscuridad. Pero no vio ya el campamento. Se le había olvidado que la aldea acababa de desaparecer.
Su alocada carrera cesó de repente. Ya no tenía ninguna meta. Vagó, pues, perdido por el abandonado lugar, olfateando los montones de basura y los trozos de ropa de desecho que habían dejado los dioses. Incluso añoró las piedras que las mujeres enfurecidas tiraban contra él. Deseó que
Castor Gris
volviera a pegarlo, y hasta los ataques de
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y de toda su manada le habrían sabido a gloria en aquel momento.