Caballeros de la Veracruz (9 page)

—Muy bien —declaró Morgennes al conocer la noticia.

Morgennes se había puesto a cubierto entre dos rocas. El hambre lo atormentaba, pero la idea de comer le daba náuseas. No había bebido nada desde hacía demasiado tiempo. De manera que se levantó y volvió a caminar hacia el lago Tiberíades, junto al que acampaba el ejército de Saladino. Iba hacia allí porque un hombre solo, en el desierto, sin caballo ni agua, no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir. Morgennes caminó en la noche, confiando en su oído, tratando de adivinar de dónde provenían los ruidos de las banderas que flameaban al viento. Finalmente divisó unas luces, a un tiro de flecha. Unos braseros brillaban en las tinieblas como ojos de gatos salvajes. De pronto vio una forma que se movía, luego dos, y a continuación más de una docena.

Una jauría de perros de pelo corto, esas criaturas inmundas que son las sombras de los ejércitos, se atracaba con la carne de los cadáveres. Después de haber lamido las heridas aún tibias, los animales se habían puesto a devorar a los muertos empezando por las partes tiernas. Una hiena que sostenía una mano en la boca gruñó en dirección a Morgennes, que permaneció inmóvil. De ningún modo quería darle la impresión de que había ido a disputarle su comida. La hiena lo dejó tranquilo.

Un animal se apartó bruscamente del grupo y lo miró, con los ojos húmedos y la lengua colgando. No era un carroñero: tenía el pelo más largo, amarillo, casi rojizo. Era una perrita, mezcla de raposa y podenco. Los chacales y las hienas la rechazaban, amenazaban con morderla cada vez que se acercaba a un muerto.

Morgennes la observó. Estaba tan delgada que se le veían las costillas. Tenía el pelo chamuscado a trozos y en las patas se veían huellas de quemaduras. Seguramente había pertenecido a uno de los soldados del ejército franco, caído en el campo de batalla. Morgennes dirigió una mirada a los cuerpos hechos pedazos. ¿Habría sido su amo uno de ellos?

El hospitalario hizo ademán de seguir adelante, e invitó a la perrita a acercarse con un gesto. El animal ladró feliz y lo siguió. Con la perra pegada a los talones, Morgennes llegó al campamento sarraceno. Aquí y allá, fuegos que ardían bajo ollas colgadas de soportes horadaban la oscuridad de la noche, en la que Morgennes se fundía. La perra se puso frenética. Corrió hacia un caldero, de donde ascendía un olor delicioso, y fue acogida con gritos entusiastas. Los mahometanos le arrojaron algunos restos de pinchos de carne, amenazándola en broma con asarla a ella si no se los acababa. La perrita devoró alegremente lo que le tiraban al polvo. Un adolescente la cubrió de caricias y la llamó «mi amiguita». Luego miró alrededor, temeroso de que alguien fuera a reclamarla. Pero un viejo con la boca llena de dientes rotos y negros, agitando una ramita con la punta incandescente, le gritó:

—Puedes quedártela, ahora es tuya. ¡Son los perros los que eligen a sus amos, y no al revés!

El adolescente le dirigió una sonrisa radiante. El viejo se entretuvo soplando la brasa de su bastoncillo, y añadió:

—Ya tendrás tiempo de devolverla, cuando vengan a buscarla. Incluso podrás pedir unos dinares por haberte ocupado tan bien de ella...

—Mientras tanto hay que encontrarle un nombre —concluyó el adolescente.

Morgennes había seguido toda la escena en la sombra.

«Ingrata», pensó. Y luego se marchó, ansioso por encontrar algo con que calmar su sed: mirara a donde mirara, veía a alguien bebiendo. Agua, té, leche, zumos de frutas e incluso alcohol. Algunos soldados, vestidos todavía con sus gambesones de tela acolchada, bebían a grandes tragos un vino perfumado con el que se emborrachaban. Les decían:

—No bebáis alcohol, está prohibido.

