Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
El ojo de buey de una linterna ciega se abrió e iluminó su rostro con un fino haz de luz. Morgennes se sintió estudiado con interés.
—¡Messire Morgennes! ¡Si os decían muerto!
Morgennes levantó la mano para protegerse los ojos y distinguir a quien le hablaba, pero la luz lo había cegado. La voz, sin embargo, no le era desconocida.
Preguntó:
—¿Emmanuel?
—Soy yo, mi buen sire —respondió la voz con emoción.
El antiguo escudero de Morgennes dio dos pasos al frente. Ahora llevaba el manto negro con la cruz blanca de los caballeros del Hospital, y su porte había ganado autoridad.
—¡En fin, veo que te has convertido en un hombre! —dijo Morgennes al verlo.
—Sí —respondió Emmanuel, que se sentía culpable por no haber sido armado caballero por el hombre de quien había sido escudero durante tantos años—. El hermano comendador Alexis de Beaujeu me hizo caballero el día de la Asunción de Nuestra Señora... El Krak estaba muy necesitado de hermanos, y nadie pensaba que volveríamos a veros aquí abajo...
—Ya ves que aún estoy con vida —dijo Morgennes.
Con el rostro cubierto de lágrimas, Emmanuel se acercó a Morgennes, que así pudo mirarlo mejor. Físicamente no había cambiado. Su rostro rubicundo le seguía dando aquel característico aire infantil, atenuado ahora por una tupida barba negra. Su boca temblaba. No dejaba de repetir:
—Sois vos, sí, sois vos...
Súbitamente palideció, como si se encontrara ante un aparecido.
—¿Qué le ha ocurrido a vuestro ojo?
—Un mahometano me lo quitó...
—Por cierto, ¿por qué me habéis dicho hace un momento que erais mahometanos?
—Porque es lo que soy—respondió Morgennes.
Emmanuel lo miró sin comprender.
—¿No estáis enterados? —se sorprendió Morgennes.
—Venid —dijo Emmanuel—. Os conduciremos hasta el castillo y nos lo explicaréis todo.
El antiguo escudero de Morgennes hizo una señal a la escolta, y el pequeño grupo volvió a ponerse en marcha. El Krak de los Caballeros ya solo estaba a unos pasos y alzaba al cielo sus altas murallas, como las paredes de una tumba.
Sit tibi copia, sit sapientia, formaque detur inquinat omnia sola, superbia si comitetur.
(«Ten riqueza, ten sabiduría, ten bondad, pero guárdate
del orgullo que mancha todo lo que toca.»)
Inscripción grabada sobre el pilar norte de la galería
que bordea la sala grande del Krak de los Caballeros
Todo país posee, en un momento de su historia, uno o varios monumentos que dan la medida de lo que es y permiten delimitar su presente, su pasado, el futuro que sueña para sí. Antaño el Egipto de los faraones tuvo las pirámides; Babilonia, sus jardines suspendidos; la Roma imperial, su circo; Bizancio, sus hipódromos; Jerusalén, su templo. Francia no existía sino por Roma, y poco a poco se iba buscando a sí misma.
En 1187, Micerino dio a Egipto la más bella de sus ciudadelas: el Castillo de la Montaña, construido en El Cairo por Saladino; los jardines de Babilonia ya no existen, pero no lejos de allí, en Bagdad, un observatorio permite escrutar las estrellas; Roma tiene la basílica vaticana; Bizancio, convertida en Constantinopla, Santa Sofía; el Templo de Jerusalén ha sido destruido y reconstruido en varias ocasiones, mientras que dos nuevas religiones han establecido allí importantes lugares santos: la cristiandad, la iglesia del Santo Sepulcro, y el islam, la Cúpula de la Roca. Francia, en fin, existe, y ha emprendido la tarea de procurarse, bajo la guía de Mauricio de Sully, la más extraordinaria de las catedrales: Notre-Dame de París.
En cuanto a los francos de Tierra Santa, tienen, además de Jerusalén y la tumba de Cristo, el Krak de los Caballeros.
Estos dos edificios, el Santo Sepulcro y el Krak de los Caballeros, resumen por sí solos las tendencias opuestas y, con todo, indisociables, que dividen el país, desgarran a sus habitantes y, sin embargo, los reconcilian también.
Uno recuerda a los creyentes la preeminencia de un reino que no es de este mundo; el otro se considera el garante de la fe y de la libertad de los que viven aquí abajo.
Ambos tienen algo de marcial y de sagrado. El Santo Sepulcro con sus colgaduras adornadas con las armas de Jesús, sus frías columnas, su aire impregnado de vapores de incienso, los murmullos, los responsos, el aire grave y concentrado de sus penitentes, el eco helado de sus pasos y sus rezos; el Krak de los Caballeros con su austeridad, la sencilla belleza de sus muros, la expresión piadosa de los que pasean por él envueltos en grandes mantos negros con la cruz blanca, los padrenuestros que resuenan de sala en sala, los credos, las homilías. Allí se ayuda a los hombres a subir a los cielos; aquí se ayuda a Dios a establecerse sobre la tierra.
