Caballeros de la Veracruz (51 page)

El extraño grupo siguió su ruta hacia poniente, antes de desviarse ligeramente hacia el mediodía. Ernoul marchaba junto a Morgennes, con Taqi. Yahyah, montado sobre un potro, los seguía con Babucha. Luego venían Casiopea y Simón con la cruz truncada; antes Simón había deslizado un pequeño fragmento en su limosnera. En cuanto a Masada, que lloraba la partida de Carabas —pues el asno se había ido con Yemba hacia el Mar Muerto—, apestaba a carroña. La lepra había ganado terreno. Pronto tendría que resignarse a coger una carraca y envolverse con vendas. Como un terreno falto de agua, sus brazos, sus piernas y su torso estaban cubiertos de grietas. Sus miembros se habían hinchado; sus articulaciones estaban salpicadas de placas cobrizas; sus dedos desaparecían en concreciones grisáceas, prefiguración de lo que a todos nos espera: el polvo. Masada se moría a pedacitos y se sumía en profundos monólogos con Rufino, que, al estar amordazado, lo escuchaba pero no podía responderle si no era guiñando los ojos. A menos que lo hiciera a causa de la arena.

Masada hablaba a menudo de su mujer, a la que echaba terriblemente en falta.

—Desde que se fue, yo me voy igualmente. Es más fuerte que yo.

Muerta, Femia aparecía a sus ojos adornada con todas las cualidades, volvía a ser la mujer que lo había enamorado en otra época. La mujer con quien se había casado. Aquellos últimos tiempos, ella no había sido ya para él más que un traje viejo, una capa un poco pesada, de tejido grueso, que se ha llevado demasiado. Lo que lo había conducido a cambiar de actitud había sido, sobre todo, la llegada de Casiopea. Masada se aburría en su tenderete cuando había visto un halcón en el cielo. Entonces había dado unos pasos hacia la calle para ver mejor al pájaro, que describía círculos como en busca de una presa.

El ave se había posado sobre el toldo de su tienda.

—Sin duda atraído por los colores rojo y amarillo —explicó Masada a Rufino—. Algunos curiosos levantaban la cabeza para admirar a aquel magnífico pájaro que acababa de elegir mi negocio como percha. Agarrando un largo bastón, que vendía como si fuera el utilizado por Moisés para abrir el mar Rojo, me disponía a echarlo de allí cuando una voz me dijo: «¡No lo toquéis!».

»Miré alrededor y vi a una joven soberbia. A pesar de mi pequeña estatura, no era mucho más alta que yo. Castaña y de ojos azules, de su persona emanaba una fuerza increíble, un encanto fantástico. En cierto modo, era como si solo ella hubiera acabado de ser creada. Su belleza era secundaria: si hubiera sido fea, la más fea de todas, no habría cambiado nada. Era extraordinaria. Sus movimientos eran gráciles, de una elasticidad animal. Algunas personas siguen el camino, otras, más raras, dan la impresión de trazarlo. Ella es el camino. El que a uno le gustaría seguir hasta el final. La observé, fascinado, más emocionado que si el pájaro me

hubiera hablado. Entonces me dijo, apuntando al halcón con la mirada:

«"Podría heriros."

»El pájaro saltó del toldo a su puño, y la joven añadió:

»"Dicen que sois el mejor comerciante de reliquias de toda Tierra Santa. ¿Es cierto?"

»"Sí, desde luego", respondí yo.

«"Entonces aconsejadme."

«Hice todo lo que pude, presentando a esa mujer demasiado sorprendente para ser real los mejores artículos de mi almacén. Me compró una cantidad enorme de reliquias, todas falsas. Prefería las más pequeñas, para poder llevárselas. "Una por cada persona que he matado para llegar hasta aquí", me dijo, sin que yo supiera si decía la verdad. Pero ¿quién era yo para preguntarle sobre eso? De modo que le vendí algunas pepitas de la manzana que Eva dio a Adán, el cuchillo de Abraham, un denario de Judas, plumas del gallo que oyó cantar Pedro, los signos que Jesús trazó con su dedo en la arena antes de ser apresado y muchas otras maravillas.. . Ella las colocó en bolsitas, en su cintura, en sus cabellos, como broche, en torno a los brazos, las pantorrillas, incluso en el ombligo...

