Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
De hecho, aquello no era del todo exacto, ya que el acuerdo propuesto por Balian de Ibelin estipulaba que la ciudad aceptaba rendirse si Saladino renunciaba a saquearla. El sultán había pedido a Balian un día de reflexión, pero en realidad su decisión ya estaba tomada: si le devolvían a su hijo vivo, aceptaría las condiciones de los cristianos. Así salvaría muchas vidas, de infieles y de mahometanos. Solo faltaba que Balian convenciera a Heraclio y a los burgueses para que aceptaran las exigencias de Saladino: se hablaba de un rescate de diez dinares por cada hombre, de cinco por cada mujer y de uno por cada niño.
—¡Avanza y calla!
Un violento puntapié lanzó al suelo a al-Afdal, que se arañó las manos al caer.
El hijo menor de Saladino se levantó sin un grito, una vez más, rabiando por dentro. No había pronunciado una palabra desde que lo habían secuestrado, y se había prometido no decir nada a sus raptores. Nunca.
Arguyendo que iba a llevarlo junto a su padre, Malek —el hijo de Tughril— había ido a buscarlo con otro mameluco de su compañía. Después los dos hombres lo habían golpeado a traición, lo habían dejado inconsciente y lo habían transportado, en una caja para municiones, hacia la parte trasera del campamento. Allí lo habían atado, amordazado y revestido con el
hijab
, para disfrazarlo de mujer. Luego había caminado ya no sabía cuánto tiempo, en medio de un olor fétido reconocible entre mil: el de Sohrawardi.
El viejo ciego se expresaba haciendo rechinar los dientes, lo que exasperaba a al-Afdal. El discurso del mago era parecido a los chirridos de los insectos: le revolvía el estómago.
A este respecto, al-Afdal esperaba que las hienas estuvieran muy hambrientas cuando las lanzaran entre las filas de los magos retenidos como rehenes en El Cairo. En aquellos momentos, las palomas mensajeras ya debían de haber partido hacia la capital, llevando bajo su vientre la orden de aniquilarlos. Sohrawardi estaba completamente loco.
Después de haber caminado mucho tiempo en medio de la noche, al-Afdal sintió que el terreno cambiaba bajo sus pies. De mullido, se fue convirtiendo en cada vez más duro. Estaban en unos subterráneos. Los sonidos resonaban de un modo diferente, el aire no tenía la misma textura, el espacio vibraba a su alrededor devolviendo ecos misteriosos. A veces oía un ruido extraño, venido de un lugar situado más abajo, en las entrañas de la tierra: como el sonido de una flauta de Pan o de otro instrumento. Tuvo la sensación de que debía de ser muy antiguo, y se preguntó si los otros lo habían oído. ¿Adonde lo llevaban? Tratando de mirar por entre las mallas de la rejilla que le tapaba la cara, al-Afdal distinguió sobre los muros semblantes monstruosos. Muchos expresaban sufrimiento, remordimientos. Solo los ojos parecían humanos; el resto estaba deformado, torturado. En la agonía.
Por el ruido de los pasos y las conversaciones, al-Afdal calculó que había tres o cuatro soldados, no más. Como de costumbre, los mamelucos que se rebelaban eran pocos para poder llevar a cabo un auténtico golpe de Estado. Algún día, tal vez... De momento, dos de ellos debían de guiar a Sohrawardi. El otro, o los otros, se encargaban de vigilarlo. No era mucho, y al-Afdal se preguntó si debía alegrarse o, al contrario, ofenderse.
«Si consigo escabullirme —pensó—, tendré una oportunidad de escapar...»
El problema eran aquellas ropas, que le impedían correr, y sus ligaduras, que le sujetaban las manos. Llegaron a un cruce y los mamelucos se detuvieron. Parecían perdidos.
—¿Y bien? —chilló Sohrawardi—. ¿No hay nadie?
—No, señoría —respondió Malek—. Nadie todavía. ¿Hay que esperar?
