Caballeros de la Veracruz (22 page)

A menos que hubieran partido hacia el norte.

De todos modos, aquello no cambiaba nada. Y ya que no podía acabar con todos los carruajes que respondían a la descripción, eligió una carreta al azar y dio la orden de ataque. Supondrían que había sido obra de bandidos o de los asesinos (en este sentido, había donde elegir). Después decapitó a uno de los adultos que se encontraban en la carreta y le reventó el ojo derecho con la punta del sable. Luego volvió a trote corto a la ciudad.

Cuando el cadí vio volver al oficial de caballería, la investigación había progresado considerablemente. Además, la plaza del mercado se había limpiado y se habían bloqueado los subterráneos de la ciudad. Allí se habían encontrado grutas que servían de refugio a los asesinos y que la tropa aún seguía registrando.

El oficial saltó de su caballo y se acercó a Ibn Abi Asrun.

—Misión cumplida —dijo con los ojos fijos en sus calzas.

—¿Y su cabeza? —preguntó el cadí.

—Aquí está.

El cadí, que solo había entrevisto un momento a Morgennes en Hattin, lo reconoció, sin embargo, perfectamente. Encantado, envió una paloma a Saladino con la noticia: Morgennes había encontrado la muerte poco después de haber huido de Damasco en compañía de un mercader judío, que también estaba muerto. Ahora podían concentrarse en el problema de los asesinos y sus nuevos aliados: los maraykhát y los templarios.

13

Porque temo, una vez llegado, no encontraros tal como os quiero, y que vosotros no me

encontréis tal como me queréis, y que haya discordias, fanatismo, celos, rivalidades,

calumnias, habladurías, arrogancia y disturbios.

II Epístola a los Corintios, XII, 20

Varias posibilidades se abrían al grupo de la carreta, cuya carga se había doblado desde el paso por el mercado de esclavos. Arguyendo la necesidad de encontrar rápidamente un punto de agua, Masada propuso ir al este, a territorio ismailí, donde ni los cristianos ni los mahometanos irían a buscarlos.

—¡Por muy buenas razones! —dijo Morgennes—. Por otra parte, tenemos suficiente agua —añadió señalando varios odres llenos.

—¡Pero no tardarán en encontrarnos! ¡Tenemos que actuar deprisa! —lo apremió Masada, atenazado por el miedo a ser, en el mejor de los casos, vendido también como esclavo (él, que había comprado tantos) y, en el peor, pasado por el filo de un sable.

—Precisamente por eso nos tomaremos tiempo para reflexionar —replicó Morgennes—. No es momento de ir en la mala dirección... ¿Jerusalén?

—¡Ni pensarlo! —dijo Masada—. La ciudad caerá de un día a otro, si no ha caído ya. Además, está prohibida a los judíos...

—¿Tiro?

—No es mala idea, pero tendríamos que pasar por las llanuras de Marj'Ayun, Sidón o Paneas, todas ocupadas por los mahometanos.

—En ese caso —dijo Morgennes—, si el este, el sur y el oeste no nos están permitidos, solo veo una solución.

Era evidente que quería ir al norte.

—El Krak de los Caballeros —concluyó.

—¿Qué es eso? —preguntó Femia, que no había dicho palabra desde su salida de Damasco.

—La principal fortaleza franca en Tierra Santa, un asilo dado por Dios a los hombres de guerra, y más en concreto a los hospitalarios.

—¿De allí vienes tú?

—Yo pertenecía a la encomienda de Jerusalén. Pero mi deber me obliga a dirigirme a la fortaleza hospitalaria más próxima. El Krak, en este caso.

—¿Te juzgarán?

—Sin duda.

—¿No tienes miedo?

—Está en la naturaleza de las cosas que sea juzgado. De modo que tanto da si es mañana por la noche o dentro de un año. Más vale adelantarse a la llamada.

—¿No hay nada más, al norte?