Y ellos respondían:

—¿Es alcohol? No lo sabíamos, era de los francos (¡la maldición caiga sobre ellos!)...

—¡Los francos ya no tenían nada que beber! —les replicaban.

Y ellos reían a carcajadas y seguían emborrachándose.

Por todas partes se oían gritos, llamadas. Soldados que transportaban haces de leña se sentaban sobre ellos para celebrar interminables partidas de
az-zhar
. Los que habían comido demasiado se envolvían en una estera y se dejaban caer al suelo, borrachos de hartura.

Morgennes se alejaba discretamente hacia un rincón más tranquilo, cuando un grito atrajo su atención. Se agazapó detrás de un barrilito de pescado fresco, cuyo olor le dio náuseas, y arriesgó una mirada. Dos hombres habían sacado sus cuchillos y se insultaban. La razón de su disputa era imprecisa, pero al parecer tenía relación con el color de las banderas mahometanas. Los hombres se dirigían miradas crueles y se trataban el uno de pagano y el otro de politeísta. Sus armas despedían destellos. El pagano trató de morder al politeísta lanzando unos abominables gritos de hiena.

Morgennes comprendió entonces a qué parte del campamento de Saladino lo había conducido el azar: se encontraba en la zona que ocupaba la más terrible de las tribus aliadas a Saladino, la de los maraykhát, que eran a los hombres lo que los carroñeros a los perros. Los maraykhát nunca participaban realmente en los combates, sino que esperaban a ver por quién se inclinaba la victoria... Y después saqueaban a los vencidos. Saladino, que siempre hacía acampar a su ejército en orden de marcha, les había ordenado que plantaran sus tiendas atrás.

Morgennes hubiera podido darse cuenta antes; en numerosos lugares, los estandartes amarillos de la tribu de los maraykhát acompañaban a los del sultán.

Rawdán ibn Sultán, el jeque de los maraykhát, era un buen representante de su pueblo: cruel y pérfido, siempre estaba dispuesto a venderse al mejor postor. Saladino lo sabía bien, pues ya en dos ocasiones le había ofrecido tales cantidades de dinero que, después de haber prometido su apoyo a los francos, Rawdán se había vuelto contra ellos. Los maraykhát combatían con armas de un género especial, con una hoja curva que causaba heridas que no se cerraban. A menudo las untaban con un veneno contra el cual estaban inmunizados y que tenía la particularidad de impedir que la sangre se coagulara. Ocurría así, en ocasiones, que uno de sus enemigos saliera vencedor de un combate para morir poco después de una herida que no dejaba de sangrar. Todo el mundo, de los mahometanos a los francos, odiaba y temía a los maraykhát. Se compraban sus servicios a precio de oro por miedo a que el campo enemigo hiciera lo propio.

Esos hombres se daban a sí mismos el nombre de «señores de las serpientes y los escorpiones», pero de hecho tenían una relación muy lejana con ambos animales y se comportaban más bien como ratas.

Aunque era ya muy tarde, los maraykhát seguían divirtiéndose. Algunas mujeres bailaban lascivamente con un compañero que imitaba sus gestos, con las manos colocadas sobre sus nalgas. Los más audaces —o los más borrachos— depositaban besos voluptuosos en el cuello de las bailarinas, que reían a carcajadas. Las manos se aventuraban sobre los senos, las bocas sobre las bocas, los sexos se rozaban.

Morgennes se cargó al hombro el barrilito de pescado fresco y se acercó a una hoguera pequeña que los juerguistas habían abandonado. En medio de los restos de provisiones, se veían algunos cantarillos dispersos. El hospitalario se apoderó subrepticiamente de uno de los recipientes y se alejó como si tal cosa.

En aquel momento una voz exclamó tras él:

—¡Eh, tú, allí! ¿Adonde te llevas el barril? ¡Es nuestro, déjalo!