«"Pocas personas", le dije, "compran tantas. Generalmente basta con una."

«"Temo", dijo ella con un suspiro, "que todas las reliquias de la tierra no puedan devolverme la inocencia perdida en mi búsqueda."

»"¿Qué buscáis?"

»"A un hombre."

»"¿No estáis casada? Yo puedo divorciarme, si queréis..."

»"No lo busco para casarme, sino para hacerlo aparecer en un libro, como personaje."

»"Yo soy un personaje fabuloso."

»"No lo dudo, pero necesito un caballero..."

»"Es cierto", proseguí yo, "que yo representaría mejor el papel de lacayo..."

»"Os prometo que hablaré de vos a Chrétien de Troves."

»Una vez que la joven se hubo marchado, vi por el resquicio de la puerta la mirada de Femia. Ella también había abandonado en otro tiempo a los suyos para venir hacia mí... En ese momento, precisamente, se me hizo insoportable contemplarla. Con todo lo que había sacrificado por mí... No he sabido mostrarme digno de ella...

Rufino miraba a Masada, incapaz de responder, soltando de vez en cuando pequeños «hum, hum» para indicar que escuchaba. Y Masada seguía hablando, tan inagotable como un Rufino desamordazado.

Un día, el halcón peregrino se posó en el puño de Simón. Era la primera vez. Simón había llamado al pájaro y había tendido su mano enguantada de cuero hacia el cielo, como Casiopea le había enseñado. Después de trazar círculos en el aire y descender bruscamente en picado, la rapaz se había vuelto a colocar en posición horizontal, con un breve batir de alas, para aferrar con delicadeza el puño del joven caballero. Casiopea aplaudió con ambas manos, estorbada por el travesaño de la cruz que sostenía por él. —¡Bravo! —dijo—. ¡Lo has logrado!

Simón, orgullosísimo, galopó hacia adelante para mostrar su éxito a Morgennes.

—Felicidades —dijo Morgennes—. Y ahora ¿cómo harás para que se vaya volando?

—Es la segunda lección —respondió Simón—. Aún no sé muy bien cómo se hace. Pero probaré.

Levantó el brazo y tendió la mano hacia el cielo, esperando que el pájaro levantara el vuelo. Pero el halcón peregrino siguió aferrado a su guante y no se movió. El animal clavó sus ojitos amarillos en Simón, preguntándose por qué se agitaba de aquel modo. ¿Qué demonios podía querer?

El grupo se rió mucho con los problemas de Simón, que no conseguía desembarazarse del halcón de Casiopea. Pero esta lo llamó con un chasquido de la lengua, y la rapaz voló ágilmente a posarse en su puño, lanzando de vez en cuando una mirada ofendida a Simón, indignada por haber sido confiada a un alumno tan incompetente. Morgennes sacudió la cabeza, divertido.

—Os doy las gracias por acompañarnos —le dijo Ernoul—. Espero que no sea demasiado tarde y tengamos tiempo de llevar la Santa Cruz a los hierosolimitanos...

Sus miradas se dirigieron a Taqi, quien les dijo:

—No os preocupéis, mi tío ha dado su palabra. Y, si la Vera Cruz puede atenuar los sufrimientos de los vuestros, probablemente la dejará entrar. Dependerá de cómo se presente la batalla.

—¿Es decir? —preguntó Morgennes.

