Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
Al divisar a Yahyah, que conversaba con Dahrán ibn Uwád, el joven jeque de los kharsa, a quien narraba enfáticamente sus aventuras, Taqi le preguntó:
—Perdona que interrumpa un relato tan fantástico, pero ¿no sabrás por casualidad dónde se encuentra Casiopea?
Por toda respuesta Yahyah abrió los brazos con expresión algo avergonzada. Taqi señaló entonces a la perrita amarilla, que roía una costilla de cordero.
—¿Crees que Babucha sabría encontrarla?
—Desde luego —dijo Yahyah—. Si no está demasiado lejos, y si tenemos alguna prenda que hacerle olfatear.
Taqi condujo a Babucha y a Yahyah hacia el lugar donde acampaban los zakrad, mientras los kharsa, inquietos por la desaparición de Casiopea, registraban el campamento y los alrededores. Entre los zakrad, Matlaq ibn Fayhán, el Señor de los Pájaros en persona, dedicó una calurosa acogida al sobrino de Saladino y lo guió personalmente hasta la tienda que ocupaba Casiopea cuando les hacía el honor de visitarlos. A su llegada, el pavo real huyó piando de indignación. Taqi y Yahyah revolvieron una colección de briales, vestidos y calzas hasta escoger una camisa de seda negra a la que Casiopea era muy aficionada.
Babucha olisqueó el tejido moviendo la cola, sin comprender lo que le pedían: «¡Busca! ¡Busca a Casiopea! ¡Busca!».
El pobre animalito no había sido entrenado para aquello, y giraba en círculo por la habitación con aire inquieto, las orejas bajas y la cola entre las piernas, sin saber lo que esperaban de él con tanta impaciencia.
Taqi miraba alrededor, receloso. Al distinguir el biombo tras el que se vestía Casiopea, pasó al otro lado y allí encontró las ropas que había llevado durante el día. En cambio, el maniquí sobre el que acostumbraba colocar su armadura estaba vacío. ¡Casiopea se había vestido para ir al combate!
—¡Es incorregible! —refunfuñó Taqi.
El sobrino de Saladino salió precipitadamente de la tienda y contempló el cielo de Jerusalén, y en concreto el de Haram al-Sharif, la explanada del Templo. Entonces le pareció distinguir una minúscula mancha de sombra que oscilaba por encima de Qubbat al-Sakhra y parecía arrastrar hacia allí un espeso sudario de nubes de tormenta.
—¡Esta mujer es la peste! —exclamó—. ¡Es incapaz de estarse quieta, siempre de un lado para otro!
Salió corriendo hacia su yegua y pidió a sus hombres que lo siguieran.
—¡Vamos a Jerusalén! ¡Y tanto peor si los hierosolimitanos nos descubren! ¡Los mataremos antes de que hayan tenido tiempo de dar la alerta!
Lanzando un grito, Taqi espoleó su montura y galopó en dirección a las murallas. Estaba furioso. «Ha debido de sorprender nuestra conversación cuando hablábamos en la tienda de mi tío... —se decía—. ¡Y no ha podido dejar de actuar!»
Dejaba atrás la tumba de la Virgen, a su derecha, cuando oyó:
—¡Taqi! ¡Taqi!
¡Aquella voz! ¡Era la de Masada! Pero en ella ya no había ninguna tristeza, nada ronco ni muerto. Al contrario, parecía jovial, joven y viva. Taqi se giró sobre su silla, y vio que el viejo mercader judío corría hacia él cojeando, tan deprisa como se lo permitían sus cortas piernas. ¿Qué le pasaba?
—¡Taqi! ¡Taqi!
Taqi tiró de la brida de su caballo y le hizo dar media vuelta para alcanzar a Masada rápidamente.
—¿Qué ocurre? ¡Habla rápido, tengo prisa!
—¡Estoy curado! ¡Estoy curado!
Masada bailaba y giraba sobre sí mismo, levantando los brazos para que Taqi viera sus dedos.
Taqi llamó a uno de sus hombres, que llevaba una antorcha.
—¡Tú, acércate! ¡Ilumíname a este individuo!
