Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
Al verlos llegar, su corazón había reencontrado la alegría, y su boca la sonrisa. Morgennes y Simón, en cambio, no podían decir lo mismo. Desde que estaba con su tío, Taqi los tenía un poco olvidados. Además, les estaba prohibido el acceso a la ciudad. Morgennes había tenido que ocultar a
Crucífera
y, en cuanto a la Vera Cruz, «Cada cosa a su tiempo», había dicho Saladino, centrado solo en la alegría de haber vuelto a encontrar a su sobrina y a su sobrino. Como buen táctico, Taqi había indicado a su tío el emplazamiento ideal para las catapultas: los huertos de Getsemaní. Al saberlo, Simón lloró amargamente y preguntó a Morgennes: —¿Creéis que hemos hecho todo esto en vano? ¿Qué esperanzas tenemos de salvar a Jerusalén y de llevar a sus habitantes la Vera Cruz?
—Pero ¿qué dices? —se sorprendió Morgennes—. Sabes muy bien que la Vera Cruz no es la que sostienes.
—Me ordenasteis que no dijera nada sobre eso.
—En efecto, pero conmigo no es lo mismo. Mira las fuerzas de Saladino: ¿crees que la ciudad será capaz de resistir?
—No. No sin la ayuda de Dios.
—¿Y crees que El se la prestará?
—No lo sé —repuso Simón con un suspiro.
Morgennes lo miró, bajando la cabeza para ocultar una sonrisa. Simón había aprendido, por fin, lo que era la duda, la modestia. ¡No todo estaba perdido!
—Veré lo que puedo hacer —anunció Morgennes alejándose.
—¿Adonde vais?
—A ver a Saladino.
Morgennes encontró a Saladino en compañía de Ernoul, Taqi, Balian, el cadí Ibn Abi Asrun, que se estremeció al verlo entrar, y Abu Shama, que recogía por escrito, con ayuda de un cálamo, todo lo que decía el sultán.
Balian había ido a negociar la rendición de la ciudad.
—Sultán, te conjuro a que nos salves —suplicó—.Te costará muy poco y te dará mucho.
—¡No! —replicó Saladino—. Me he prometido, animado por un espíritu de equidad y para que no pueda decirse que solo los cristianos son unos locos, que tomaré la ciudad del mismo modo que ellos lo hicieron: matando a todos sus habitantes y provocando tal baño de sangre que esta llegará hasta las rodillas de mis soldados.
En efecto, las crónicas cristianas —como la de Raimundo de Ágiles— explicaban lo que todos tenían aún en la memoria, el modo como los primeros cruzados se habían apoderado de Jerusalén: «Se vieron cosas admirables ... En las calles y en las plazas de la ciudad se veían montones de cabezas, manos y pies. Los hombres y los jinetes se movían en todas partes en medio de los cadáveres ... En el Templo y en el Pórtico se cabalgaba en la sangre, que alcanzaba hasta la rodilla del jinete y la brida del caballo ... Justo y admirable juicio de Dios que quiso que este lugar recibiera la sangre misma de aquellos cuyas blasfemias lo habían mancillado durante tanto tiempo».
Saladino había prometido a Abu Shama que un día podría escribir lo mismo desde el punto de vista de los mahometanos.
—Aunque comprenda tu cólera, Espada del Islam, permíteme, sin embargo —prosiguió Balian—, qué te recuerde dos cosas: la primera es tu grandeza, que no tiene igual. No permitas que se extravíe, no dejes que digan de ti lo que ni siquiera nosotros, tus enemigos, diremos nunca ni dejaremos nunca que se diga. La segunda es la tenacidad de los habitantes de Jerusalén. No creas que son tan diferentes de los francos, que en otro tiempo la tomaron. Si quieres hacernos la guerra, haremos como los judíos en Masada: mataremos a nuestras mujeres y nuestros hijos, y luego nos degollaremos unos a otros. Pero no creas que empezaremos por eso. Antes derribaremos cada piedra de las mezquitas de la ciudad, la de al-Aqsa, la Cúpula de la Roca, y lanzaremos ante vuestros ojos desde lo alto de las murallas a todos nuestros prisioneros: a los mahometanos que residen en Jerusalén, algunos de los cuales son muy piadosos. Sálvanos y los salvaremos.
