Authors: Jack London
Después de largo rato, el dios se levantó y se metió en la choza. Colmillo Blanco estuvo observándolo con escudriñadora mirada, y además con cierta aprensión cuando lo vio salir de nuevo. No llevaba látigo, ni garrote, ni arma alguna, ni siquiera escondía detrás de la espalda la mano que le quedaba sana, ocultando algo en ella. Se sentó como antes, en el mismo sitio, y le alargó un trocito de carne. El perro enderezó las orejas y examinó la oferta receloso, no perdiendo de vista la carne ni al dios, en guardia contra cualquier movimiento hostil, con todo el cuerpo en tensión y dispuesto a apartarse de un salto en cuanto el hombre hiciera el más mínimo movimiento extraño.
Pero el castigo no llegó. El dios solo le acercó el trozo de carne al hocico. Y en esta no parecía que hubiera nada sospechoso. A pesar de ello, el animal aún recelaba, y aunque el hombre le ofrecía el alimento con repetidos movimientos de la mano, no quería cogerlo. Los dioses se pasaban de listos, y ¿quién sabe lo que habría ocultado en aquella carne, de apariencia inofensiva? Otras veces, especialmente al tratar con las mujeres de los indios, había comprobado la desastrosa relación que existía entre aquellos ofrecimientos y el castigo inmediato.
Al fin, el dios arrojó la carne sobre la nieve, a los pies de Colmillo Blanco. Él la olfateó con cuidado, pero sin mirarla, porque no separaba la vista del dios. Sin embargo, no pasó nada. Lo que sucedía era que el dios le ofrecía ahora otro pedazo. Se negó nuevamente a tomarlo de su mano, y de nuevo lo hizo desde el suelo. La escena se repitió varias veces. Pero llegó un momento en que el dios se negó a arrojarlo, lo conservó fuertemente apretado en la mano y se lo ofreció con gestos y ademanes cariñosos.
La carne era excelente y Colmillo Blanco sentía hambre. Poco a poco, se acercó con infinitas precauciones. Al fin decidió comérsela. No apartó los ojos del dios ni un momento. Adelantó la cabeza con las orejas aplastadas contra el cuello y los pelos erizados como si formaran una cresta. Gruñía veladamente como indicando que con él no se jugaba. Comió la carne, no obstante, y no ocurrió nada. Sería que el castigo quedaba aplazado.
Se relamió y esperó. El dios seguía hablando. Había en su voz algo amable…, algo a lo que el animal no estaba acostumbrado. Y en él surgieron sentimientos que no había experimentado nunca. Sentía cierta vaga satisfacción, como si alguien hubiera colmado una de sus más hondas necesidades, como si en su existencia acabara de llenarse un vacío. Pero luego volvieron a aparecer el aguijón de su instinto y las enseñanzas del pasado. La astucia de los dioses era infinita y solían valerse de los más recónditos medios para alcanzar sus fines.
¡Ah! ¡Ya se lo figuraba él! Ahí estaba lo que temía: la mano del dios, hábil para todo lo que pudiera hacer daño, que, tendida hacia él, descendía sobre su cabeza. Pero el dios continuaba hablando. Su voz era dulce, suave, y, en contraste con aquella amenazadora mano, inspiraba confianza. En Colmillo Blanco luchaban entonces los más opuestos sentimientos y ciegos impulsos. Parecía que iba a estallar por efecto de aquella terrible lucha contra las fuerzas opuestas que intentaban dominarlo.
Optó por una transacción entré ellos. Gruñó bajando las orejas, todo él se erizó, pero ni mordió ni se apartó de un salto. La mano descendió, cada vez más cerca, y llegó a tocar las puntas de los tiesos pelos. El animal se encogió. La mano siguió bajando y finalmente se apoyó. Más encogido que nunca, tembloroso, Colmillo Blanco logró, sin embargo, mantenerse quieto; pero aquella mano que se atrevía a tocarlo era todo un tormento. Iba contra todos sus instintos. No era posible que en un solo día él lograra olvidar todo el daño que le habían causado las manos de los hombres. Pero eso era la voluntad del dios y se esforzó en someterse a ella.