—Vosotros dos, id a ver por allá si Chátillon ha llegado...
Al-Afdal oyó cómo dos hombres se alejaban y sus pasos se perdían en un dédalo de galerías. Entonces, en un arranque de valor, se lanzó como mejor pudo contra el guardia que quedaba para tratar de derribarlo. Sorprendido, el mameluco se tambaleó hacia atrás y soltó la antorcha, cuyo resplandor rojizo vaciló, sumergiéndolos en la oscuridad.
Sohrawardi lanzó un gruñido y el mameluco se levantó. El hombre trató de sujetar a al-Afdal, pero este ya había salido disparado. El niño había huido por una galería que había distinguido un poco antes, dejando su suerte en manos de Alá. Corriendo tan deprisa como podía, al-Afdal siguió con el hombro una pared que lo hizo girar varias veces, conduciéndolo lejos de sus perseguidores, cuyos pasos se perdían tras él. Agotado, asustado, se detuvo un momento para recuperar el aliento, y luego volvió a seguir adelante, a ciegas, en otra dirección. En aquel momento el suelo desapareció bajo sus pies y al-Afdal se deslizó en una noche más negra que la precedente.
Morgennes y Taqi se separaron a la entrada de las minas cavadas por los zapadores bajo las murallas, al este de Jerusalén. Por encima de, ellos se elevaban las altas formas de la Puerta Dorada, que daba, hacia el interior, a la explanada del Templo, al que Taqi llamaba el Haram al-Sharif. Por allí entraría un día el Mesías esperado por los judíos, algo que parecía absurdo, dado que la venida de Cristo ya había tenido lugar. En cualquier caso, la puerta permanecía habitualmente cerrada, ya que solo daba a un barranco; durante el día los zapadores de Saladino se habían esforzado en profundizar aún más el barranco con el fin de que las murallas acabaran por derrumbarse en él.
A una palabra de Taqi, prenderían fuego a los numerosos toneles de azufre y de salitre colocados en puntos estratégicos bajo los cimientos. La estratagema, si daba resultado, permitiría abrir la ciudad al este y ofrecería una vía de acceso a las tropas de Saladino, ya que los hombres podrían pasar sobre los restos de las murallas, que habrían rellenado la hondonada situada por debajo.
—Espera que volvamos antes de hacerlo saltar todo —propuso Morgennes.
Taqi rió de buena gana.
—¡La paz sea contigo, hermano! ¡Espero que triunfes en tu expedición!
—Gracias, hermano.
Los dos amigos se despidieron con un abrazo, y a continuación Morgennes y Simón penetraron bajo la ciudad. A la entrada de la mina, dos guardias muertos mientras patrullaban daban testimonio del reciente paso de los mamelucos de Sohrawardi. Taqi y los suyos los habían colocado uno junto a otro contra la pared de la galería cavada en el subsuelo de Jerusalén, que sería su tumba.
Simón tenía en las manos la cabeza de Rufino, que, al enterarse de sus proyectos, había insistido en acompañarlos: «¡Yo séeee adóooonde van los subterráaaaneos que han encontraaaado!».
En efecto, mientras los zapadores cavaban trincheras profundas y las apuntalaban con contrafuertes a los que prenderían fuego llegado el momento, habían sacado a la luz corredores muy antiguos con las paredes decoradas con dibujos de épocas remotas. Muchos parecían bastante anteriores a la venida de Cristo e ilustraban escenas en las que los héroes eran dioses antiguos: hipopótamos con manos humanas llevando antorchas, enanos con crines a modo de cabellos, mujeres dotadas de brazos en forma de serpientes, caballos sin cabeza de pie sobre dos patas, cabras cuyas ubres habían sido reemplazadas por manos, esfinges que sonreían burlonamente... A su vista, los zapadores se habían apresurado a besar la mano de Fátima que llevaban en un medallón colgado al cuello y habían vuelto a salir manteniendo la máxima reverencia, es decir, a toda velocidad.