—Pues bien —dijo Taqi—, si tiene dificultades para tomar la ciudad, sin duda no querrá dejar que entre en ella, para no ofender a Alá. Si las cosas van bien, en cambio, solo podrá aceptar, siendo Dios el Clemente. Nadie querría ofender a Dios, aunque fuera solo a través de sus reliquias.

Heraclio echaba chispas. «¡No comprendo —decía— por qué Saladino no ataca por este lado!» Contra lo que pudiera esperarse, se estaba refiriendo al suyo. Su gente lo observó, sorprendida de oírle proferir aquellas palabras. El motivo que las suscitaba eran los éxitos de Balian, que ya había conseguido hacer retroceder una vez al ejército del sultán.

Aquello no podía explicarse, pensaba Heraclio, si no era por la ayuda de Dios. Ayuda de la que también a él le hubiera gustado enorgullecerse.

Sin embargo, resistir no había sido fácil, y aquel primer éxito se debía tanto al talento de Balian, a la suerte y a su capacidad de caudillaje como a la ayuda del cielo.

Al alba del 20 de septiembre, hacía de aquello más de una semana, cerca de seis mil hombres, infantes, arqueros, piqueros y soldados zapadores, habían marchado contra la ciudad. Los estandartes amarillo y negro del sultán flotaban al viento como velos de huríes; las finas hojas de los sables y las lanzas del Yemen lanzaban destellos, acompañados por él fragor atronador de las enormes rocas que las máquinas de guerra de Saladino lanzaban contra las murallas de Jerusalén. Pero la ciudad resistía. Algunos defensores se habían precipitado al vacío debido al hundimiento de un lienzo de muralla; pero detrás se levantaba otro igualmente sólido, construido recientemente por la gente de Algabaler y de Daltelar. Los sitiados se animaban cantando salmos, especialmente el de Ultramar: «¡Que el Santo Sepulcro sea nuestra salvaguardia!». Alababan al Señor y bebían grandes tragos de vino directamente de los toneles izados a lo alto de los recintos. E insultaban a los sarracenos: «¡Chacales! ¡Cerdos! ¡Gusanos!». Pero los mahometanos no oían las injurias. Arrastrados por el son de los tambores y las flautas, subían al asalto de las murallas en filas apretadas.

De rodillas entre dos almenas, los hierosolimitanos rezaban, decididos a permanecer firmes como rocas bajo la lluvia de flechas enemigas. Desgraciadamente, sus cuerpos eran acribillados por multitud de proyectiles, que los atravesaban de parte a parte y los hacían caer desplomados. Otros hombres acudían entonces a reemplazarlos, aunque muchos encontraban más prudente tapar las almenas con escudos adornados con una cruz.

¡In hoc signo Vinces!
, repetía sin desmayo Balian II de Ibelin, animando a su ejército improvisado a llevar este símbolo al campo de batalla. Y todos lo lucían, algunos en el cuello, otros bordado en la ropa y otros pintado en el escudo.

—¡No olvidéis por quién combatís! —gritaba a sus hombres—. ¡Los sarracenos no pasarán!

Balian ordenó a las catapultas que concentraran sus disparos en las más lentas entre las tropas enemigas.

—¡No serán los jinetes los que nos harán daño, sino estos que van armados con picas pesadas, los que llevan escaleras bastante altas para alcanzarnos o empujan largas galerías!

Galerías con enrejados de madera que los sitiados veían avanzar hacia ellos, como techos deslizándose sobre ruedas.

Saladino había enviado a algunos zapadores al asalto de las murallas, y Balian quería evitar que esos hombres pudieran aproximarse. Si los jinetes que permanecían más atrás, con sus brillantes armaduras, parecían los picos nevados del Hermón, los infantes eran colinas en marcha que había que aplastar bajo las rocas.

Balian agitó una pesada bandera roja, dando a sus hombres la señal de liberar la tensión que mantenía en el suelo las cajas cargadas de piedras. Bruscamente, con un ruido enorme, los proyectiles volaron hacia el cielo, ascendieron en el firmamento y estallaron en varios fragmentos que cayeron como una lluvia de cometas sobre los sarracenos.