Lentamente, Morgennes dejó el barril en el suelo y prosiguió su camino.

—¡Detente!

Morgennes se detuvo, pero no se giró.

—Muéstranos tu cara. ¿Quién eres?

El hombre estaba a solo unos pasos y lanzaba exabruptos contra los zakrad. Morgennes dirigió una mirada rápida a los alrededores para evaluar la situación. Comensales dormidos obstaculizaban el paso; dos soldados borrachos caminaban dándose el brazo, zigzagueando; algunos niños se divertían persiguiéndose y se tiraban a la cara puñados de arena, huesos de pollo o restos de pastelillos; finalmente, pasaban jinetes a todo galope, saltando por encima de las hogueras, volcando las ollas y asustando a los juerguistas, que se indignaban con su audacia. Menudeaban las peleas, y se reñía por una mujer, un pedazo de carne, un vaso de licor, o por el gusto de hacerlo. Un poco más allá había gente cantando, bebiendo. De modo que Morgennes dejó que el hombre se acercara, y luego se volvió bruscamente y le rompió el cantarillo en el cráneo. El recipiente explotó con la violencia del impacto; el maraykhát retrocedió titubeando, y acto seguido se derrumbó inconsciente.

—¡Cogedlo! —exclamó una voz que venía de más lejos.

Morgennes no lo pensó dos veces y salió a escape en dirección al campamento de los zakrad. Su jefe, Matlaq ibn Fayhán, había sido el primero de todos los nómadas en seguir a Saladino. Era un hombre justo y bueno, o al menos tenía esa reputación.

—¡Es un espía de los zakrad! —gritó otra voz.

Una intensa agitación se propagó por el campamento de los maraykhát. Morgennes corrió tan deprisa como pudo, con una horda de perseguidores pisándole los talones. Podía oír cómo vociferaban, se atrepellaban y desenvainaban sus armas. A aquel escándalo pronto se añadió un ruido de caballos: una decena de jinetes galopaban tras él. Sacando fuerzas de flaqueza, Morgennes aceleró el paso y se precipitó hacia una tienda inmensa donde ondeaba el estandarte de los zakrad.

La irrupción de centenares de maraykhát entre los adiestradores de aves no pasó inadvertida. Sin preocuparse por aquel individuo con la cara envuelta en un pañuelo, numerosos zakrad corrieron hacia los bárbaros para expulsarlos, porque aquellos dos pueblos se odiaban. Mamelucos montados en recias cabalgaduras trataron de separar a los beligerantes, y al ver que recibían golpes de ambos lados, hicieron restallar sus látigos. Locos de rabia, los maraykhát se lanzaron contra ellos para derribarlos de la silla. Se entabló un cuerpo a cuerpo brutal, se enarbolaron armas y corrió la sangre.

De pronto un grito estridente resonó en el cielo, y un relámpago azul grisáceo golpeó a uno de los maraykhát en el pecho. El hombre se llevó la mano al corazón y la miró. Estaba manchada de una sangre espesa. No tuvo tiempo de sorprenderse y se derrumbó muerto. Los aullidos se hicieron ensordecedores, y un nuevo grito llegó del cielo.

Un halcón peregrino trazaba círculos bajo la bóveda celeste y escrutaba la tierra con sus ojos de oro. El ave abrió el pico, en busca de una nueva presa, extendiendo sus alas por encima de los combatientes. Generalmente aquellos pájaros no volaban de noche. ¿Estaría encantado el halcón?