El soldado del Yazak bajó la llama hacia Masada, mostrando a todos aquel rostro horrible. Pero lo que interesaba a Taqi no era que estuviera enfermo: era que la enfermedad remitía. Sus dedos ya habían adquirido un color sonrosado, sobre su rostro las llagas empezaban a cerrarse y sus labios eran más carnosos.
—¡Por las barbas del Profeta! —exclamó Taqi—. ¿Cómo es posible?
—Es Morgennes —dijo Masada—. Es Morgennes. ¡Me ha tocado! ¡Me ha cogido entre sus brazos y me ha curado!
Taqi se despertó, como de un largo sueño, y dijo a sus hombres:
—¡Adelante! ¡No tenemos tiempo que perder!
Los hombres del Yazak se desvanecieron en la oscuridad de las murallas de Jerusalén. Masada se alejó, divagando, mirando cómo las nubes se agrupaban en el cielo.
El judío no lo sabía todavía, pero se había convertido.
—Giraaaad a la dereeeecha —vociferó Rufino cuando llegaron a una bifurcación, la novena desde que erraban por las profundidades de la ciudad en busca de una escalera que les permitiera salir de nuevo a la superficie.
Simón sentía que el cofre vibraba en sus manos con cada una de las palabras de Rufino, lo que encontraba sumamente desagradable. Además, estaba cansado y desorientado. Tenía la sensación de que no hacían más que girar en círculos.
—¿No hemos pasado ya por aquí? —preguntó inquieto.
—Noooo, es la primeeeera vez...
Sin embargo, le parecía que ya había visto aquellos grabados, aquellos bajorrelieves. Por todas partes aparecían las mismas procesiones de cuerpos inmundos, sacerdotes humanos de otros tiempos a los que habían unido ahí una cabeza de toro, allí una de halcón, de gato o de ibis. Tenían unos ojos sorprendentemente relucientes, y siempre aquellas expresiones de las que resultaba difícil decir si infundían terror o lo manifestaban.
—Rufino —dijo Morgennes—, hace varias horas que estamos dando vueltas. ¿Estás seguro de saber adonde vas?
—Seguuuuro —dijo Rufino—. Si es laaaargo es porque...
Pero no tuvo tiempo de acabar la frase. Morgennes había distinguido, en lo alto de una pirámide de esqueletos, una forma que se destacaba, inmóvil y oscura.
Era una mujer, totalmente vestida de negro. Morgennes caminó hacia ella, apartando las osamentas con su espada.
Crucífera
brillaba en la oscuridad, haciendo retroceder las sombras. Morgennes escaló la funesta colina ayudándose con su hoja como si fuera un bastón, clavándola aquí en un cráneo y más allá en una caja torácica.
Los esqueletos eran de lo más inquietante. Restos de ropas se encontraban adheridos a sus miembros y un musgo extraño —una vegetación de las profundidades— tapizaba sus partes cóncavas. Filamentos de color pardo recubrían en parte los huesos y se agitaban bajo los pasos de Morgennes como bajo una brisa otoñal, dispersando un fino velo de partículas a medida que avanzaba. Cuando hubo llegado a la cima, puso la mano sobre la espalda de la joven y un estertor surgió del
hijab
.
¿Una mahometana? ¿Qué hacía allí?
—¿Estáis bien?
Morgennes se preguntaba por qué sortilegio habría llegado a aquel lugar. Un gemido le proporcionó dos informaciones de la mayor importancia: aquella mujer vivía, y no era una mujer.
—¿Al-Afdal?
Más jadeos roncos, esta vez más fuertes, seguidos de un temblor del cuerpo. ¡Desde luego, la suerte estaba de su parte! De otro modo no podía explicarse. La suerte y Dios. Mientras buscaban el camino para llegar a la ciudad, acababan de tropezar con el que buscaban. Así pues, los habitantes de Jerusalén se salvarían. ¡Morgennes podría volver a casa! No podía haber salido mejor.
Morgennes se volvió hacia Simón, que se había quedado en la base de la montaña de muertos.
—¡Simón! ¡Por aquí!
