Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
No aceptaba que se pudiera tener por una tienda el mismo amor que él sentía por el lugar donde Cristo había sufrido tanto.
Al ver retroceder a las tropas de Saladino, Balian dio orden de detener el combate. Y, cuando el sol se puso, comprendió un hecho de extrema importancia que explicaba —en parte— el fracaso de los mahometanos: habían combatido todo el día con el sol en los ojos. Sus adversarios solo habían sido para ellos manchas oscuras sobre un tablero luminoso. Así era más complicado ajustar el tiro, más difícil acertar a los hombres, más arduo calcular las distancias. Y, sobre todo, el combatiente guiñaba los ojos en el peor momento, cuando había que mirar recto adelante para evitar un proyectil o una espada.
«Saladino ha cometido un error; no lo cometerá dos veces.»
En su tienda, Saladino rumiaba. Alejandro, cuyos escritos había leído, ya lo había dicho: «En la guerra, arréglatelas para que el sol y el viento estén contigo y no contra ti». Demasiado impaciente, casi convencido de que Dios estaba de su lado y de que la ciudad pediría la rendición en cuanto atacaran sus tropas, Saladino había querido hacer una entrada triunfal por la Puerta de Damasco. Pero Dios lo había decidido de otro modo, y había opuesto al asalto de sus tropas la resistencia de un corazón valeroso.
«¿Por qué Dios me prueba así? ¿Seré para él como ese pobre Job? ¿No conoce acaso mi piedad, el amor que le profeso? ¿No valora hasta qué punto hago todo esto por su gloria? ¿Qué falta he cometido para que me retire así su apoyo?»
Luego comprendió. Al atacar de manera tan torpe, tan precipitada, tan orgullosa, había querido forzar la mano a Dios. Obligarlo a que lo ayudara. Hubiera hecho mejor en escuchar las palabras del Profeta (la paz sea con él): «Aquel que subestima al enemigo se hace ilusiones sobre sus propias fuerzas, y esto es ya una debilidad».
Lentamente, con infinitas precauciones, Saladino desenrolló su alfombra de la oración y pidió a Alá que lo perdonara; prometiendo que el próximo asalto sería el bueno, y que esta vez libraría una batalla digna de cada uno de los noventa y nueve nombres de Dios.
Una vez acabada la oración, Saladino se sintió con el alma en paz. De nada servía precipitarse. Dios lo había previsto todo. El sultán acarició con mano distraída el pelaje de Majnun, su pantera, y se sirvió otra taza de té para ayudarse a reflexionar. Sorbió un trago de líquido ardiente, preguntándose qué debía hacer. Si volvía a empezar, al día siguiente, en el mismo sitio, las tropas de Balian seguirían tan bien organizadas como hoy. No, Dios quería otra cosa. Un proyecto inédito. Tenía que encontrar un nuevo sector por donde atacar. El sur lo colocaba en un plano demasiado inferior, lo que no era una posición adecuada para un sitio. El oeste estaba fuertemente defendido por la torre de David y la ciudadela de los reyes de Jerusalén; en cuanto al este, aunque allí se alzaba el monte de los Olivos, que lo situaba en altura en relación con la ciudad, un profundo barranco lo separaba de las murallas.
Pensativo, convocó a su estado mayor y estuvo discutiendo toda la noche la táctica que deberían adoptar. Había que cambiar de posición, ¿pero para ir adonde?
Balian, por su parte, no estaba descontento de sus éxitos. Hombres de Heraclio, que habían acudido a apoyarlo (de hecho, a espiarlo), habían celebrado incluso su valor y su ingenio. A los que le preguntaban cuál era su secreto, Balian les respondía: «Lanzarse ciegamente al combate reconforta el corazón».Y a todos les parecían palabras muy sabias. No sabían que Balian se contentaba con citar al Profeta y con seguir sus recomendaciones. Pues este no había sido solo un formidable conductor de hombres y un gran jefe de Estado, sino, antes que nada, un soldado. Un conquistador cuyos pensamientos se habían consignado en varias obras a las que los mahometanos se referían siempre. Balian había juzgado esencial conocerlas, y se las había hecho traducir en dos ejemplares por Guillermo de Tiro, uno para él y otro para su amigo Guillermo de Montferrat.
El día siguiente transcurrió sin un. nuevo asalto de las tropas de Saladino, al esperar el sultán un signo del Altísimo. Solo las armas de asedio martillearon la ciudad a intervalos regulares, interrumpidos por períodos de calma en el momento de las oraciones. Los sarracenos no dudaban en enviar, al mismo tiempo que piedras y toneles de pez, cadáveres de cristianos recuperados bajo las murallas —que rebotaban sobre los tejados— o los excrementos de sus tropas, recogidos en recipientes que se vaciaban en toneles y se cargaban luego en los brazos de las catapultas.
Jerusalén sufría. Los muertos se contaban por millares. Hubo que deplorar varios incendios, así como el aplastamiento de una joven pareja por una roca que había atravesado el techo de su habitación mientras hacían el amor. Como los jóvenes todavía no estaban casados, el incidente aterrorizó a los que —en la proximidad de la muerte— habían deseado conocer los placeres de la carne sin unirse primero ante Dios.
