Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
—Las reliquias negras.
—Son vuestras.
Chátillon se volvió hacia Kunar Sell:
—Condúceme a mi cama, me quedo.
Kunar Sell lo sujetó por debajo de los brazos y se dispuso a llevarlo a su habitación. Al pasar ante Wash el-Rafid, que se mantenía impasible, con la ballesta en la mano, y como esperando una orden, Chátillon le susurró:
—Pon nuestro plan en ejecución. Creo que es lo mejor que podemos hacer.
Wash el-Rafid le obsequió con una reverencia exagerada, y pareció volar —más que correr— hacia la puerta del comedor. Durante mucho tiempo sus pasos resonaron en la escalera, que descendió para llegar a la calle y desaparecer.
Las reliquias negras no eran la Vera Cruz, pero a ojos de Chátillon tenían tanto valor como ella. A ojos de Ridefort también; al igual que a los de Wash el-Rafid, para quien no tenían precio.
Aquellas reliquias eran los instrumentos que habían servido para atormentar a Jesús el día de la Crucifixión. Formaban parte de ellas el Látigo y las Cañas con las que Jesús había sido flagelado, la Corona de Espinas y la Santa Lanza. En cierto modo, la Santa Cruz era la principal, pero las que Chátillon había reclamado a Heraclio eran las dos primeras: el Santo Látigo y las Santas Cañas.
Estas reliquias le conferirían un poder increíble: el de proceder a su humillación. Reinaldo de Chátillon temblaba de excitación ante la idea de interpelar a Dios a través de ellas y decirle: «¿Dejarás que tus peores enemigos te inflijan un mal que yo puedo evitarte? ¿Te obstinarás mucho tiempo más en no mostrarte? ¿Quieres que un Dios impío te dicte su ley? ¿Que conviertan tus iglesias en mezquitas? ¿Que decapiten a tus sacerdotes y violen a tus monjas?».
Poco después de la mitad de la noche, cuando acababan de tocar a maitines, Heraclio y Bernardo de Lydda entraron en el Santo Sepulcro llevando sobre unos cojines de seda roja las reliquias negras.
Un poco más de doscientas personas, todas vestidas de negro, esperaban en la nave como si asistieran a un entierro. Sacerdotes que habían colgado los hábitos, y también viejas monjas locas, beatos seniles, templarios blancos, algunos soldados, comerciantes ávidos o arruinados, curiosos, pervertidos, indecisos, perdidos, prostitutas acompañadas de sus clientes, ladrones de niños, desolladores, y todos los mendigos de la ciudad, calvos, contrahechos, tartamudos, ciegos, y desde luego los leprosos: toda la canalla, todos los perturbados y desgraciados de Jerusalén se habían reunido en el Santo Sepulcro respondiendo a la invitación de Heraclio de humillar las reliquias.
«¡Es demasiado bonito para ser verdad!», decían algunos, a los que no se había impuesto el silencio, sino que, al contrario, se había animado a hablar en voz bien alta. «Por fin voy a poder saldar cuentas», decía, riendo entre dientes, una vieja que se levantaba las faldas para mostrar que le faltaban las piernas, reemplazadas por muletas.
Se asistió entonces, entre gritos de «¡Aparece! ¡Sálvanos!», al más espantoso de los espectáculos. Reinaldo de Chátillon abrió la sombría ceremonia. Avanzando a caballo hacia el ónfalos, se acercó al altar donde se habían depositado las reliquias y, con un violento golpe de su espada, las hizo caer a las losas. Luego las aplastó bajo los cascos de Sang-dragon y dejó caer sobre ellas la sangre que goteaba de sus heridas; todavía en carne viva, que Sohrawardi se obstinaba, como a propósito, en curar mal. Un perro levantó la pata sobre las Cañas y mordisqueó el Látigo; tuvieron que sacárselo de la boca para que dejara algo a los demás. Siguieron las prostitutas, que se decían hijas de María Magdalena y reclamaban como compensación ser alojadas y alimentadas por la ciudad. Las mujeres se metían las Cañas y el Látigo en la vagina, hacían temblar con ellas el trasero de sus clientes y se iban después de comulgar; Heraclio les dio la absolución, bajo la forma de una hostia empapada en vino en el que su hijo y Paques de Rivari habían escupido.