Simón dejó a Rufino a sus pies y emprendió la escalada de la macabra pirámide.
Rufino, que se había quedado solo, miró alrededor. Los muertos estaban por todas partes. Conocía aquella sala. Le daban el nombre de «gran cámara mortuoria», aunque los subterráneos tenían varias, y algunas de ellas eran cien veces más vastas. Numerosas galerías permitían a los sacerdotes que oficiaban aquí en otro tiempo asistir a ceremonias fúnebres consagradas a dioses sin nombre. «Hacían sacrificios a demonios que no son Dios, a dioses que no conocían», se dijo. Estos sacerdotes eran probablemente judíos que habían vivido poco antes de Abraham, o poco después. Renegados, de todos modos.
Simón trepaba trabajosamente, tropezando a cada paso en una maraña de miembros dispersos mientras hacía rodar cráneos y reventaba pechos de donde se evaporaban minúsculas nubes de polvo marrón. A la luz temblorosa de su antorcha, veía cómo se encendían y desaparecían tan deprisa como habían aparecido, semejantes a luciérnagas. Hizo un esfuerzo para no estremecerse y mantuvo los ojos fijos en Morgennes, que empezaba a bajar hacia él con una joven en brazos. Simón distinguió entonces una abertura en forma de pozo en el techo; y luego la vio aún mejor porque acababan de dejar caer una antorcha.
La antorcha cayó con un ruido sordo en la cima del montón de cuerpos, donde siguió ardiendo y arrojando chispas que inflamaron algunos jirones de ropa, aunque el efímero resplandor murió enseguida.
Morgennes se volvió hacia la antorcha y distinguió a su vez el pozo en el techo, tan próximo que casi hubiera podido tocarlo con la punta de una lanza. Hasta él llegaban ecos de voces que hablaban en lingua franca. Morgennes se llevó un dedo a los labios para ordenar a Simón que callara, y trató de impedir que al-Afdal hablara, lo que era difícil, pues el pobre deliraba.
—He creído ver una luz —dijo una voz que venía de lo alto.
Morgennes no se movió. Su única fuente de luz era la antorcha de Simón, ya que había devuelto a
Crucífera
a la vaina para coger en brazos a al-Afdal.
—No puede ser —dijo una segunda voz—. Será el reflejo de tu propia antorcha...
—¿Por quién me tomas? —contestó la primera voz—. No estoy loco, ¿sabes? Si he tirado mi antorcha a ese pozo, era para mirar: he oído voces. ¿Y si fuera el chico que buscamos?
—¡Claro, claro! ¡Seguro!
—¡Te digo que he visto luces!
—¡Esto mejora! —dijo la segunda voz en tono irónico.
Simón tuvo entonces la pésima idea de apagar su antorcha aplastándola en un tórax, lo que desencadenó una avalancha de esqueletos que descendieron con estruendo el montículo de muertos. Rufino se vio rodeado de osamentas.
—Bueeenos días... —le dijo a un cráneo que había caído justo frente a él.
Era también un modo de ocultar su miedo ante aquella invasión de semejantes, de hermanos de hueso a los que solo faltaba el don de la palabra.
El estrépito había sido tan grande que Simón se dijo: «¡Estamos perdidos!».
Morgennes lo miró sin moverse, y luego, con un silbido, la antorcha se apagó. Quedaron sumergidos en una oscuridad que se parecía a la nada. Esperaron pacientemente a que un ruido llegado de lo alto les indicara la partida del enemigo. Pero no sucedía nada. ¿Se habían marchado los hombres enviados en persecución de al-Afdal?
¿Cuánto tiempo esperaron?
Simón no habría sabido decirlo. En cuanto a Morgennes, seguía cargando con al-Afdal sin hacer un solo movimiento, tratando de olvidar el dolor que se extendía por sus brazos, pues el niño parecía volverse más y más pesado a medida que pasaba el tiempo. Se preguntó si no debería desenvainar a Crucífera y su cuchillo de combate y luchar, o bien parlamentar. Después de todo, los hombres que había oído tal vez no fueran templarios blancos.