—El Yebel Ansariya y sus asesinos. Pero, si quieres conservar tu dinero, será mejor que vayamos al Krak...

—¡Voto por los hospitalarios! —exclamó Masada con entusiasmo.

—Esa es también mi opinión —añadió Morgennes, que no conseguía apartar la mirada del pañuelo que el judío llevaba anudado al brazo—. ¿Dónde encontraste esto?

—En el suelo, en el camino. Un poco antes de Damasco. Junto a un camello destrozado, había varios cadáveres, este pañuelo y la perra.

—¿Viste el cadáver de una mujer joven?

—No. Solo había hombres y un adolescente. ¿Por qué me haces esta pregunta?

—Por nada —respondió Morgennes, que había creído reconocer el pañuelo de Casiopea.

Los dos hombres intercambiaron una mirada.

Recuerdos que databan del tiempo de Balduino IV volvieron a su mente.

En esa época se habían conocido: Morgennes había ido a ver a Masada a Nazaret para pedirle consejo sobre una reliquia. Por desgracia, el asunto había acabado muy mal. Los dos hombres no se habían vuelto a ver desde entonces y nunca habían hablado a nadie de la misión que los había puesto en contacto. De hecho, muy pocas personas estaban al corriente de la trama en la época, y, en cualquier caso, todas habían perecido ya, con la excepción, tal vez, de Raimundo de Trípoli y Alexis de Beaujeu, el comendador del Krak.

—Para mí, es como si todos estos episodios pertenecieran a otra vida —confesó Morgennes a Masada.

—Es mejor olvidarse de estos recuerdos. Bastante caros los estoy pagando aún.

—Ya te lo he dicho, no te guardo rencor. Al contrario. Incluso puedo ayudarte, te lo prometí...

—¿Y si dejarais de hablar en enigmas...? —refunfuñó Femia, exasperada—. Desde que os habéis encontrado os lanzáis miradas de reojo y habláis entre vosotros de cosas misteriosas. Se diría que habéis cometido un crimen...

—No andas lejos de la verdad —concedió Masada.

—No diré nada —dijo Morgennes—. Por respeto hacia vuestro marido. A él le corresponde explicaros lo que ocurrió, no a mí. Sabed simplemente que Masada es un hombre generoso, aunque a veces se deje cegar por el cebo del provecho.

—¡De modo que es eso! —exclamó Femia, como si el hecho de que se tratara de dinero convirtiera el asunto en menos grave y le hiciera merecer su indulgencia.

—¿Vamos ya? —preguntó con una vocecita tímida el joven esclavo que Masada había comprado en Damasco.

El muchacho seguía en la parte trasera de la carreta, con la perra en brazos.

—Conozco a esta perra, ¿sabes? —dijo Morgennes—. La vi durante mi fuga después de haber sido capturado por los hombres de Saladino en Hattin. Vagaba entre los muertos. No sé si buscaba un amo o comida.

—Tal vez un poco de las dos cosas —dijo el chico.

—Ahora no puede decirse que le falten ni una ni otra —añadió Masada—. Espero que nos esté agradecida.

—Yo no contaría demasiado con ello, la verdad —replicó Morgennes—. Me pareció incluso un poco ingrata. Pero, en fin, esa es otra historia.

—¿Me la explicaréis?

—Desde luego.

El adolescente estaba encantado.

De hecho, el muchacho se mostraba feliz con todo. Su condición de esclavo no parecía preocuparle. «He vivido cosas peores», decía con una gran sonrisa. Pero nunca sabían a qué se refería. También él tenía secretos dolorosos que se esforzaba en olvidar. En contrapartida, se jactaba de saber hacer un montón de cosas: sandalias, taparrabos, picas, redes, y preparar carnes y pescados. Cuando se presentaba la ocasión, también sabía ocuparse de los animales, pulir un arma y hablar con las damas. La lista de sus talentos parecía interminable. Y el muchacho salpicaba su enunciado con numerosos cumplidos dirigidos a Masada, como: «Real-mente me habéis elegido bien», o también: «¡Ni yo mismo lo hubiera hecho mejor!». Lo decía pestañeando con seriedad fingida, con el sol en los ojos.