Por otra parte, los canónigos apremiaban a los hierosolimitanos a renunciar a toda actividad sexual, ya que no complacía a Dios que se fornicara en la adversidad.
El día que siguió a la segunda noche, el 22 de septiembre por tanto, después de una jornada que había transcurrido más o menos como la precedente, Balian fue invitado a cenar a la torre de David. Se presentó allí con Algabaler y Daltelar, de los que finalmente se había sacado lo mejor que podían dar.
La comida que se sirvió era suntuosa, y, si no hubiera sido por el estruendo de las piedras en los barrios septentrionales, habrían podido creerse en. tiempo de paz. Heraclio preguntó a Balian por las razones de su éxito.
—En materia de sitios —explicó Balian—, no puede hablarse de un verdadero éxito hasta que el adversario se retira, lo que está lejos de ser el caso. Aunque también es cierto que hubiera podido esperarse lo peor, dado lo reducido de las fuerzas de que disponemos. Pero he tenido ocasión de comprobar por mí mismo el fervor de los cristianos que suben a las almenas. Rezan padrenuestros, cantan avemarias, que bien valen lo que las flechas enemigas, y dan más alegría a los corazones que daños provocan estas.
—¿Y qué hay de Dios en todo esto? —preguntó Heraclio, con un punto de perversidad en la mirada.
—¿Dios? Dios está de nuestra parte, ya que todavía estamos aquí. Sin su apoyo es evidente que la ciudad habría caído. ¿Será suficiente para permitirnos alcanzar la victoria? No lo sé. A menos que los refuerzos lleguen rápidamente, os confieso que no veo una salida favorable para la situación en que nos encontramos actualmente.
—¿Qué necesitamos? —preguntó Heraclio.
—Un milagro —respondió Balian.
—¿Y quién hace los milagros —intervino bruscamente Chátillon— sino las reliquias? Los hombres que hemos enviado en busca de la Vera Cruz... sarracenos, es verdad..., siguen sin volver. Temo que hayan sido vencidos por las amazonas. Tengo una solución que proponeros —dijo mirando a Heraclio— que no es peor que la que pensábamos ejecutar en otro tiempo...
—¿En qué estáis pensando? —preguntó Balian.
—En salir, en hacer una carga de caballería con las tropas que nos quedan, ahora que aún tenemos medios para ello. ¡En causar la máxima destrucción entre las filas de estos demonios de piel color de arena y morir con la espada en la mano!
—Es demasiado arriesgado —señaló Balian—. Enviáis a una muerte cierta a muchos de nuestros valientes, que tal vez salvarían la vida si esperáramos los refuerzos o llegáramos a un trato con Saladino.
—¡Cómo vamos a tratar con él! —tronó Chátillon—. ¡Ese hombre es un demonio, el diablo encarnado! ¡Asmodeo!
Reinaldo de Chátillon trató de levantarse pero volvió a caer pesadamente sobre su silla: las piernas seguían sin responderle. Entonces Kunar Sell se acercó y lo ayudó a ponerse en pie. Era un espectáculo muy curioso el de este hombre que hubiera debido morir más. de cien veces y que, sostenido por un templario con la frente tatuada con una cruz, pasaba por entre las sillas de los invitados de Heraclio para incitarlos a abrazar una muerte de la que siempre habían huido: el destino hacia el que él siempre había corrido y que una y otra vez lo había esquivado.
—¡Hay que provocar a Dios! —gritó Chátillon—. ¡Obligarlo a elegir su campo! ¡Si no quiere defendernos cuando peleamos por su causa, pues bien, que muera con nosotros!
—No creo que se pueda obligar a Dios a nada —observó Balian secándose la boca con el borde del mantel—.Yo llamo a eso locura y nada más.
Un gran silencio se hizo en torno a la mesa, y cada uno de los invitados se concentró en la contemplación de los alimentos que tenía sobre el pan.
—A mí me parece, al contrario, que es una idea excelente —declaró Ridefort—. Si no lo hacemos, no somos dignos de ser hombres, y aún menos caballeros.
—Es justo lo contrario —objetó Balian—. Lo que nos proponéis no es más que un suicidio. No solo este proyecto es una locura, sino que es además estúpido y pretencioso.
Guiado por Kunar Sell, Chátillon se lanzó contra Balian y lo abofeteó con todas sus fuerzas. La cabeza del anciano salió despedida hacia atrás y el golpe lo hizo caer de la silla. Balian se incorporó penosamente, llevándose la mano a la mejilla dolori-da. En torno a él, algunos invitados habían sacado la espada de la vaina para defenderlo y replicar a Chátillon, pero Balian los detuvo.
—Es inútil que hagamos correr más sangre cristiana de la que los mahometanos derramarán cuando entren en la ciudad... Por mi parte, ya no tengo nada que hacer aquí.
Dicho esto, abandonó la sala, seguido por Algabaler y Daltelar, que dejaron a disgusto una mesa cargada de vituallas que ellos mismos habían debido racionar.