Finalmente, cuando la oleada de gentes enloquecidas pareció calmarse y las reliquias ya habían quedado hechas trizas, el patriarca aulló:
—¡Os pido que os detengáis!
Se elevaron protestas. Entonces los templarios blancos desenvainaron sus espadas, y Ridefort llegó incluso a hundir la suya en el vientre de una niña a la que su madre había llevado a contemplar el edificante espectáculo.
Se hizo el silencio.
—¡Escuchadme! —continuó Heraclio, acercándose con su hijo a recoger lo que quedaba de las reliquias para volver a colocarlas sobre los pequeños cojines de seda roja—. ¡Señor! —dijo mirando fijamente la tumba de Jesús, situada justo frente a él, al otro lado del coro—. ¿Dejarás hacer a esos impíos que acampan ahí afuera, bajo nuestros muros? ¿Permitirás que te digan: «Alá es el más grande»?
El patriarca dedicaba mil caricias a las reliquias, las cubría de besos, las abrazaba y les hablaba como si fueran criaturas.
—¿Dejarás que lo hagan?
—¡Nooooo! —respondía la multitud chillando.
—¿O bien, al contrario, es eso lo que deseas oír: «Alá es el más grande»?
—¡Alá es el más grande! —repetían los fieles, algunos bromeando y otros en serio.
—¡Alá es el más grande! —decía Heraclio deambulando bajo la nave, con los cojines levantados sobre su cabeza.
—
Allah Akbar!
—aulló entonces Gerardo de Ridefort.
—
Allah Akbar!
—repitió la grey.
Heraclio echó la cabeza hacia atrás en un rapto extático. Solo se le veía el blanco de los ojos, y de las comisuras de sus labios rezumaba un chorro de bilis negra.
La multitud seguía bramando con todas sus fuerzas:
—
Allah Akbar!
Reinaldo de Chátillon había conseguido un éxito que iba más allá de sus esperanzas. La muchedumbre invitada a comulgar en el aborrecimiento a Dios había respondido a su llamada, y se abandonaba ahora a unas manifestaciones de odio desencadenado que sin duda no dejarían insensible a Dios y lo harían reaccionar.
¡No podía ser de otro modo! Nunca se había visto una explosión semejante de delirio y de rabia. ¡Ah, si hubieran tenido la Vera Cruz! ¡Seguro que Jesús habría salido de su tumba para exterminarlos!
—¡Amigos míos! —prosiguió Heraclio clavando en la multitud sus ojos desorbitados—. ¿Qué más podemos hacer? ¡Dios no quiere respondernos! ¡A nosotros, que lo amamos tanto! ¿Qué podemos hacer para probarle nuestro amor e incitarlo a que nos escuche?
—¡Lancémoslas al infierno! —aulló Chátillon desde lo alto de su montura.
—¡Al infierno! —gritó la multitud—. ¡Al infierno!
Heraclio advirtió de repente que la atmósfera cambiaba. A alguien que le preguntó si se encontraba bien, le contestó hipócritamente:
—¡Hace calor!
A la vez excitado y asustado por el giro que tomaban los acontecimientos, Heraclio tuvo una duda: ¿no existía un riesgo en amenazar a Dios con el infierno?
