Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
Una escalera permitía descender a una gruta situada bajo la roca, llamada el Pozo de las Almas. Pero lo que Morgennes no sabía era que otras tres escaleras partían de esa gruta hacia los subterráneos del monte Moria, enlazando entre sí los tres edificios sagrados más importantes de Jerusalén: la iglesia de Santa María Magdalena, la iglesia del Santo Sepulcro y la mezquita al-Aqsa.
Morgennes observó atentamente la piedra que servía de suelo a la Cúpula de la Roca y de techo al Pozo de las Almas, y vio que en su superficie podía distinguirse una marca en forma de mano; igual que por encima se encontraba la huella de al-Burak, debajo se encontraba la de Gabriel. «Entonces —se dijo Morgennes—, las chispas que centellean por encima del pozo son las almas de los muertos en suspenso, a las que Gabriel impide alcanzar el paraíso antes de que Dios haya emitido su juicio.»
Lanzó un profundo suspiro: todo aquello no prometía nada bueno. Luego miró a Simón, que los seguía cojeando, con una mano en el vientre. Si hubiera llevado su alforja, Morgennes hubiera podido curarlo, pero uno de los templarios blancos se la había quitado.
Un reflejo atrajo la mirada de Morgennes, que examinó el pozo. «No parece estar vacío...» En efecto, de vez en cuando, una especie de destellos irisados brillaban en la superficie, recubierta de un aceite opaco.
«¿Será pez?», se preguntó Morgennes. Pero parecía demasiado fluido para eso. De hecho, tenía el aspecto de un gigantesco ojo negro, líquido y ligeramente abombado. A veces la roca se reflejaba en él, confiriéndole la apariencia de una pequeña luna negra.
«¿Será la puerta de los infiernos?»
—¿Dónde estamos? —preguntó Morgennes.
—En la matriz de todas las iglesias —respondió Reinaldo de Chátillon.
Chátillon acababa de entrar en la gruta por la escalera diametralmente opuesta. Realzado por el brillo de decenas de cirios, Sang-dragon parecía escarlata. Varios hombres a pie lo seguían, entre ellos los templarios blancos. Uno de los templarios, Kunar Sell, sostenía la cruz truncada que Morgennes había entregado a Balian de Ibelin. De pronto, la yegua resopló y golpeó las losas con sus cascos. Chátillon la calmó con una caricia, murmurando:
—¡Paciencia, preciosa, paciencia!
Luego se volvió hacia Morgennes y. continuó:
—¿Crees que este lugar pertenece a los mahometanos? ¡Vamos, si ni siquiera pertenece a los cristianos! Aunque aquí precisamente venían a ocultarse los primeros sacerdotes cuando querían escapar de las persecuciones de los romanos, los judíos o los paganos... Desde su nacimiento, la cristiandad ha tenido que refugiarse en las catacumbas. Este era el mejor lugar para que los dejaran tranquilos: ¡las puertas del infierno de todas las religiones!
—Entonces, todo sigue como el primer día —dijo Morgennes—. Tenéis al emisario del Papa, a los templarios de corazón puro e incluso la Vera Cruz...
—¡Y te lo agradezco! También tenemos al cordero del sacrificio —añadió Chátillon haciendo un gesto hacia al-Afdal—. Pues, en mi gran bondad, he decidido conceder una última oportunidad a Dios: ofreciéndole lo que más aprecia su peor enemigo, le doy la ocasión de redimirse ¡acudiendo a salvarnos!
—Dios no vendrá —dijo Morgennes.
—¡Entonces lanzaremos la Vera Cruz al infierno!
—Y será el Apocalipsis, ¿no es eso?
—¡El fin de los tiempos! ¡La venida de la Jerusalén celestial, por fin
!Adveniat regnum tuum!
¡Que tu reino llegue!
¡Fiat voluntas tua Sicut
! ¡Que se haga tu voluntad! Y que todos los demonios de los infiernos ataquen la tierra. Entonces se verá quiénes son los valientes y quiénes los cobardes. Se verá quién es amado de Dios y quién no lo es.