—¡Los subterráaaaneos de Mooooria no tienen secreeeeetos para mí! —añadió Rufino.
Moria. Así se llamaba la colina sobre la que habían construido la Cúpula de la Roca y, hacía mucho tiempo, el Templo del rey Salomón, donde ahora vivían los templarios. La leyenda decía que allí habían descubierto los más sagrados tesoros de la humanidad, entre ellos el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley. Se afirmaba también que el monte estaba recorrido por centenares de pozos y galerías que se entrecruzaban a distintos niveles, de manera que se necesitaban hasta siete días para atravesarlo de lado a lado, y una vida entera apenas era suficiente para penetrar sus misterios.
—Es el mejooor meeedio de entrar en la ciudaaaad, síiii —farfulló Rufino—. Pero es tambiéeen el más peligrooooso, seguuuuro... Está lleno de traaaampas. Poooozos sin foooondo, estaaacas envenenaaaadas, malefiiiicios, tooooda claaase de cooosas maaaalas...
Ya se marchaban, cuando Masada se acercó cojeando a Morgennes. Tenía un regalo para él.
—Es un mechón de pelos de Carabas que había guardado... Espero que te traiga suerte —dijo con una voz impregnada de tristeza.
Simón saludó a Masada de lejos, mientras Morgennes cogía el mechón de pelos y lo metía en su limosnera.
—Gracias, Masada.
De forma absolutamente inesperada, Morgennes apretó al hombrecillo contra su pecho, y añadió:
—Me traicionaste, hiciste muchas cosas innobles, pero hoy ya has pagado... Ve en paz, si puedes...
Luego se fue. Masada miró cómo se alejaba, con los ojos llenos de lágrimas. Entonces ejecutó un gesto irreprimible, del que no fue consciente en el mismo momento: la señal de la cruz.
—No comprendo qué le ha pasado por la cabeza a Heraclio... —dijo Ridefort.
—Sus sueños de gloria —respondió Chátillon—. Pero, como siempre ocurre en su caso, su cobardía ha acabado por imponerse. En fin, ahora tenemos la Vera Cruz, y eso es lo esencial. Recordadme que se lo agradezca a Morgennes.
En efecto, a su lado, Kunar Sell sostenía en sus brazos la Vera Cruz, o al menos la que Morgennes había entregado a Balian de Ibelin.
Poco después de haber entrado en la ciudad, y a pesar de la hora tardía, Balian había convocado inmediatamente a los principales notables de Jerusalén, y entre ellos a Heraclio y Chátillon. Al ver la Santa Cruz en los brazos de Ernoul, Heraclio había palidecido de envidia: ¡el objeto que tanto había ansiado, que tanto había buscado, se encontraba en manos de otro! Y, lo que era peor aún, ¡en manos de un hombre que nunca había soñado en nada mejor que ser un escudero durante toda su vida!
El patriarca se las había compuesto para que Balian aceptara finalmente entregarle la Vera Cruz, para restituirla a su lugar de origen: el Santo Sepulcro.
—¡Esa es su casa! ¡La única, la verdadera! —había exclamado Heraclio con voz chillona.
Así todos los hierosolimitanos podrían contemplarla y saber que Dios no los había abandonado completamente.
—Yo me encargo de escoltarla hasta allí —había propuesto Chátillon—. ¡Mis hombres son los más indicados para eso, podéis confiar en nosotros!
Heraclio no se había atrevido a protestar y había dejado que Chátillon se apoderara de la Santa Cruz. Luego, cansado, sintiendo que de todos modos Dios se había apartado de él, había vuelto a sus preocupaciones iniciales: organizar su huida. Ahora que se sabía que muy probablemente Saladino los dejaría abandonar la ciudad con vida, ya era solo una cuestión de horas, y de dinero.
«¡Al menos —pensaba Heraclio—, estaré lejos cuando ese loco de Chátillon vaya a despertar a los infiernos!»