Balian había discurrido tan bien que Saladino se frotó la barba y respondió:
—Balian II de Ibelin, has hablado y te he escuchado. Te pido un día de reflexión. Mañana por la noche, en la hora del Magreb, te daré a conocer mi decisión. Por el momento, vuélvete en paz.
Balian se levantó, saludó al sultán y se dirigió hacia la salida de la tienda. En ese momento, Morgennes interpeló a Saladino.
—Un instante, Espada del Islam.
—¿Sí?
—¿Puedo pedirte un favor?
—Olvidas que eres tú quien me debe uno —replicó Saladino.
—No creas que lo olvido, y en su momento saldaré mi deuda. Pero me gustaría entrar en la ciudad con Balian de Ibelin, acompañado de Ernoul, de Simón y de la Vera Cruz.
—No, Morgennes, no —respondió Saladino riendo de buena gana—.Tal vez sea generoso, pero mi bolsa no es grande hasta ese punto. Queda excluido por completo que un guerrero como tú, entre en la ciudad... En contrapartida, con un inmenso placer dejaré que entre la Vera Cruz, ¡para que todos vean que vuestro Dios os ha abandonado y que no hay otro Dios sino Alá!
Así el plan de Morgennes solo se cumplió a medias, y Balian pudo volver a Jerusalén con Ernoul y la Vera Cruz.
—Gracias —dijo Balian al recibir la Vera Cruz de manos de Morgennes—Vale más que todos los ejércitos de los reyes de Francia y de Inglaterra. Y, si Dios nos ama todavía, tal vez nos conceda la gracia de enviarnos algunos milagros...
—Eso espero —dijo Morgennes, estrechando las manos de Balian—. Sinceramente.
Y lo vio partir hacia la poterna de Santa María Magdalena, con Ernoul llevando en sus brazos la cruz truncada. Al verlos cabalgar así a los dos en la noche, hacia Jerusalén, Morgennes se dijo que sin duda debía de haber una parcela de verdad en aquella cruz. Luego volvió, a su vez, hacia la tienda de Saladino, donde el sultán iba a dar una cena en honor de Taqi.
Por todas partes, en el campamento, corría el rumor de que aquella noche, como después de la victoria de Hattin, Casiopea bailaría.
Cuando Morgennes quiso entrar en la tienda del sultán, los mamelucos le impidieron el paso.
—¿Qué ocurre? —preguntó Morgennes, sorprendido.
Pero los mamelucos no le respondieron, lo que despertó en él penosos recuerdos.
Se reunió entonces con Simón, que hablaba tranquilamente con Masada y Rufino, bajo las miradas curiosas de los servidores de los maganeles de Saladino.
Morgennes se sentó bajo un olivo y contempló el cielo. En ese instante, una decena de palomas volaron hacia el horizonte y desaparecieron en el poniente, ensombrecido por grandes nubes. Aquella noche le recordaba la de su huida, tres meses antes. Una colina, una ladera, la luna, las estrellas. El paisaje era más o menos el mismo, salvo que ya no tenía nada de que huir. Su misión había terminado. Roma recibiría la Vera Cruz; Jerusalén también tendría la suya, mientras los refuerzos llegaban.
Quedaba únicamente su deuda con Saladino.
Y luego tendría que elegir su destino: volver a Francia con Casiopea y retomar los hilos del pasado, o aislarse en un monasterio conforme a la sentencia del tribunal de penitencia de los hospitalarios. «A menos que Alexis de Beaujeu me libre de ella», pensó Morgennes.
De pronto un hombre de negro se acercó.
—Saladino te reclama.