—Vamos, calla de una vez, ¡y tráeme de beber! —le soltó Masada para cambiar de tema.

—¡Con mucho gusto, amo! —respondió el joven sirviéndole un cuenco de vino.

—Y no me llames «amo». Tu predecesor me llamaba «doctor»; puedes llamarme como él.

—¡A sus órdenes, doctor!

Al oír que el chiquillo lo llamaba así, Masada se hinchó de satisfacción y una gran sonrisa se dibujó en su rostro.

—Conmigo no tiene derecho a tantas cosas, os lo aseguro —rezongó Femia—. Parece que haya comprado a este crío solo para sentirse adulado y oírse llamar «doctor», ¡él, que ni siquiera sabe leer!

Morgennes no hizo ningún comentario, pero preguntó al adolescente:

—Y tú ¿cómo te llamas?

—¡Yahyah! —respondió el chico.

—¿Yahyah? ¡Pero eso no es un nombre! —se sorprendió Masada.

—¡Sí, es el mío!

—¿Quién te lo puso? —preguntó Morgennes.

—Nadie. Me lo di yo mismo.

—¿De modo que no tienes padres?

—No que yo sepa.

Morgennes y Masada intercambiaron una mirada, desconcertados a la vez por su audacia y por su ingenuidad.

—¿Se estará burlando de nosotros? —susurró Masada.

—No lo creo. Parece sincero.

—En todo caso, es un muchacho bien extraño —comentó Masada.

—Mira quién habla de rarezas —refunfuñó Femia—. ¡Ni siquiera eres capaz de tener un asno normal, y ahora te compras un esclavo que se da nombre a sí mismo!

Masada no respondió, pero no por eso dejó de pensar: «Lo más increíble no es él ni el asno: lo realmente extraño es que haya podido casarme contigo». Pero sabía que si lo decía le tocaría aguantar horas y horas de riñas y pullas diversas. Ya las oía resonar en sus oídos. Era mejor hacer como de costumbre: callar y continuar.

—¡Ueeé! —gritó, haciendo restallar las riendas por encima de Carabas.

El asno dio un paso adelante y la pequeña carreta se puso en movimiento en dirección a las montañas, hacia el norte.

El viaje duró más de un día y medio.

La noche había caído cuando se desviaron para flanquear por el sur el lago de Homs, cuyas aguas reflejaban una luna diáfana.

Al ver que se acercaba la hora de la oración, Morgennes exigió que detuvieran la carreta para que Yahyah y él pudieran bajar a rezar. Aquello encolerizó a Masada, que empezó a dar vueltas nerviosamente en torno a Morgennes.

—No lo entiendo —decía—. Este niño, pase, ¿pero tú? Nadie está aquí para vigilarte, a todo el mundo le importa un pimiento que reces o no, ¡y a ti no se te ocurre nada mejor que hacernos perder el tiempo porque sí!

—El tiempo que paso rezando no es tiempo perdido. Nuestros perseguidores también lo emplean en la oración.

—¡No los templarios! ¡Y, además, tú no eres mahometano!

—Soy mahometano, o mi palabra no tiene valor. He renegado de la cruz y gritado la Ley. Si mi palabra no vale nada, yo no valgo más que ella. Si hoy soy mahometano es porque ayer era cristiano. Pongo en ello la misma fe y el mismo ardor, y creo con la misma intensidad.

—¡Entonces es que antes no creías, o bien no crees en nada! —exclamó Masada.

El rostro de Morgennes se ensombreció. Renegar de la cruz había sido a la vez más terrible y más fácil de lo que había esperado. Se encontraba en un estado extraño, en una especie de no religión, o de religión que no decía su nombre. Pero lo que deseaba, por encima de todo, era que lo dejaran en paz.

—Rezo, lo demás poco importa —dijo a Masada.