Los zakrad enmudecieron. Los maraykhát se miraron con inquietud y volvieron a su campamento. Morgennes, que se había ocultado en medio de una hilera de caballos trabados, esperó un rato para hacerse olvidar. Estaba recuperando la respiración cuando escuchó un tintineo de campanillas. ¿De dónde procedía? No lejos de él, rodeada por una decena de tiendas más pequeñas, se veía una gran carpa de tela cuadrada: probablemente la tienda de Matlaq ibn Fayhán. Una ráfaga de viento levantó la cortina de pelo de camello de la entrada y dejó a la vista una mesita baja con unos vasos encima, y también una garrafa de cristal. Luego la cortina volvió a caer. El corazón de Morgennes se puso a palpitar con violencia. A unos pasos tenía con qué apagar su sed. «Demasiado fácil», se dijo.

Se escuchó de nuevo el tintineo. Morgennes volvió la cabeza y vio acercarse a una joven montada en una camella. El animal, originalmente blanco, había sido embadurnado de negro con el hollín recogido de la base de un caldero. Sobre el pecho llevaba una campanita de bronce que sonaba al ritmo de su marcha bamboleante.

La túnica de la camellera era de seda negra y brillaba en la oscuridad. La tela reflejaba todo lo que refulgía alrededor: resplandores de braseros o de antorchas, que se consumían en sus pliegues.

El pájaro de presa chilló otra vez. La joven levantó la mirada, lo buscó entre las estrellas y, cuando lo hubo descubierto, tendió el brazo. El ave se lanzó en picado hacia ella y se posó sobre el puño cerrado, abrazándolo con delicadeza. Su ama le habló entonces en una extraña lengua, hecha de sones guturales y notas agudas, de silbidos y susurros. El halcón la escuchaba inclinando la cabeza, y respondía a veces, tan dócil como un canario. La joven y el pájaro se entendían tan bien que parecían de la misma raza, de la misma sangre.

El viento expulsó las nubes y una claridad lunar los iluminó con un aura vaporosa. La campanita resonó por tercera vez. Morgennes tenía la impresión de asistir a una ceremonia religiosa y de estar, violando un interdicto. Aprovechando el retorno de las nubes, se deslizó a escondidas al interior de la tienda de Matlaq ibn Fayhán.

La tienda era profunda, con un mástil de marfil en el centro. Una luminaria en forma de palmera difundía una luz cobriza. El mobiliario era sencillo: algunos cojines bordados, una mesa baja, un arca, un biombo. Todos decorados con versículos del Corán. El biombo estaba compuesto por tres paneles de boj esculpidos: unos soberbios grabados representaban un águila gigantesca, el pájaro Roc, cuyas hazañas se relataban en
Las mil y una noches
. En uno de los paneles, el pájaro Roc transportaba a un elefante por los aires para abandonarlo en la cima de la montaña más alta de Arabia.

Cuando Morgennes entró, un pavo real que hacía la rueda plegó su cola y, con un graznido, huyó hacia el fondo de la tienda, lanzando reflejos coloreados sobre la tela. Aquella imagen reavivó la sed de Morgennes. Sus ojos no se apartaban de la garrafa de cristal. Tenía tanta sed que un frasco de alcohol de lana hubiera sido ambrosía para él. Morgennes cogió la garrafa y la inclinó hacia uno de los vasos. ¡Vacía! Su mano empezó a temblar. Poco faltó para que retorciera el cuello al pavo real y se saciara con su sangre. Sentía unas ansias asesinas que no podía explicarse. Miró los vasos; también estaban vacíos. Rabioso, barrió la mesa con el dorso de la mano. Vasos y garrafa se rompieron contra el suelo en medio de un silencio absoluto. Las espesas alfombras de lana habían amortiguado la caída.

Un ruido atrajo su atención: llegaba gente. Morgennes se deslizó precipitadamente tras el biombo, donde se había refugiado el pavo real, y un hombre con una voz que le era conocida invitó a una mujer a entrar en la tienda.

—Me envía a Bagdad con una camella cargada de trofeos —dijo la mujer en árabe, con un ligero acento franco—. Quiere que convenza al califa de que le envíe nuevas tropas, dinero y víveres. Si no, dijo, será toda la Umma la que se vea condenada a la desaparición, vencida por los francos.

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