Pero en aquello se equivocaba. El «loco» iba a poner en ejecución su plan inmediatamente.
Una sonrisa socarrona se dibujó en los labios de Reinaldo de Chátillon, que se hundía en las entrañas del monte Moría con ayuda de un montacargas accionado por una rueda inmensa que hacían girar cuatro de sus hombres. Chátillon iba acompañado por Gerardo de Ridefort, Bernardo de Lydda, Wash el-Rafid, dos ballesteros y seis templarios blancos, entre ellos Kunar Sell. Así pues, eran doce los hombres que realizaban este viaje a lo más profundo de los subterráneos de la colina, desde donde ascenderían, en compañía de al-Afdal, hacia la Cúpula de la Roca. Allí, sobre la piedra donde Dios había detenido el brazo de Abraham antes de que sacrificara a su hijo, degollaría la posesión más preciosa de la Espada del Islam. Y, si Dios no apreciaba aquel gesto, haría algo peor un poco más abajo, en otros subterráneos.
Chátillon los había recorrido varias veces, en compañía de Heraclio, de sus hijos y de Gerardo de Ridefort. Bernardo de Lydda aprovechó la ocasión para explicar:
—Las iglesias, las mezquitas construidas en la superficie de la explanada, solo son reedificaciones de templos más antiguos aún, donde se rezaba a dioses hoy olvidados. Es sorprendente ver hasta qué punto nuestros edificios religiosos se comunican entre sí por pasajes secretos, anteriores a ellos... y no posteriores, contrariamente a lo que se cree. Por ejemplo, un corredor permite ir desde el subsuelo de la Cúpula de la Roca al del Templo del rey Salomón, donde se encuentran los templarios. Otro une, según dicen, el Santo Sepulcro con la mezquita de Omar... ¿No resulta divertido pensar que en el Santo Sepulcro una roca lleva la huella del Hijo de Dios, mientras que bajo la Cúpula de la Roca otra lleva, vaciada, la huella del pie del enviado de Alá? En cierto modo, Nuestro Señor Jesucristo y el Profeta son los dos pilares en los que se apoya Dios...
Wash el-Rafid sonrió y, acariciando las palancas de su ballesta, siempre cargada, repuso:
—Tal vez tenga dos piernas, pero hay un solo Dios. Nosotros lo vemos con nuestros pobres ojos humanos. De modo que forzosamente tenemos de El una visión múltiple. Pero Dios es único, solo hay un Dios...
—Hablas como un mahometano —lo interrumpió Chátillon.
El-Rafid no respondió, se contentó con mirar fijamente a Chátillon, que le desafiaba también con la mirada. Ninguno de los dos había bajado jamás los ojos ante nadie. Y no iban a empezar ahora.
Los pedernales habían cumplido su función y habían permitido encender tres antorchas, que lanzaban contra las paredes del pozo una luz tenue, demasiado fría para calentarlo. Su descenso a las profundidades del monte Moria se efectuó en un silencio solo interrumpido por la respiración ronca de los hombres y los ruidos de las cuerdas y las poleas, que trabajaban para hacerlos progresar lentamente en el interior de una tumba cada vez más negra. Poco a poco se extinguieron todos los sonidos, con excepción de una sorda pulsación que seguía dejándose oír. Un latido que palpitaba en sus oídos como si procediera de ellos mismos.
De vuelta al campamento de Saladino, Taqi se dispuso a buscar a Casiopea. Escrutó el cielo con la esperanza de descubrir a su halcón, pero solo se veían grandes nubes que se acumulaban en la oscuridad y hacían el aire húmedo y pesado, cargado de cólera. Las tormentas del fin del rajab se acercaban. Con un puñado de hombres del Yazak, Taqi fue de hoguera en hoguera preguntando a los soldados si habían visto a una joven acompañada de un halcón. Pero las únicas mujeres a las que habían visto eran prostitutas que seguían a los ejércitos en campaña; contaban con las guerras para ganar un poco de dinero. Ni rastro de Casiopea.