Masada estuvo en un tris de arrancarse los pocos cabellos que le quedaban en el cráneo. Lo que más lo confundía era su incapacidad para discernir si Morgennes actuaba o no de mala fe. «Sería un pésimo cliente», pensó. Aquel hombre que había conocido tan piadoso, tan devoto, tan buen hospitalario... ¿Cómo se podía llegar a cambiar de religión dé este modo sin sentirse, aunque solo fuera un poco, en contradicción con uno mismo? ¡Y esa historia de una fe que se adopta y de un dios en el que uno se pone a creer porque se ha decidido así bajo la amenaza de un arma! Masada había oído hablar con frecuencia de conversiones forzadas, especialmente en el caso de judíos obligados a convertirse al cristianismo, pero nunca había oído decir que aquellas conversiones fueran sinceras. Al contrario. Los lapsos siempre se convertían en relapsos. Y había que matarlos...

Por fin, después de la oración, Morgennes y Yahyah volvieron a subir a la carreta, Yahyah detrás y Morgennes delante, y el pequeño grupo prosiguió su ruta.

Atravesaron desiertos y llanuras, se mantuvieron apartados de los caminos más frecuentados y se esforzaron constantemente en cruzar por campos a los que combatientes cristianos o mahometanos habían prendido fuego para incomodar al adversario.

Su recorrido los condujo a través de pueblos de casas incendiadas. Aunque la región estuviera alejada de las zonas de combate, no vieron habitantes en ninguna parte: la población se había puesto a resguardo tras las murallas de Tiro, Trípoli o Tortosa. Los saqueadores, que no podían pedir nada mejor, cogían así por sorpresa a campesinos demasiado fatigados o demasiado viejos para marcharse, o a los fugitivos que, debido al enorme aflujo de refugiados, no habían podido entrar en la ciudad, y se lanzaban sobre ellos como lobos sobre su presa.

A veces los bandidos eran antiguos cruzados, o descendientes de estos, que no encontraban nada mejor que hacer que atacar a sus propias gentes y aterrorizarlas. En este grupo había templarios, como Kunar Sell o Francisco du Meslier, así como pequeños señores, como Raúl de Ménibrac o Juan de Saint-Alban; este último se había puesto al servicio de Saladino y le entregaba la mitad de lo que robaba a cambio de su protección.

Aquellos traidores se llevaban todo lo que se pareciera a una mujer o un niño, se apoderaban de todo lo que podía venderse y destrozaban el resto.

Así, Femia, Morgennes y Masada vieron hienas con el hocico manchado de sangre y el pelo brillante de sudor errando entre las ruinas de una aldea cristiana en busca de los muertos. Los animales habían hurgado tan bien en la tierra que en algunos lugares se veían cuerpos —¿quién los habría enterrado?— sacados de su agujero para ser devorados. Sus cabezas de carnes descompuestas elevaban al cielo unos ojos tan vacíos como aterradores. Prohibieron a Yahyah que los mirara, pero él los observó igualmente a través de los dedos que Femia le apretó contra la cara. Los cadáveres exhalaban un olor nauseabundo. Si hubieran tenido un poco más de tiempo, se habrían tomado el trabajo de volver a enterrarlos; aunque, por otra parte, ¿para qué serviría? Las hienas volverían a exhumarlos.

El grupo prosiguió su camino rezando para no tropezar con una de esas bandas que a las desgracias de la guerra añadían la rapiña y el asesinato.

Morgennes había recuperado la mayor parte de sus fuerzas. Aunque tuerto, se sentía tan capaz como en los primeros días de julio. Excepto por un detalle: le faltaba su espada. La ausencia de
Crucífera
empezaba a dejarse sentir cruelmente, y su mano derecha se entumecía. El día anterior se le había caído la uña del pulgar. La carne puesta al descubierto había sangrado un poco. Hoy se ennegrecía, mientras una especie de rigidez iba apoderándose de sus dedos.

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