Pero, en cuanto depositó al niño en el suelo, tres formas suspendidas de cuerdas descendieron por el pozo. Una sostenía una antorcha y las otras dos una ballesta, que apuntaban hacia adelante.
Al ver a Morgennes, una voz exclamó:
—¡Aquí está!
Entonces Morgennes y Simón desenvainaron sus espadas y se lanzaron al combate.
Dos cuadrillos salieron disparados silbando. El primero se clavó en la armadura de Morgennes, pero no pudo atravesarla, y el segundo acertó a Simón a la altura del estómago. El joven se derrumbó; se sujetaba el vientre con las manos y la sangre se filtraba entre sus dedos.
Morgennes levantó su espada para descargarla sobre uno de los asaltantes, pero un cuarto hombre se dejó caer en la sala y gritó:
—¡Ríndete!
Era Wash el-Rafid.
Morgennes lo miró y respondió:
—¡Jamás!
El persa apuntó su pesada ballesta de dos tableros hacia Simón y dijo lentamente:
—¡Deja tu arma o es hombre muerto!
Morgennes miró a Simón y luego a Wash el-Rafid, tratando de adivinar si estaba dispuesto a hacer lo que decía.
—¡Morgennes, no! —exclamó Simón.
Demasiado tarde. Morgennes había soltado a
Crucífera
.
Tras varias horas de marcha, Wash el-Rafid los condujo al interior de una gran sala circular. La mayor parte del espacio estaba ocupado por un pozo inmenso, abierto a ras de suelo, en el que la luz no conseguía penetrar. Sin embargo, un centenar de cirios similares a los que Morgennes había podido ver en el Krak de los Caballeros iluminaban el lugar. Su resplandor se reflejaba en decenas de cruces metálicas incrustadas en los muros, que sujetaban unas pesadas colgaduras blancas. Una miríada de chispas revoloteaban en el aire y parecían cubrir los cirios con un halo vaporoso.
Ocho columnas de basalto sostenían una descomunal bóveda convexa. Parecían ocho grandes dedos de piedra tendidos hacia un seno gigante de piel morena, con protuberancias engastadas en su superficie. Morgennes supo enseguida de qué se trataba: era el reverso de la roca sobre la que Abraham había aceptado sacrificar a su hijo. La roca desde donde Mahoma había realizado su «viaje nocturno», de la que se decía que había sido tocada por Gabriel. Morgennes había podido admirar en otro tiempo el lado opuesto de la roca: un agujero en forma de casco, testimonio de la potencia con que al-Burak, la yegua de Mahoma, se había lanzado hacia el cielo al encuentro de Moisés, Abraham y Jesús.
Era el año 620, y hasta 630 —fecha de la toma de La Meca por Mahoma— la roca había sido para los mahometanos el centro del mundo, el lugar hacia donde se giraban en la hora de la oración. En esa época la Cúpula de la Roca, que los cristianos llamarían más tarde
Templum Domíni
, el templo del Señor, todavía no existía. No se construiría hasta después de la muerte de Mahoma. Su arquitecto, Abd el-Malik, era un griego ortodoxo medio loco que se había convertido al islam para satisfacer las exigencias del califa Ornar ibn al-Khattab, segundo sucesor del Profeta, que le había encargado los trabajos. Abd el-Malik había recibido la orden de imaginar un edificio cuyo esplendor eclipsara al del otro lugar santo de Jerusalén: el Santo Sepulcro. El arquitecto había multiplicado, pues, al infinito las complicaciones de los ornamentos y decoraciones de la Cúpula. Para complacer a los mahometanos —apasionados por la geometría— e irritar a los cristianos —que en aquella época amaban la simplicidad—, se había esforzado en transmitir, mediante una arquitectura alta-mente simbólica derivada de las rotondas funerarias bizantinas, la idea de que el visitante se encontraba en la antesala de la muerte, en la entrada del paraíso. Con sus entrelazamientos de motivos árabes, esa construcción en forma de
martyrium
, adornada con numerosos mosaicos con fondo de oro y columnas con capiteles, respiraba lo divino, el fin de la humanidad.