El hombre, con un atavío tan oscuro que la luz se perdía en sus pliegues, no era sino Taqi, que se había cambiado de ropa.
—Te veo muy bien vestido, Taqi. ¿Puedo saber en honor de quién?
—Vuelvo al combate.
—Creía que Saladino no atacaba.
—La situación es diferente. Y, además, ¿quién ha dicho que mi tío conducirá el asalto?
—Si él no conduce el asalto, ¿quién lo hará?
—Tú —respondió Taqi.
Morgennes lo miró, sorprendido.
—Sígueme —prosiguió Taqi, dirigiéndose hacia la tienda del sultán—. Por fin ha llegado la hora de pagar tu deuda.
Pues quien quisiere salvar su vida la perderá,
mas quien perdiere su vida a causa mía la encontrará.
Mateo, XVI, 25
—No me pedís sino que os dé la ciudad —dijo Morgennes.
—No —respondió Saladino—, te pido solamente que me traigas de vuelta a mi hijo, y te ofrezco también una oportunidad de salvar a los tuyos. Encuentra a mi hijo y yo perdonaré a los hierosolimitanos. Si no lo haces, los aniquilaré a todos.
Morgennes observó con aire grave al sultán. Saladino estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una alfombra de seda persa y lo contemplaba con una mirada penetrante, casi inmóvil. Sin los dos finos hilillos de lágrimas que brillaban en sus mejillas, Saladino hubiera podido ser de piedra. Tenía la tez gris, los miembros rígidos, y hablaba apenas lo necesario.
Había envejecido veinte años.
De hecho, hasta aquel instante había sido el cadí Ibn Abi Asrun quien había hablado por él, o a veces Abu Shama, su consejero.
El propio Saladino no había podido decir palabra. Sobre su cara bailaba la luz de las velas, que se consumían en silencio y difundían una suave luz dorada. El aire se llenaba de vapores aromáticos que se elevaban de incensarios de oro.
—¿Podríais, os lo ruego, repetirme los hechos y explicármelos en detalle?
El cadí Ibn Abi Asrun estudió a Morgennes, buscando, sin duda, lo que había permitido a este hombre sobrevivir a tal sucesión de golpes de la fortuna. Escrutó el pliegue de sus párpados cuando reflexionaba, las arrugas de su frente, la forma en que se separaban sus labios para hablar o el modo como sus mejillas acompañaban a la sonrisa, a la aflicción.
—Cuando nos disponíamos a iniciar el festejo —empezó Ibn Abi Asrun—, el sultán (la paz sea con él) se preocupó por la ausencia de su hijo (la paz sea también con él). No lo habían visto desde el final del día, justo después de la oración del crepúsculo. Una escolta que se envió a su tienda volvió sin haberlo encontrado, y señaló solo la presencia de dos tortas de trigo colocadas sobre su almohada y una nota; aquí la tenéis.
El cadí se inclinó y tendió a Morgennes un fino rollo de pergamino. Morgennes lo desenrolló y leyó: «Que tu ejército se retire de Jerusalén antes de la oración de As Soubh, o al-Afdal morirá. Que tus hombres no causen ningún mal a ninguno de los mil magos, o al-Afdal morirá». El mensaje era claro y no necesitaba comentario. La oración de As Soubh tenía lugar al alba. Quedaba, pues, poco tiempo para encontrar a al-Afdal. Unas horas como máximo.
—¿No está firmado? —preguntó Morgennes.
—Las tortas de trigo candeal, colocadas justo al lado, son el sello de quien nos lo ha enviado. Pero, con tales reivindicaciones, hubiera podido prescindir de él.
Morgennes miró a Saladino, intrigado.
—Sohrawardi. Los asesinos... Ya no pueden atacarme a mí, de modo que atacan a mi hijo... —dijo el sultán con un suspiro—. Sin embargo, debería alegrarme —continuó, esforzándose por sonreír—. De aquí a poco tiempo, al-Afdal alcanzará el paraíso. ¿Qué podría esperar mejor que eso?