Por opuestas que sean, estas construcciones son inseparables del espíritu de los cruzados y son la exacta representación de la más específica de las nobles invenciones del siglo XII: el monje caballero.
La flor y nata de lo que quedaba de los hospitalarios establecidos en Tierra absoluta estaba reunida en la sala principal del Krak, dispuesta a seguir oyendo al noble y buen hermano Morgennes, guardián de la Santa Cruz.
Emmanuel había conducido a Masada y a Femia por las altas salas abovedadas, las escaleras y corredores de piedra del castillo, hasta una habitación contigua a uno de los dormitorios de los monjes caballeros. Yahyah dormiría en la cocina, con Babucha, sobre un poco de paja esparcida en el suelo. Carabas iría a los establos, a unirse a los trescientos caballos y el centenar de camellos que esperaban allí a su caballero y su fardo de flechas, víveres o agua.
Pero a su llegada, a pesar de la hora tardía y para testimoniar la estima en que se tenía a Morgennes y antes de escucharlo, los condujeron a la sala grande del Krak, con el techo claveteado de oro y el suelo tapizado de juncos. Aquella sala servía de refectorio a los hermanos. Los capítulos de los hospitalarios se celebraban allí, bajo las altas bóvedas de cañón horadadas por agujeros que se abren a la noche exterior. En los pilares que las sostienen y que dividen la sala en nueve partes, candelas de sebo se consumían humeando y marcando la cal de los muros con largos trazos negros que habría que frotar por la mañana. Un sargento envuelto en su manto negro con la cruz blanca echaba leños al hogar. Las noches eran aquí tan frías como el infinito.
Las llamas del brasero apenas habían empezado a calentar la sala cuando dos monjes caballeros entraron para servir una colación a los recién llegados. En el Krak de los Caballeros, las comidas saciaban hasta al más hambriento, e incluso los hermanos que sufrían un castigo —y que por ello debían tomar sus comidas sobre las baldosas del suelo con los perros, no lejos del comendador de la plaza— estaban bien alimentados. No se trataba de dejar sin fuerzas los cuerpos de aquellos que debían pelear y tal vez morir por Cristo.
Mientras compartía la escudilla y el pan de trigo de Morgennes, Masada lanzaba miradas inquietas a las numerosas personas que se encontraban sentadas al otro lado de la mesa.
Una docena de hermanos del Hospital los contemplaban en silencio —apenas intercambiaban, a veces, un murmullo—, pero por su expresión severa se podía adivinar el número y la naturaleza de las preguntas que ardían en deseos de plantear a Morgennes, a Femia, a Masada, y también a Yahyah, que, en las cocinas, se llenaba el estómago con un capón.
Morgennes se tomó tiempo para saborear cada bocado. ¿Cuánto hacía que no había comido hasta saciarse? La comida del
bimaristan
al-Nuri era de lo más rústica, y, en cuanto a la que se servía a los esclavos, no bastaba para alimentarlos.
El caballero disfrutó reencontrando el sabor de los alimentos preparados por los suyos y se deleitó con las sensaciones que nacían en su paladar; sensaciones que la cocina mahometana, demasiado amante de las especias para su gusto, no le proporcionaba: ligera amargura del puré de guisantes, suavizada por el gusto azucarado de un dátil; esponjosidad de la tortilla de huevos frescos, refrescada por la menta y perfumada de artemisa. El vino que les habían ensalzado, cortado con miel y cardamomo, era tan delicioso que por un instante olvidó lo que había vivido, lo que iba a decir, lo que tendría que soportar.
El hermano encargado de hacerles la lectura de los Evangelios cerró la pesada Biblia colocada en un atril ante él. No se escuchó ya ningún ruido, con excepción del viento. Morgennes se secó la boca con el mantel, cruzó las manos y pidió autorización con la mirada al hermano comendador para romper el silencio. Habiéndola recibido, propuso:
—Nobles y buenos hermanos, ¿deseáis oír ahora mi historia?
El hermano comendador asintió, y Morgennes se lo explicó todo, hasta los menores detalles, sin levantar nunca la voz y cuidando de presentar cada hecho desde un punto de vista lo más neutro posible, precisando en cada ocasión si había sido testigo directo o, en caso contrario, quién le había informado.
Todos siguieron el relato con atención.
Incluso Masada y Femia, que no conocían todos los detalles, escucharon, estupefactos, las explicaciones de Morgennes sobre cómo se había despertado en el campo de batalla, había sido capturado por Taqi —que le había salvado la vida— y luego, en cierto modo, recompensado por Saladino, antes de escapar por primera vez, sediento, y ser finalmente capturado de nuevo para perder un ojo a manos de los sarracenos.
Llegó el momento en que hubo que hablar del trato propuesto por Saladino a los hermanos templarios y hospitalarios, y que todos —salvo Morgennes— habían rechazado.