¿Y dónde estaba el infierno? La tradición hierosolimitana ofrecía una respuesta a esta pregunta: no lejos de los subterráneos del antiguo Templo construido por el rey Salomón, que los templarios habían convertido en sus cuadras, capaces de albergar a más de dos mil caballos. Se accedía al lugar por galerías que formaban una red tan compleja que era difícil no perderse en ella. La leyenda afirmaba que los templarios habían escondido allí su tesoro, en una sala sin puertas, tan seguros estaban de que nunca nadie se aventuraría a entrar. Además, siguiendo determinados caminos cuya construcción se remontaba a tiempos inmemoriales —y no parecía ser obra de los hijos de Adán—, se llegaba a una gran gruta, en medio de la cual se encontraba una de las nueve puertas que conducían a los infiernos. De hecho, la puerta se situaba de forma muy exacta bajo la roca de la famosa Cúpula de la Roca, donde se decía que habitaban las almas de los que no habían podido alcanzar el paraíso pero no merecían ser condenados.
En efecto, nueve puertas permitían ir de la tierra a los infiernos, y una de ellas se encontraba en Jerusalén.
Hacia esta se precipitó, pues, la multitud —por más que en el fondo la mayoría desconociera su localización exacta—, bajo las miradas algo sorprendidas de Heraclio y Bernardo de Lydda. Heraclio estaba viviendo su sueño —aunque no fuera exactamente el que había acariciado— y se preguntaba cuándo despertaría. Y sobre todo se preguntaba si aquello no iba a transformarse en pesadilla porque la multitud había sustituido los gritos de «Lancémoslas al infierno» —a instigación de Chátillon, que lo había gritado el primero— por «¡Lancemos a Dios al infierno!».
Habían jugado a aborrecer a Dios y, al remedar este aborrecimiento, habían acabado por odiarlo de verdad.
Heraclio se estremeció, y tembló aún más al ver que su hijo y su compañera, Paques de Rivari, seguían también el cortejo, agitados por convulsiones. ¿Y dónde se habían metido los cojines de seda roja? Miró por todas partes, mientras la multitud se precipitaba a la calle, y los vio en manos de Kunar Sell y de Gerardo de Ridefort, que dirigían la ruidosa procesión como el flautista de Hamelín.
Heraclio no quiso abandonarlos. Con ellos se iba su sueño. Así pues, se arremangó el hábito y los siguió corriendo, primero por la calle de David y luego por la del Templo, que terminaba en las altas murallas de la explanada y el Muro de las Lamentaciones.
Heraclio jadeaba. Lo ahogaba la grasa. El clamor de la multitud hacía temblar las casas, cuyos postigos se abrían aquí y allá dejando ver una silueta que enseguida se retiraba de nuevo a la oscuridad. Era una visión horripilante la de aquella masa de gente en marcha hacia la explanada del Templo, pasando entre los cascotes y los muertos.
En el cruce de la calle de los Germanos se produjo un incidente. Una procesión de monjes y de monjas de la iglesia de Santa María de los Alemanes, que volvía de rodillas de un viacrucis efectuado para pedir clemencia a Dios, tropezó con la multitud enfurecida. Esta, para que todo alcanzara cumplimiento, violó a las mujeres y humilló a los hombres, antes de despedazarlos y devorar sus miembros. Fue una apoteosis. Aún debía haber otra, pero a esa no asistiría la multitud; Chátillon tenía otros planes para ella.
Al ver cómo los monjes eran despedazados, Heraclio ya no tuvo ninguna duda: ¡era el Apocalipsis!
Pensando en el oro que había ocultado y en los tesoros de la Iglesia, exclamó levantando un puño tembloroso:
—¡Ya que os gusta tanto el infierno, id a disfrutarlo!
Y, abandonando a su hijo a su destino, cogió a su compañera por el brazo y salió corriendo, tan rápido como lo permitían sus cortas piernas, en dirección a la torre de David. Allá embalaría sus riquezas y haría preparar su carruaje.
La multitud se acercaba al puente que conducía a la Puerta Espléndida de la explanada del Templo, cuando Reinaldo de Chátillon dijo a sus lugartenientes:
—¡No carguemos con los pordioseros!
—¡Podríamos hacerlos salir! —sugirió Kunar Sell.