—¿No levantaréis el sitio? —preguntó Morgennes.
—Aunque tuviera que perder a mis otros tres hijos, tomaría Jerusalén. Por eso tu acción no cambiará nada... Puedes ir con el corazón en paz. La ciudad caerá, está escrito. Ni siquiera yo podría cambiarlo. En cuanto a los mil magos de El Cairo, morirán hoy mismo.
Había pronunciado la sentencia en un tono de absoluta calma.
—Pero yo preferiría —prosiguió Saladino— tomarla y no perder a al-Afdal. De manera que me plegaré a lo que está escrito en el mensaje. Daré orden a las tropas de batirse en retirada. Mientras tanto, tú irás a la ciudad, discretamente, para buscar a mi hijo. Eres un cristiano. Nadie desconfiará de ti...
—¿Qué interés tienen los asesinos en impedir que toméis Jerusalén?
—Perjudicarme, eso es todo. Volver a tomar la ciudad a los cristianos para devolverla a Dios ha sido el proyecto de mi vida. Sinan no quiere que puedan decir: «Ha triunfado allí donde los nizaritas fracasaron». Además, imagino que tiene otros proyectos... Si es que es él el responsable.
Morgennes miró al sultán, preguntándose si calibraba la dificultad de la tarea. Por otra parte, ¿de qué manera podían asegurarse de que al-Afdal estaba realmente en Jerusalén y no en otro lugar?
El cadí Ibn Abi Asrun habló con voz lenta, resaltando cada una de las palabras para hacerse entender bien.
—Seguramente os preguntáis cómo es posible que estemos al corriente de que al-Afdal se encuentra en Jerusalén. De hecho, solo es una suposición. Pero, después de su desaparición, mis hombres y los del Yazak realizaron las correspondientes investigaciones. Así pudimos ver que Sohrawardi faltaba a la llamada, al igual que algunos mamelucos... entre ellos los que lo vigilaban, incluido el propio hijo de Tughril. Por otro lado, ya resulta pesado ver que los mamelucos siguen rebelándose. Deberían comprender que eso no tiene salida... Finalmente, sus huellas...
—... se dirigían directamente hacia la muralla, al oriente de la ciudad —lo interrumpió Taqi—. No tuvimos ninguna dificultad en seguirlas: somos exploradores habituados a acosar a los peores depredadores en los terrenos más difíciles. Encontrarlos fue un juego de niños; más aún porque no hacían demasiado por esconderse y porque Sohrawardi sembraba unos efluvios... ¿cómo decirlo?...
—Imposibles de ocultar... —concluyó Morgennes.
—En efecto. Por otra parte, después de su partida, el campamento parecía aliviado. No me atrevo a imaginar cómo deben de estar ahora esos pobres hierosolimitanos.
—Tal vez se trate de una pista falsa —observó Morgennes.
—Si ese es el caso, mi hijo está muerto —replicó Saladino.
Morgennes se levantó, se frotó las rodillas doloridas, se llevó la mano al corazón y se inclinó para declarar:
—Encontraré a vuestro hijo.
—Voy contigo —propuso Taqi.
—No —dijo Morgennes—. Podrías descubrirnos. En cambio, no hay inconveniente en que venga Simón.
—¿Y Casiopea? —inquirió Taqi.
—Se queda contigo. Sobre todo, que no haga nada...
—Es como pedirle al
khamsin
que no sople...
—Iré a convencerla yo mismo. Quiero saludarla, al igual que a Masada, antes de irme. Id a buscar a Simón y conducidnos a las puertas de la ciudad. Conozco una poterna no lejos de la tumba de la Virgen...
—No hace falta —lo cortó Taqi—. Nosotros te haremos entrar por un camino que nadie más conoce y que descubrimos por azar haciendo trabajos de zapa junto a las murallas. Allá esperaremos tu retorno. Y si mañana por la mañana no has vuelto...
—Os lanzaréis al asalto; lo he comprendido.