—¡Deja marchar al niño! —lo increpó de pronto Simón, acercándose peligrosamente—. ¡Se os respetará la vida!
—Pero si ya estamos muertos, mi buen Simón. Tú, yo, Morgennes, el niño, su padre... Place tanto tiempo que ya no deberíamos estar aquí... ¿No lo ves? Estamos en otro mundo...
—Entonces, ¿por qué no comenzar por el final, por el Apocalipsis justamente? —lo desafió Morgennes—. ¡Si te interesa tanto ser juzgado, si no temes a la muerte, pruébalo, muere! ¡O lanza la Vera Cruz al infierno! Y si no ocurre nada, abandona.
Chátillon hizo dar unos pasos a su montura y se acercó a Kunar Sell.
—¿Es eso lo que quieres, Morgennes? ¿Que lance la Vera Cruz al infierno? ¿Tampoco a ti te asusta el Apocalipsis?
—No temo el juicio divino.
—De acuerdo —dijo Chátillon—. Si no sucede nada, renunciaré a mis proyectos.
Reinaldo de Chátillon cogió la cruz truncada de manos de Kunar Sell y se adelantó hacia el pozo de negrura que llamaba la puerta de los infiernos. Un silencio sorprendente reinaba en la caverna, donde todos habían dejado de respirar. Wash el-Rafid había soltado a al-Afdal, que se había desplomado, inconsciente.
En el momento en que Chátillon escrutaba el líquido en busca de un signo, de una ondulación que señalara su apetito, Simón —al que dos templarios blancos sostenían por los brazos— ya no pudo contenerse y exclamó:
—¡No es la Vera Cruz!
Morgennes lo miró, furioso. ¿Se había vuelto loco? Simón bajó los ojos, incapaz de afrontar su mirada.
—¿Qué estás diciendo? —replicó Chátillon, sorprendido.
—¡No es la Vera Cruz! ¡No despertaréis nada de este modo! —dijo Simón—. La Vera Cruz ha partido hacia Roma, ¡habéis fracasado!
—¿Qué me prueba que dices la verdad? Simón miró fijamente a los ojos a Chátillon, apretó los puños y declaró:
—¡Es la cruz de Hattin! ¡Morgennes ha querido engañaros!
Taqi se incorporó y volvió hacia su yegua. Según las huellas marcadas en el suelo, Morgennes y Simón se habían dirigido a la inmensa sala que distinguía en el borde extremo de las antorchas que sostenían sus hombres.
—¡Por aquí! —exclamó.
El terreno era tan desigual que avanzaban llevando a sus monturas de la brida. Numerosas galerías se habían hundido, y ya habían tenido que dar media vuelta varias veces, obligados a elegir caminos que Morgennes y Simón no habían recorrido, tal vez porque ellos se habían abierto paso arrastrándose o porque el techo se había hundido tras su paso. «¡Señor, haced que los encuentre!», rogaba Taqi en su fuero interno. Pero tenía la convicción de que volvería a verlos. Morgennes y él no podían separarse de aquel modo.
Después de conducir al puñado de hombres que lo seguían hacia la gran sala que habían divisado ante ellos, Taqi contempló estupefacto la pirámide de esqueletos que se levantaba en el centro. Algunos de sus guerreros intercambiaron a media voz palabras que hacían referencia a ogros magos y efrit. Muchos se llevaron a los labios la mano de Fátima para besarla; pero ninguno pensó ni por un momento en huir. Permanecerían con su jefe.
Un explorador que había entrado poco antes en la. gran cámara mortuoria volvió junto a Taqi.
—Han pasado por aquí, señor, no cabe duda. Estos huesos han cambiado de posición recientemente, y... a menos que se hayan movido solos, la única explicación que...
De pronto un cráneo giró sobre sí mismo y clavó sus órbitas vacías en el soldado del Yazak. Este retrocedió instintivamente al mismo tiempo que Taqi, que confesó:
—Me ha asustado. Me ha parecido que...
Pero una voz se elevaba ya del cráneo, una voz que decía:
—¡Señor Taaaaqi! ¡Estooooy taaaan contento de veeeeros de nueeevo!