La mano se levantaba y volvía a bajar dando suaves golpecitos. Eran caricias. Así continuó un rato; pero cada vez que la mano se elevaba, el pelo se levantaba, y cada vez que descendía, se agachaban las orejas y resonaba un gruñido gutural, cavernoso, repetido una y otra vez como insistente advertencia. Era un modo de expresar que estaba dispuesto a vengar cualquier daño que pudieran causarle, porque era imposible que él supiera cuánto llegaría a apreciar el oculto motivo de lo que el dios estaba haciendo. De un momento a otro, aquella voz suave, que inspiraba confianza, podía convertirse en tempestuosa, prorrumpiendo en gritos y juramentos; aquella mano que tan dulcemente acariciaba se trocaría, tal vez, en durísima al asirlo para castigarlo.
Pero aquel cambio no se producía ni en la voz ni en los movimientos, que nada tenían de hostiles. Colmillo Blanco se hallaba flotando entre opuestos impulsos. Era una situación desagradable para sus instintos, porque se oponía al libre ejercicio de su voluntad. Y sin embargo, físicamente, lo que le ocurría le resultaba grato. Los suaves golpecitos fueron sustituidos por otra forma de caricia: ahora le restregaba suavemente la base de las orejas. El placer fue en aumento. Sin embargo, aún seguía desconfiando, siempre en guardia, en espera de imaginarios daños, sufriendo unas veces y gozando otras, según la impresión de cada momento.
—¡Pues, señor, que me ahorquen si lo entiendo! —exclamó Matt, que acababa de salir de la choza con la camisa arremangada y sosteniendo un barreño de agua sucia. Se quedó inmóvil en el momento en que se disponía a vaciarlo, ante el inesperado espectáculo de ver a Weedon Scott acariciando a Colmillo Blanco. En cuanto oyó aquella voz que venía a interrumpir el silencio, el perro saltó hacia atrás, gruñendo furiosamente al intruso.
Matt miró a su amo con marcadas muestras de desaprobación.
—Si supiera que no se iba a ofender, señor Scott, y pudiese decir todo lo que siento…, me atrevería a llamarle loco de remate, y se lo estaría llamando no una, sino cien mil veces.
Weedon Scott sonrió con aire de superioridad, se levantó y se acercó más a Colmillo Blanco. Volvió a hablar para amansarlo, y luego alargó lentamente la mano y la dejó descansar sobre su cabeza, reanudando las caricias y los suaves golpecitos. El animal lo soportó pacientemente, con los ojos fijos en aquel otro hombre que se había quedado inmóvil en la puerta de la choza.
—Usted será un técnico de los mejores…; bueno…, eso ya lo sabemos… —decía el conductor del trineo como hablando consigo mismo—; pero se dejó usted perder la mejor ocasión que podía presentarse en su vida al no escapar de su casa cuando era chiquillo para ingresar en una compañía de circo y convertirse en domador.
Colmillo Blanco gruñó al oír la voz del hombre; pero esta vez no se apartó de la mano que le acariciaba, lenta y prolongadamente, la cabeza y parte del cuello.
Para él, aquello era ya el principio del fin, la terminación de su antigua vida, de aquella que significaba el reinado del odio. Alboreaba otra nueva, incomprensiblemente hermosa, que requería mucho pensar e ilimitada paciencia por parte de Scott, y que para Colmillo Blanco suponía nada menos que una revolución total. Tendría que hacer caso omiso de todos sus impulsos, ponerse en contradicción con toda la experiencia adquirida.
En su vida anterior, actuar como lo estaba haciendo ahora hubiera sido inaudito. En una palabra: ahora tenía que orientarse en un mundo nuevo mucho más vasto que el que conoció al abandonar los bosques y aceptar a
Castor Gris
como dueño y señor. Entonces no era más que un cachorro, maleable, sin forma, apto para que se la fueran dando las circunstancias. Ahora todo resultaba bien distinto.