Al oírle relatar cómo había renegado de su fe, cuando todos sus compañeros habían permanecido fieles a Jesús y habían muerto decapitados, los hermanos caballeros del Hospital palidecieron de espanto. Aunque Morgennes no hubiera proporcionado ninguna explicación para su gesto, algunos de sus hermanos parecieron comprenderlo y excusarlo, y otros, al contrario, reprobarlo. Pero todos estaban horrorizados, aunque resultara difícil saber si era por Morgennes o por Saladino.
—Perdón, noble y buen hermano Morgennes —lo interrumpió el hermano comendador del Krak, llamado Alexis de Beaujeu—, tal vez deberíamos continuar oyéndote a puerta cerrada.
Todos murmuraron su acuerdo y, volviéndose hacia Masada y Femia, les dieron la desagradable impresión de que su presencia era del todo indeseable.
El hermano Emmanuel, cuyas manos temblaban por la emoción suscitada por el relato de Morgennes, se ofreció a acompañarlos a su habitación, una pequeña celda con dos camas. El aposento daba a una de las nueve cisternas del Krak, y —si tenían buen oído— los ocupantes podían dormirse mecidos por el rumor de las aguas del acueducto construido para alimentarlas.
—
Yallah
! —exclamó Femia.
—Os sigo —dijo Masada.
—Vamos, pues —dijo Emmanuel.
Uniendo el gesto a la palabra, el hermano los invitó a que lo siguieran por la red de corredores y galerías del Krak, un laberinto que numerosos hermanos utilizaban a cualquier hora del día o de la noche para hacer su ronda, visitar a los animales en los establos o asistir al oficio. Los cantos de los hermanos ascendían desde la pequeña capilla y los padrenuestros de maitines resonaban de un modo extraño en los muros del castillo.
Beaujeu no apartaba la mirada de Morgennes. El comendador hospitalario lo observaba gravemente sin dejar traslucir sus pensamientos: cólera, piedad, pena, decepción, o todo a la vez. Finalmente pidió a uno de sus ayudantes:
—Di al hermano capellán, que venga aquí a vernos cuando acabe la misa y manda a buscar al hermano enfermero. Quiero que examine al noble y buen hermano Morgennes, para asegurarnos de que está perfectamente sano.
—Noble y buen sire —dijo Morgennes—, es inútil molestar al hermano enfermero. Los médicos se ocuparon de mis heridas en Damasco, y creo que estoy bien.
—Noble y buen hermano Morgennes, quiero que te examine, pues no estoy seguro de que los médicos de Damasco hayan curado «todas» tus heridas.
Morgennes comprendió perfectamente la alusión, pero no hizo ningún comentario. Todavía tenía muchas cosas que decirles, hechos que revelarles, sugerencias que plantear, pero esperaría a tener la palabra.
—Levántate —dijo el hermano comendador— y ven junto a mí.
Morgennes obedeció.
—¿Cómo te sientes?
—En excelente forma, noble y buen sire.
—Entonces permanecerás de pie, frente a nosotros, durante toda la duración del consejo. Mientras esperamos la llegada del hermano capellán, que cada uno de nosotros recite en silencio trece padrenuestros, ore a san Adán y se mantenga dispuesto para el consejo.
Los hermanos caballeros ocuparon su lugar en las sillas a lo largo de la pared, mientras en el centro de la sala Morgennes los observaba sin decir palabra. La perspectiva de esta reunión turbaba su concentración. Y es que el momento era de la mayor gravedad. En Hattin había estado en juego su vida. Aquí estaba en juego su honor y su nombre. Aunque no tenía muchas ganas de extenderse sobre su acto, de todos modos quería ser juzgado en función de hechos establecidos y aprovechar la ocasión para exponer su verdad. Pero lo cierto es que su verdad no interesaría al consejo, que no juzgaría más que la verdad de los hechos y no la suya, más compleja, y que solo Dios podía juzgar.
Resonaron pasos en el pasillo y entraron cuatro personas, entre ellas el hermano enfermero y el hermano capellán, reconocible por sus vestiduras, con su gran capa negra y sus manos enguantadas de cuero. A Morgennes le dio un vuelco el corazón al reconocer a uno de sus viejos amigos: ¡Raimundo de Trípoli!
—Sire —dijo Morgennes, rompiendo el silencio que le habían impuesto—, me alegra volver a veros.
—También yo estoy encantado de encontraros de nuevo —respondió Raimundo.
Trípoli, que había dado tan buenos consejos en el curso de la batalla de Hattin —salvo el de esperar en lugar de atacar de inmediato una vez en la cima de la colina—, había envejecido considerablemente.
Ya era un hombre mayor, pero aquella prueba había acabado de blanquear sus cabellos y su barba, había grabado nuevas arrugas en su rostro y había acentuado las bolsas de sus ojos. Además, había adelgazado mucho, y el brial que vestía flotaba en torno a su cuerpo. Raimundo se acercó a Morgennes y le cogió las manos, mientras el hermano enfermero lo auscultaba, examinaba su ojo y le pedía que abriera la boca y sacara la lengua.