Los hombres del Yazak se estremecieron, desenvainaron sus cimitarras y avanzaron por la cripta precedidos por Taqi.
—Conozco esa voz —afirmó este último.
La voz se dejó oír de nuevo con fuerza:
—¡Poooor aquíiiii!
Taqi lanzó un violento puntapié a una caja torácica, que salió volando por los aires. Los huesos habían estado ocultando a Rufino, que exclamó al verlo:
—¡Poooor fin aaaalguien con quieeen hablaaar!
Sohrawardi surgió por una tercera escalera con sus hombres.
—¡No le creáis! —gritó—. ¡Este muchacho miente! Lo noto en su voz. ¡Miente, miente! ¡Es realmente la Vera Cruz!
Pero Chátillon se negó a escuchar al mago.
—Conozco a este muchacho —explicó—. Es incapaz de mentir. Podrá traicionarnos, abandonarnos, a nosotros, sus hermanos. Pero mentir no. Aunque quisiera no podría hacerlo... ¡Tiene demasiado miedo de acabar en el infierno!
Simón permanecía con la cabeza baja. No sabía qué hacer. Había mentido, sí. Y no. En todo caso, no era lo que ellos creían. Para él, no había duda posible: no era solo la fe la que hacía la autenticidad del objeto, como decía Morgennes. Era el propio Morgennes. Si él se había tendido, herido, sobre la cruz que ahora sostenía Chátillon y se había curado, no había sido únicamente a causa de la fe o la Vera Cruz. Fue también a causa de Morgennes, que lo había dado todo para salvar esa cruz, incluidos su honor y su alma. Simón le debía más que la vida. Le debía el haberle abierto los ojos. Le debía la verdadera fe. Aquella cruz era verdadera porque era la de Morgennes y porque él, Simón, le había ayudado a llevarla; como en otro tiempo Simón de Cirene había ayudado a Cristo a llevar la suya. La historia se repetía, eso era todo.
Si Chátillon la tiraba al pozo, sería el Apocalipsis.
«No es momento de desfallecer, no es momento para tener miedo», pensó Simón, esforzándose en no apartar los ojos de Chátillon, en mantener la mirada recta como una lanza, tan dura como el acero que formaba su hierro. Y al parecer tuvo éxito, porque Chátillon se mostró confundido y murmuró:
—¿Que no es la Vera Cruz? Así, ¿nos habéis mentido desde el principio? ¿Habéis mentido incluso a los habitantes de Jerusalén?
Sohrawardi se acercó entonces a la cruz truncada y tendió la mano para palparla, pero Kunar Sell se lo impidió.
—¡No la toquéis!
Wash el-Rafid, señalando la cruz con su ballesta de dos tableros, preguntó:
—¿Os habéis vuelto locos? ¿Qué tenemos que temer? O es ella, y no hay ningún problema, o no es ella, y en ese caso solo se habrá perdido un pedazo de madera. ¡Tiradla al pozo!
—¡Dádmela! —insistió Sohrawardi, acercándose con pasos lentos, sostenido como siempre por sus dos mamelucos.
Seducido por el razonamiento del persa, Chátillon hizo girar la cruz truncada por encima de su cabeza, mientras Simón aullaba:
—¡Noooo!
Pero Chátillon soltó la cruz hacia la puerta de los infiernos.
En ese momento un disparo la alcanzó en pleno vuelo e hizo que se desviara. La cruz truncada rebotó sobre las losas, no lejos de Morgennes. Todos miraron, estupefactos, hacia los peldaños de la escalera que conducía al piso superior de la Cúpula de la Roca, desde donde Casiopea los desafiaba con su ballesta.
—Yo, de vosotros, me olvidaría de ella...
En ese instante, Wash el-Rafid ordenó a sus hombres:
—¡Cogedla!
Pero era demasiado tarde: Casiopea ya había desaparecido.
—¡No! —aulló Chátillon—. ¡Abatidla!
Wash el-Rafid miró al Lobo de Kerak con un resplandor maligno en los ojos.
—¡Cogedla viva! —ordenó.
—¡Matadla! —dijo a su vez Chátillon.