Se había endurecido hasta convertirse en un lobo de pelea fiero, implacable, incapaz de sentir amor ni de inspirarlo. Y ahora debía cambiar. Eso suponía un flujo de todo su ser, precisamente cuando había perdido ya la maleabilidad de la juventud; cuando sus fibras eran duras, nudosas; cuando la urdimbre y la calidad del tejido habían hecho de él algo recio, de diamantina impenetrabilidad; cuando su corteza espiritual era un hierro, y todos sus instintos y apreciaciones habían cristalizado en normas de conducta, en recelos, antipatías y deseos.
Y sin embargo, en esta nueva orientación, la misma mano de las circunstancias se apoderaba de él oprimiéndolo, aguijoneándolo, ablandando su dureza y plasmándolo de nuevo, para darle más hermosa forma. Weedon Scott era en realidad aquella mano. Había sabido llegar a las raíces de su naturaleza y despertar en ella fuerzas que dormían, que habían ido languideciendo hasta casi morir. Una de estas fuerzas era el amor, que venía a sustituir a aquellas simpatías de su más alto sentir en sus relaciones con los hombres.
Pero ese amor no fue cosa de un día. Empezó siendo mera simpatía y luego fue desarrollándose lentamente. Colmillo Blanco no escapó, aunque lo tuvieran en libertad, porque le gustaba aquel nuevo dios. El animal prefería la vida que él le proporcionaba a la otra de cuando Smith lo tenía enjaulado. Su destino era tener un dios, un hombre que fuera su dueño y señor. El sello de su servidumbre quedó grabado en él desde el primer día en que volvió la espalda al bosque y llegó arrastrándose hasta los pies de
Castor Gris
para recibir el castigo que esperaba. Y luego la impresión se renovó, fijándose para siempre, cuando regresó por segunda vez a la vida salvaje, una vez terminada la época del hambre, y halló provisión de pescado en la aldea de su mismo amo.
Así fue como, por necesitar un dios y por defender que este fuera Weedon Scott y no Smith, Colmillo Blanco se quedó allí. En prueba de que le rendía vasallaje, se encargó de vigilar la propiedad de su amo. Rondaba alrededor de la choza mientras dormían los perros del trineo, cuando fue agredido a garrotazos por el primer hombre que fue a visitarla de noche. Y Scott tuvo que acudir en su auxilio. Pero pronto aprendió a distinguir entre los ladrones y la gente honrada, a apreciar en todo su valor lo que indicaba el modo de andar de las personas. Al hombre que llegaba con paso firme, decidido y resonante y se dirigía en línea recta a la puerta de la choza, lo dejaba tranquilo…, aunque se quedara vigilándolo hasta que la puerta se abría y era admitido por el amo. Pero con el que llegaba callada y suavemente, dando rodeos, vigilante y cauteloso, con evidente deseo de que nadie se enterara…, con ese sí que no mostraba la menor indulgencia Colmillo Blanco, y pronto le obligaba a marcharse deprisa e ignominiosamente.
Weedon Scott se había impuesto el deber de redimir al animal, o, mejor dicho, de redimir a la humanidad del pecado de maldad que había cometido contra Colmillo Blanco. Era cuestión de principios y de conciencia. Le parecía que todos los daños que le habían causado constituían una deuda que era preciso pagar. Por esto se empeñó en mostrarse particularmente amable y bondadoso con el que la fama consideraba como un lobo luchador, y no dejaba transcurrir un solo día sin acariciarlo un buen rato.
