Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
—Bien, ya es un principio... Solo hace falta que respondáis así. ¿De acuerdo?
Casiopea asintió de nuevo.
—¿Tenéis algo que ver con la muerte de Raimundo de Trípoli?
Casiopea se estremeció de arriba abajo, como si se encontrara en un estado de desesperación extrema, y luego asintió con la cabeza. Sin permitir que sus sentimientos se reflejaran, Beaujeu prosiguió con su interrogatorio.
—¿Habéis matado a Raimundo de Trípoli?
Esta vez Casiopea respondió más deprisa, con un signo de negación.
—¿Sabéis quién lo ha matado?
De nuevo hizo que no con la cabeza.
—¿Seguís sin poder decirme nada?
Ella lo miró a los ojos, sorprendida. ¿Había comprendido lo que le ocurría?
—Si pudierais, ¿hablaríais?
Casiopea asintió.
Beaujeu se levantó y se frotó pensativamente la barbilla.
—¿Qué os lo impide?
Pero Casiopea no podía o no quería responder a esta pregunta. Se contentó con encogerse de hombros con aire evasivo, y luego se tocó la garganta.
—Perdón —continuó Beaujeu—. ¿Tenéis una idea de qué es lo que os lo impide?
Casiopea inclinó la cabeza.
—¿Y sabéis quién ha atentado contra la vida de Raimundo de Trípoli?
Una vez más, la respuesta fue positiva.
—¿Los templarios?
—¡Los asesinos! —soltó Casiopea, como a su pesar.
La respuesta había surgido espontáneamente de su boca, pero sus labios ya volvían a cerrarse. Un gran dolor se revelaba en su rostro, como si en su cabeza se desarrollara un combate en que se enfrentaran pensamientos contradictorios.
La puerta de la celda se abrió detrás de Beaujeu, y Morgennes entró, acompañado de Yemba, Simón y Taqi.
—Noble y buen hermano —empezó Morgennes—, puedes liberarla: ella no es culpable.
—¿Quién entonces? —preguntó Beaujeu.
—El —dijo Morgennes mostrando al comendador la cabeza de Rufino—. Acaba de confesarlo todo.
Unos instantes más tarde todos se encontraban en el reservado de la sacristía del Krak.
—¿Podéeeeis secaaaarme los ojos, poooor favor? —imploró Rufino—. No tengo braaazos, y eeeestas lágrimas me moleeeestan...
Morgennes secó el rostro de Rufino con ayuda de un trapo que había al lado del cofrecillo.
Taqi examinó la habitación, un reducto particularmente sombrío, sin ventana, tallado en la roca, lleno de cofrecillos y objetos diversos, entre los cuales se distinguían varios centenares de velas decoradas con motivos extraños.
—Aquí guardamos las vestiduras sacerdotales, las barricas de vino de misa, los ornamentos y los vasos sagrados —explicó Beaujeu.
—Veo que disponéis de un número de cirios considerable —comentó Yemba divertido—.Y también he podido notar que, curiosamente, las inscripciones con que están decorados no tienen nada de latín...
—Efectivamente —convino Beaujeu—. Pero no creo que signifiquen nada en particular. Solo son adornos decorativos.
—Eso no es exacto —dijo Taqi cogiendo uno de los cirios—. Están escritos en una lengua muy antigua, venida de Persia, en los primeros tiempos del Profeta (la gracia sea con él). En este pone: «¡Muerte a los cristianos!».
Todos se estremecieron, como si súbitamente la temperatura de la habitación hubiera descendido varios grados. Taqi volvió a dejar el cirio en su sitio.
—Tenéis una cantidad enorme —observó Simón—. ¡Todos estos cirios! ¿Qué hacen aquí?
—No sabía que tuviéramos tantos —confesó Beaujeu.
—Dejaaaadme que os expliiiique —continuó Rufino con su voz cavernosa—. ¡Tooodo es tan... complicaaado!