Los mantos blancos se miraron, sin saber a quién obedecer. Entonces Wash el-Rafid lanzó sus dos cuadrillos metálicos contra Chátillon. Los dardos lo alcanzaron en el pecho, de donde brotaron dos chorros rojos. Pero el Lobo de Kerak no vaciló, y desenvainó su poderosa espada vociferando:
—¡Demonio! ¡No serás tú quien me mate!
Y se lanzó contra Wash el-Rafid.
Kunar Sell había sacado su pesada hacha danesa y llamaba al combate a los templarios blancos, pervertidos por Wash el-Rafid, mientras Bernardo de Lydda y Gerardo de Ridefort se refugiaban en la oscuridad de los subterráneos del monte Moria.
Aprovechando la confusión, Morgennes lanzó un vigoroso codazo al guardia que lo sujetaba y corrió hacia la cruz truncada. Pensaba utilizarla como arma, como había hecho Simón en el oasis de las Cenobitas. Fue una buena idea, porque, antes que él, otro soldado había querido recuperarla; pero Morgennes la alcanzó primero. Tras apoderarse de ella, propinó un potente golpe con la cruz al templario y se volvió hacia Simón.
Wash el-Rafid y Chátillon estaban enzarzados en un combate a muerte. El persa se batía con
Crucífera
, que había arrebatado a Morgennes. Retrocedía, esquivaba, fintaba, se agachaba, sintiendo cien veces el aliento de la muerte junto a su cara, cien veces el roce de la espada bastarda de Chátillon.
Crucífera
brillaba con una luz extraña, como si la proximidad de la puerta de los infiernos la excitara.
—¡La veo, es ella! —exclamó Sohrawardi lleno de excitación—. ¡La espada de san Jorge! ¡Su luz resplandece!
Su cuerpo exudó enseguida un olor a macho cabrío tan potente que numerosos templarios blancos retrocedieron dominados por las náuseas. Pero Chátillon no parecía sensible al olor, como si su resurrección, o la cólera, lo hubieran privado del olfato. Y luchaba con más rabia aún porque acababa de ser traicionado, descargando golpes tan poderosos que su espada arrancaba a
Crucífera
chispas, las cuales se sumaban a las de las almas de los muertos.
Tras haber dejado fuera de combate a un segundo guardia con la cruz truncada, Morgennes recuperó su alforja, extrajo de ella un frasco con un líquido azul oscuro y se lo tendió a Simón.
—¡Trágalo, esto debería curarte!
Simón cogió la poción y se la bebió. Un agradable calor lo envolvió y se sintió revigorizado. Rápidamente se apoderó del escudo y la espada del guardia caído a sus pies y se lanzó al combate.
Wash el-Rafid había acorralado a Chátillon, cuya montura no podía ya seguir retrocediendo sin caer al Pozo de las Almas. El Lobo de Kerak intentaba contraatacar, pero el persa esquivaba todos los golpes. Detrás de ellos, Sohrawardi murmuraba conjuros, y todos se preguntaban qué estaría preparando.
¿Invocaba, tal vez, a los yinn?
Acabado el sortilegio, las losas cedieron bajo los cascos de Sang-dragon, que empezó a resbalar hacia la puerta de los infiernos. El persa sostenía a
Crucífera
con las dos manos, parando cada uno de los golpes que asestaba el Lobo de Kerak sin tratar de golpear él mismo, cuando Sang-dragon cayó al Pozo de las Almas y sus patas traseras desaparecieron por completo en su interior. El animal tuvo un sobresalto, trató de levantarse, pero una parte de él ya no existía. Su mirada reflejaba un terror loco.
Poco antes de que el pozo se lo tragara, el Lobo de Kerak saltó de la silla y se arrastró frenéticamente por el suelo. Pero el-Rafid no lo dejaba acercarse, lo empujaba con el pie o con la parte plana de la espada cada vez que conseguía alejarse del abismo. A pesar de sus esfuerzos, Chátillon estaba demasiado débil para resistirse a la magia que lo atraía hacia el infierno, un infierno que, por la incandescencia de su mirada, parecía estar ardiendo ya en sus ojos.