—Por la Puerta de Saint-Étienne —precisó Ridefort.
—¡Excelente! —dijo Chátillon, entusiasmado, espoleando a su montura mientras pensaba: «¡Menos gente a la que alimentar cuando sea el amo de la ciudad!».
En el momento en que el cortejo pasaba por la Puerta de Saint-Étienne, después de aniquilar a los guardias, Balian se inquietó.
—¿Qué es este escándalo?
—¡Son gentes conducidas por Ridefort y Chátillon, que van a combatir a los sarracenos! —respondió Algabaler.
—¿Soldados? —preguntó Balian.
—No están armados —explicó Daltelar—. Pero tienen las manos llenas de sangre, y algunos la boca llena.
—Tafures —indicó Balian.
Y Daltelar añadió:
—¡Santo Dios!
Los tafures eran supervivientes de los primeros cruzados, campesinos en su mayor parte, que en Constantinopla se habían unido a los jefes militares y combatían armados, en el mejor de los casos, con un bastón. Después se lanzaban sobre los cadáveres de sus víctimas para alimentarse con su carne. Muchos eran unos brutos medio locos. Los jefes de los cruzados los enviaban a la vanguardia para que el enemigo huyera o, sencillamente, los masacrara.
—Mi caballo y una bandera blanca —exclamó Balian vistiéndose—. ¡Voy a salir!
Los auxiliares se apresuraron a obedecer sus órdenes. Ensillaron su montura, le entregaron una bandera blanca, que era más bien un pañuelo sucio, y Balian abandonó, solo, Jerusalén por la poterna de Santa María Magdalena. A su izquierda, los penitentes, como si despertaran de una larga pesadilla, huían ante los jinetes mahometanos, que los aniquilaban sin piedad con sus sables. Uno de los jinetes sujetó a una prostituta por los cabellos, la decapitó y se llevó su cabeza a los labios para besarla luego. Algunos jóvenes, que todavía tenían fuerzas —y ánimo— suficientes, se precipitaron hacia la pesada Puerta de Saint-Étienne, pero la encontraron cerrada. Golpearon tanto y con tanta energía el portalón que hicieron agujeros que todavía hoy pueden verse. A continuación los sarracenos los aplastaron con un ariete, inmovilizándolos en espantosos bajorrelieves.
Balian apartó la mirada, asqueado, y agitó su trapo blanco al ver que una patrulla de mamelucos se aproximaba.
Había pensado que lo conducirían al norte de los arrabales de Jerusalén, pero la patrulla lo llevó al monte de los Olivos, donde Saladino había establecido su campamento.
El sultán se encontraba de un humor excelente, pues había recibido de Dios la señal que esperaba. Bajo la forma de su sobrino Taqi.
—Taqi, Taqi —decía acariciando las mejillas de su sobrino—. ¡Ni siquiera los océanos tienen más agua que la que derramarían mis ojos si debiera llorar de alegría, tan feliz me siento de volver a verte!
Taqi, Morgennes y la Vera Cruz habían llegado al comenzar el día. La primera decisión que había tomado Taqi, al ver el campamento de Saladino, había sido hacerlo cambiar de posición.
—Tío, deberíais instalaros en la cima del monte de los Olivos. Desde allí dominaréis la ciudad. Pensad, además, en cómo complacerá a Dios que toméis en primer lugar los dos edificios más caros a su corazón: la mezquita al-Aqsa y Qubbat al-Sakhra, la Cúpula de la Roca.
—Tienes mil veces razón —respondió Saladino—.Verdaderamente Dios te ha enviado para abrirme los ojos. No quiero que vuelvas a alejarte. ¡Eres como un hijo para mí!
Cuando el jeque de los muhalliq, Náyif ibn Adid, le había explicado cómo había sido destruido el oasis de las Cenobitas, que había desaparecido en una nube de arena tragándose al ejército de los maraykhát, Saladino había creído que Taqi había muerto, y Casiopea con él.