La cabeza se puso a hablar y, como de costumbre, se mostró inagotable. Estuvo discurseando durante más de una hora, explicándoles al detalle cómo Casiopea y él mismo habían sido secuestrados por los asesinos, en el Yebel Ansariya, y luego condicionados por Rachideddin Sinan. Bastante mal, por suerte.
—¡No sabíiiiamos siquieeera lo que tendríiiiamos que hacerrr!
De hecho, desde su llegada al Krak, Rufino había sido confiado al hermano enfermero para que lo examinara, tratara de comprender los prodigios que permitían animarlo y decidiera si era obra del diablo o de Dios. Era indudablemente obra del diablo, y mientras Rufino y el hermano enfermero discutían ásperamente, una oleada de palabras hipnóticas había salido de pronto de la boca de Rufino. El conjuro había conminado al hermano enfermero a que se presentara sin tardanza en la sacristía, cogiera uno de los numerosos cirios que había allí y lo llevara a la habitación de Raimundo de Trípoli; lo que una investigación adicional confirmó más tarde, pues Eschiva de Trípoli recordó que, efectivamente, el hermano enfermero se había presentado con un cirio: «Para vuestras veladas invernales», le había dicho antes de marcharse. Pero el invierno de Raimundo de Trípoli, ya muy enfermo, debía llegar prematuramente: de manos de una joven. Cuando Casiopea había visto la vela en la habitación de Raimundo de Trípoli y había reconocido los dibujos, no había podido evitar encenderla. Luego se había sentado, silenciosa, inmóvil, y había mirado, incapaz de hablar porque el humo que ascendía de la vela empezaba a actuar, paralizándole las cuerdas vocales.
—¿Qué había que mirar? —preguntó Beaujeu.
—¡Una serpieeeente! —respondió Rufino.
—¿Es decir? —insistió Beaujeu.
—¡Esto! —dijo Morgennes.
Y, desenvainando a
Crucífera
, cortó uno, dos, luego tres, y finalmente toda una serie de cirios. Cada uno ocultaba en su interior un áspid enrollado sobre sí mismo.
—¡Sacrilegio! —exclamó Beaujeu—. Pero ¿qué es esto?
Taqi recogió algunos pedazos de cirios cortados en dos, los observó y se los enseñó a Beaujeu.
—¡Mirad! Las serpientes se introducen en la cera, donde se adormecen. El calor de la llama las despierta. Entonces salen de sus velas y van a morder al primero que encuentran. ¡Es un milagro que Casiopea haya podido escapar de ellas! El Krak está lleno de estas serpientes. Por suerte las hemos encontrado —dijo, aplastando con el talón a las que habían caído sobre las losas del reservado, todavía aturdidas.
Rufino lloraba a lágrima viva. Le pidió a Morgennes que le «sonaaara la nariiiiz».Y, después de haber soplado en el trapo con toda la fuerza de sus inexistentes pulmones, continuó:
—¡Es Siiiinan! ¡Tiene aliiiiiados aquí! ¡Poderoooosos!
—Eso parece —dijo Beaujeu—. Para empezar, ¿cómo es posible que estos cirios...?
Estaba tan encolerizado que no pudo acabar la frase. Abrió furiosamente la puerta de la sacristía y llamó a los guardias:
—¡Que vayan a buscar al hermano capellán!
El primer guardia había salido cuando Beaujeu volvió a abrir la puerta y añadió:
—¡Y al hermano enfermero!
Interrogados, los dos hombres revelaron —por boca del hermano capellán— que los cirios eran donaciones hechas por pobres que les agradecían las comidas ofrecidas. Al parecer, los fabricaban ellos mismos.
—¡Se acabaron las comidas para los pobres! ¡Se acabaron los pobres en el Krak de los Caballeros!
Y, resistiéndose a mostrarse tan duro, el comendador añadió:
—¡Les tiraremos la comida desde lo alto de las murallas!