Una decena de piedras abrieron otros tantos agujeros profundos en los arrabales de Jerusalén, enterrando para siempre a algunos soldados, e incluso destrozaron una de las galerías que los asaltantes empujaban hacia las murallas.

Luego les llegó el turno de volar a dos largas lanzas, una de las cuales atravesó a un caballero y su montura, clavándolos definitivamente en el suelo —como a un insecto en una plancha de madera—, mientras la otra se perdía en el cielo.

El onagro había sido colocado en medio del mercado, vaciado de sus puestos de venta. Para acabar de completar la carga, los servidores habían añadido a las rocas sus basuras, pues ese era ahora el único modo de hacerlas salir de la ciudad.

Así, carretadas de inmundicias se lanzaron al asalto del cielo antes de caer como un aguacero pestilente sobre las cabezas de los sarracenos.

Los esfuerzos de estos últimos se prolongaron durante toda la jornada. A los gritos de
«Allah Akbar»
, miles de infantes corrieron al asalto de las murallas y se estrellaron contra ellas, empujados por las filas siguientes. Al abrigo de sus escudos, los asaltantes trataban de alcanzar los muros, aprovechando el más pequeño ángulo muerto o no tan bien defendido. Algunos llegaban a plantar sus escaleras o a acercar pesadas torres de madera, contra las que los defensores lanzaban flechas inflamadas. Pero las torres se habían protegido con pieles de animales y cordajes rociados con vinagre, y el fuego prendía con dificultad. Una de ellas, sin embargo, que había recibido en su cima la piedra de una catapulta, se inclinó hacia atrás y se derrumbó. Aterrorizados por el estruendo de los maderos que se quebraban, los sarracenos que la servían se lanzaron al vacío y se empalaron en las picas de sus compañeros. Centenares de arqueros a caballo hacían llover una nube de flechas sobre las murallas de Jerusalén; pero estas no eran, como los hombres, capaces de retroceder. Permanecían inmóviles, y si sus protectores morían —con minúsculas alas negras plantadas en el pecho—, otros ocupaban su lugar enseguida, lanzando grandes gritos, escupiendo injurias, babeando como animales, haciendo gestos obscenos, lanzando piedras, sacos, sillas, bancos; en fin, todo lo que tenían a mano, incluidas sus ropas, camisa, botas, sombrero, cinturón. A veces, en un ataque de locura, lanzaban incluso por encima de las murallas a un camarada, que caía aullando si solo estaba herido, silencioso si estaba muerto. Los que no lanzaban nada tiraban con sus arcos o sus ballestas, y los que no tenían nada que arrojar, para no quedarse atrás, escupían por encima de las almenas o trepaban a ellas para mostrar sus nalgas a los sarracenos.

Al caer la noche, las tropas de Saladino retrocedieron sin haber conseguido cruzar la Puerta de Damasco. Aunque algunos bravos guerreros habían llegado a poner el pie en las murallas, los hierosolimitanos, con largas perchas, habían hecho volcar sus escalas. Aquellos valientes habían perecido como mártires, tratando de llevarse en su muerte al mayor número posible de cristianos, y habían dejado un círculo de cadáveres a su alrededor.

El propio Balian, a pesar de sus heridas, había cortado de un mandoble la garganta a uno de aquellos audaces.

—¿Cuántas guerras, cuántos combates habré de ver aún antes de morir? —se lamentaba.

Estaba cansado de aquellos combates.

Sentía cierto desdén por los hombres por los que se batía. Muchos estaban gordos y no defendían, como él, la ciudad de Dios, sino más bien su comercio, su casa, su familia. «Y, después de todo, ¿por qué no?», se decía Balian, que, sin embargo, pensaba: «Un comercio, una casa, una familia son cosas que se desplazan. El Santo Sepulcro no».

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