Acabada la comida, Heraclio permaneció ensimismado en la contemplación de la fina cruz de oro con piedras engastadas que colgaba de su cuello.
—Vuestro proyecto es seductor —le dijo al cabo a Chátillon—, pero ¿no es un poco prematuro?
Durante el día, el patriarca había pasado a contemplar los tesoros del Santo Sepulcro y se había preguntado si no habría medio de salvarlos. ¿Qué ganaría resistiendo? Nada. ¿Podría salvar Jerusalén? No. ¿Su alma? Demasiado tarde. ¿Su tesoro? Sí, tal vez...
Partiría con Paques de Rivari, su compañera, y se dirigiría a Tiro, o a Italia. Podría incluso ser papa, si sabía maniobrar. Después de todo había conseguido que lo eligieran a él patriarca de Jerusalén —aun sin saber latín— en lugar de a Guillermo de Tiro. Manipular los corazones, hablar a la multitud, cortejar a las damas, ganarse su amor y conservarlo; eso sabía hacerlo bien. Igual que sabía envenenar. Las losas del cementerio podían dar testimonio de ello.
Lo que había querido, lo que soñaba, era ir un atardecer —a la hora en que los ladrillos de los tejados se enrojecen, cuando el sol abrasa con mil fuegos las agujas de las iglesias— a pasearse por las murallas de la ciudad con la Santa Cruz en la mano. ¡Oh, cómo les habría hablado a todos! ¡Cómo habría sabido conducirlos al combate, y cómo —estaba absolutamente convencido— habría sabido seducir hasta a los ángeles!
¡Su nombre habría resonado entonces por toda la eternidad, aureolado de una gloria junto a la cual la de Balduino no era nada!
¿No había oído hablar de ese milagro que había dado brillo a la primera expedición de los cruzados a Tierra Santa? Un tal Pedro Barthélemy había tenido una visión en la que san Andrés le decía dónde debía cavar para encontrar la Santa Lanza. Registrando el suelo de una antigua catedral, según las indicaciones, Barthélemy había descubierto un viejo hierro oxidado, que pronto fue bautizado como «el hierro de la Santa Lanza». A pesar de algunos escépticos, a los que habían convencido amenazándolos con la horca, los cruzados habían recuperado la moral y se habían lanzado al asalto de Antioquía y, luego, de los turcos concentrados en Kurboqa.
Cada vez la victoria había estado de su lado.
En realidad, Heraclio no sabía qué pensar de aquella historia. El mismo había dado, a cambio de mucho dinero, demasiados certificados de reliquias falsas para creer en todas aquellas habladurías. Pero qué importaba eso: el efecto sobre la multitud era innegable. Necesitaba la reliquia de la Vera Cruz, no para abrir la puerta de los infiernos, como deseaba Chátillon, sino para ganar a la multitud para su causa, ¡y entronizarse como jefe de la resistencia!
Un héroe.
—Chátillon —empezó con una voz que quería ser autoritaria—, ¿qué hicisteis con el relicario de la Santa Cruz que dejé en mi laboratorio la última vez que nos entrevistamos? No consigo encontrarlo... ¿Se lo habrá llevado al cielo un ángel?
—Monseñor —respondió Chátillon, que dudaba entre confesar o mentir—, no sé si debería explicároslo.
—Tal vez vos no lo sepáis, pero yo os lo diré: ¡hacedlo, y rápido!
Chátillon se sintió dominado por las dudas, que le impidieron hablar durante unos instantes. Wash el-Rafid, muy oportunamente, lo sacó de su indecisión interpelando a Heraclio.
—¿Para qué la necesitáis? Sabéis que todo lo concerniente a este campo es de la incumbencia de Roma, de la que soy aquí el representante eminente.
—Para enardecer a la multitud —respondió Heraclio.
—Pero no se trata de la Vera Cruz —dijo Wash el-Rafid en tono dulzón.
—Nadie tiene por qué saberlo. La gente está acostumbrada, desde hace casi un siglo, a su atavío de oro y perlas. Me bastará mostrarlo, acompañado de cualquier madero. Esto nos permitirá ganar tiempo mientras esperamos los refuerzos. Quién sabe, tal vez incluso venzamos antes de que lleguen...
Chátillon, Ridefort y Wash el-Rafid intercambiaron una mirada.
—No queremos deber nuestra salvación a esa mentira —dijo Chátillon.
—Más vale mentir que morir —replicó Heraclio con irritación.
Chátillon miró a Kunar Sell y le dijo:
—Levántame. Llévame hasta Sang-dragon, ya no soporto seguir aquí.
—¿Adonde vamos? —preguntó el que se había convertido en su escudero.
—Al Templo.
De este modo Chátillon comunicaba a Heraclio que lo abandonaba a su suerte e iba a reunirse con sus compañeros —los templarios blancos— en la explanada del Templo, al este de la ciudad.
—¡Esperad! —protestó Heraclio—. ¡No podéis marcharos así!
El viejo patriarca estaba obligado a llegar a un arreglo con Chátillon. Sin él, no tenía hombres con experiencia de la guerra.
—¿Qué me proponéis? —preguntó Reinaldo.
—¿Qué deseáis?