El hermano capellán tomó la resolución de ayunar durante cuarenta años seguidos, es decir, hasta el fin de sus días. En cuanto al hermano enfermero, confesó:
—Qué puedo deciros: ¡fue esa cara diabólica, me hechizó con sus bellas palabras! ¡Todavía tengo la cabeza como un caldero, aún me zumban los oídos, y mis pies, ay mis pies!
El pobre hombre se sujetaba la cabeza con las manos y golpeaba con el pie contra el suelo. Rufino lo observaba lanzando grandes «¡Ooooh!», como si encontrara que exageraba.
—Pero, en fin, Rufino —preguntó Beaujeu—, ¿qué os prometió Sinan para que hicierais esto?
—¡Un cueeeerpo! —dijo Rufino entre sollozos.
Y tuvo que volver a sonarse con el trapo de Morgennes.
Aquella misma noche, el asunto había quedado zanjado.
Detuvieron a todos los pobres que se encontraban en el Krak para registrarlos. Algunos llevaban, encima cirios que ocultaban áspides, y fueron ejecutados inmediatamente. Muchos defendieron en vano su inocencia, afirmando: «¡Nos pidieron que os los diéramos, no es culpa nuestra!». Pero era imposible saber si decían la verdad y se optó por no correr riesgos. Fueron ejecutados como los otros. Casiopea, que salía poco a poco de su hechizo, dio también su. versión de los hechos: «Las inscripciones trazadas a lo largo de los cirios eran fórmulas mágicas cuya potencia se reforzaba con el olor que desprendía la cera al quemarse. La primera orden recibida era encender la vela. Luego ya era imposible moverse o hablar».
Casiopea, paralizada, había visto, pues, con horror cómo el áspid se desprendía de su vaina de cera, como un pajarillo saliendo de su cáscara, y avanzaba despacio hacia ella. Pero, curiosamente, no había sido mordida. (En ese momento Taqi esbozó una sonrisa y contempló los numerosos tatuajes de su prima. Algunos tenían la reputación de alejar a las serpientes. Sin duda la explicación debía de encontrarse ahí.) A continuación el reptil se había dirigido hacia el conde de Trípoli, que se encontraba dormido, y lo había mordido.
Al examinar el cuerpo de Trípoli, encontraron la marca de la mordedura. Y, al registrar la habitación, apareció el áspid.
—Los acontecimientos se precipitan —observó Morgennes—. De otro modo, Sinan hubiera esperado a la Navidad para mataros a todos en la capilla, en el momento en que utilizarais los cirios para las fiestas.
—Pero ¿qué interés tiene él en atacarnos? —preguntó Beaujeu.
—No solo os golpea a vos —respondió Morgennes—. Sinan no puede hacer gran cosa contra el Hospital. Pero el Krak es la única fortaleza de esta región que todavía se le resiste, ya que los templarios están conchabados con él. Con el conde de Trípoli muerto, sus tierras quedarán desorganizadas. En estos períodos de turbulencias, ocuparse de la sucesión del conde no será tan sencillo. De este modo Sinan ha propinado un duro golpe al Hospital, que, de todas las facciones de Tierra Santa, es la que más se le opone y la menos desorganizada.
Como habían hecho correr riesgos enormes a la casa, el hermano capellán y el hermano enfermero fueron condenados a presentarse ante el tribunal de penitencia al acabar la semana. El hermano capellán prefirió la condenación eterna al deshonor y, cuando lo conducían bajo una fuerte escolta a su habitación, se lanzó por una ventana que daba a un precipicio. El hermano enfermero, por su parte, se benefició de la clemencia del tribunal. Después de todo, el Krak lo necesitaba. Era el único médico de la fortaleza. Además, al haberse suicidado el hermano capellán, todas las sospechas recayeron sobre el muerto.