Receloso y hostil al principio, al perro acabó por gustarle que lo trataran así. Pero hubo algo de lo que nunca supo curarse: su costumbre de gruñir. Desde que empezaban las caricias hasta que terminaban, esos gruñidos eran incesantes. Sin embargo, existía en ellos cierta nota nueva que cualquier persona extraña no hubiera sabido apreciar, creyendo que aún se manifestaba en él el primitivo salvajismo atroz y horrible de siempre. Pero la garganta del animal estaba tan endurecida, tan acostumbrada a emitir aquellos feroces sonidos, desde el primero que intentó producir cuando cachorro para manifestar su enojo, que le era ahora imposible suavizarlo para expresar toda la dulzura de sus nuevos sentimientos. A pesar de todo, al oído, a la simpatía, mejor dicho, de Weedon Scott no se le escapaba aquella nota perdida, casi ahogada en un mar de fiereza: la nota que no era más que indicación ligerísima de su contenido, un gozoso zumbido interior que solo él podía oír. Con el paso de los días se aceleró la evolución de la simpatía hacia el amor. El mismo Colmillo Blanco comenzó a percatarse del cambio, aunque no supiese de un modo consciente lo que era amor. Sentía un vacío en todo su ser, un hambriento, doloroso, vivísimo anhelo que lo inquietaba, y que únicamente colmaba con la caricia del dios o con su sola presencia. En tales momentos, el amor resultaba para él un placer, una refinada y penetrante satisfacción. Pero en cuanto se alejaba de su dios, el dolor y la inquietud volvían, el vacío aparecía de nuevo como una opresión, y el hambre le mordía de nuevo incesantemente.
Colmillo Blanco estaba en el momento crítico del que anda buscándose a sí mismo. A pesar de hallarse ya en plena madurez y de lo rígido de aquel salvaje molde que le hizo ser tal cual era, se verificaba en su naturaleza una extraña expansión. Brotaban en él raros sentimientos e involuntarios impulsos. Sus antiguas normas de conducta evolucionaban. En su pasado gustaba de cuanto suponía bienestar y ausencia de todo dolor o molestia, y detestaba lo contrario. Sus actos se ajustaban a aquellos gustos. Ahora había cambiado todo. Su nuevo modo de sentir lo llevaba con frecuencia a escoger la incomodidad y el dolor como homenaje a su dios. Así, en las primeras horas de la mañana, en vez de andar merodeando o de echarse en algún abrigado rincón, esperaba durante horas en el poco agradable umbral de la choza la aparición de su divinidad. Por la noche, cuando esta regresaba, se apresuraba a abandonar el hoyo que había cavado en la nieve para dormir. Dejaba el calor de su refugio solo para recibir la amistosa caricia de su amo, acompañada de suaves palabras. Hasta de la carne se olvidaba para estar con él y acompañarle a la ciudad.
Sus gustos, sus caprichos, habían cedido el sitio al amor. Y este amor era en él como la sonda que descendió hasta lo más profundo de su ser, hasta lugares que antes parecían insondables. El pago estaba en relación con lo que recibía. Aquel era un dios de verdad, un dios todo amor, todo luz tibia y confortante, y bajo la influencia de esa luz se expandía toda su naturaleza, como se abre al sol un cerrado capullo.
Pero Colmillo Blanco era poco amigo de demostrar lo que sentía; demasiado maduro y endurecido para adoptar nuevos modos de expansión; demasiado sereno, equilibrado y solitario; demasiado esquivo, encerrado en sí mismo y gruñón. No había sabido nunca lo que era ladrar, y no era ya cosa de que lo aprendiera ahora para dar la bienvenida a su amo cuando le viera llegar. Ni molestaba nunca ni se le podía tachar de que fuera indiscretamente expresivo en la manifestación de su amor. Ni siquiera salía al encuentro de su dios cuando este se acercaba. Lo esperaba a distancia; pero lo esperaba, no se movía nunca. Su amor tenía algo de adoración muda. Lo expresaba con la fijeza de sus ojos y con aquel constante seguir con la mirada todos los movimientos de su dios. Y a veces, cuando su dios lo miraba a él y le dirigía la palabra, se traslucía en su porte inquieto el embarazo causado por la lucha entre su amor y la incapacidad física para demostrarlo.