Sin embargo, hubieran debido exculparlo, pues, aunque era un hombre duro —de corazón, de espíritu—, su dureza le impedía justamente traicionar a aquellos cuyas costumbres desaprobaba. Nadie vio al hermano enfermero alegrarse en la misa que se celebró, en el Krak de los Caballeros, en honor de Raimundo de Trípoli. Nadie lo vio frotarse las manos de gusto, y nadie lo oyó murmurar en voz baja, con los ojos perdidos en el vacío, palabras de odio.
Al día siguiente, al alba, los tres grupos constituidos por Alexis de Beaujeu se pusieron en camino, con Morgennes a cargo de Rufino, ahora amordazado. Simón no apartaba los ojos de Casiopea, mostrando en todo momento una deferencia ejemplar.
En cuanto al féretro de Trípoli, la caja partió con Tommaso Chefalitione, Fenicia, la condesa de Trípoli y sus hijos, ya que el conde había pedido que lo enterraran en Provenza.
La estratagema era sutil. En plena noche, Morgennes, Chefalitione y Beaujeu habían sacado a Raimundo de Trípoli de su ataúd para reemplazarlo por la Vera Cruz. Luego, su cuerpo había sido enterrado bajo una losa anónima, en el pequeño cementerio situado detrás de la capilla, y la Vera Cruz había sido separada en dos, con el
patibulum
y el poste tendidos uno junto a otro en la caja.
Morgennes se extrañó al ver que las dos partes cabían, pues se había dicho: «El poste no aguantará». Y de hecho descubrieron serrín en sus guantes de cuero. La Vera Cruz empezaba a desintegrarse.
Luego dice al hombre: «El temor del Señor, he ahí la sabiduría;
apartarse del mal, he ahí la inteligencia».
Job.XXVIII,28
Un poco después de haber entrado en lo que constituía todavía, menos de tres meses antes, el reino franco de Jerusalén, Yemba y Morgennes se separaron. El primero fue hacia oriente y el segundo al oeste, al otro lado del Jordán. Poco antes de dejar a su amigo, mientras lo abrazaba en una despedida que sabía definitiva, Yemba le preguntó, tocando su cota de malla con un resto de raíz blanca:
—¿Te ha sido muy útil?
—No demasiado —respondió Morgennes.
—¿Ah, no? —se extrañó Yemba.
—Al parecer, Dios me preserva de los combates. Desde Hattin solo he tenido que soportar una andanada de flechas. Por lo demás, no creo que haya llegado a derramar sangre...
—Mmm... —murmuró Yemba, sorprendido—. Es muy extraño. Debes de ser uno de los pocos en este país que pueden afirmar algo así.
—Durante mucho tiempo no tuve armas. Luego me hice con unas grandes tenazas. Pero no las he utilizado... No han faltado ocasiones, pero las cosas han ido así. Ahora tengo a
Crucífera
—dijo acariciando la cruz de bronce que adornaba la empuñadura de su espada—. ¡Pero en realidad solo ha salido de su vaina para cortar velas!
Yemba sonrió y dirigió un último gesto de despedida a su amigo, mientras gritaba:
—¡Dios te guarda!
—¡Y a ti! —dijo Morgennes.
—¡No era un deseo, sino una constatación! —replicó Yemba. Luego mordisqueó su raíz y se alejó riendo. Ernoul se acercó a Morgennes.
—Curioso personaje, siempre bromeando... —dijo—. Se diría que la destrucción del oasis de las Cenobitas no lo ha afectado...
—No es eso —explicó Morgennes cuando Yemba y su. escolta de hospitalarios desaparecieron detrás de una colina—. Pero no lo exterioriza. Yemba solo muestra de la vida lo que a él le gustaría ver siempre: alegría.
Como si quisiera saludarlos, cuando se disponía a pasar también al otro lado de la colina, el pequeño elefante levantó la trompa y barritó por última vez. Finalmente, Morgennes y los suyos llegaron hasta la barcaza, manejada por soldados de Saladino. Gracias a Taqi, pudieron cruzar sin tropiezos.