Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
Morgennes se vio apartado de sus reflexiones por el concierto que ofrecían una cuarentena de palomas que revoloteaban a ras de suelo. Los pájaros arrullaban alegremente, felices de salir en misión. Matlaq ibn Fayhán les había atado bajo el vientre un rollo de pergamino para anunciar la victoria de Saladino a todas las tribus que hasta entonces se habían mostrado reacias a participar, a todas las ciudades que todavía no se habían incorporado a su causa; y para conminarlas a que se unieran a él, o al menos enviaran armas, dinero o víveres.
El vientre y las alas de las palomas habían sido pintados de color azul cielo; Solo les habían dado de comer una vez en todo el día, al alba, una mezcla especial de cebada y de mijo de la que la tribu de los zakrad poseía el secreto.
Agentes del Yazak habían penetrado la semana anterior, disfrazados de mendigos, mercaderes o ulemas, en el seno de cada ciudad, de cada tribu a la que Saladino quería enviar su mensaje. Y en cada caso llevaban consigo dos jaulitas. La primera contenía una pareja de palomas: un macho y una hembra; la segunda, un joven macho célibe. Posteriormente habían separado las parejas; los machos habían vuelto al campo de Saladino con uno de los agentes del Yazak, y las hembras habían sido introducidas, bajo la mirada de su compañero, en la jaula del palomo célibe. La naturaleza está hecha de tal modo que los machos, celosos y desgraciados, solo tenían un deseo: volver volando rápidamente junto a su amada.
Matlaq hizo un gesto en dirección a Saladino, y tres palomas volaron hacia él. Eran unos pájaros soberbios, de gran envergadura. Las aves se posaron a los pies del sultán, pavoneándose. Saladino cogió una de las palomas en sus manos, formando una copa, y se acercó al rey de Jerusalén.
—Esta es para vuestra mujer. Le informo de a cuánto asciende vuestro rescate... Así sabrá que estáis con vida. ¿Queréis añadir algo?
Lusignan, temblando ante la idea de que el Yazak se hubiera acercado tanto a su esposa, se contentó con murmurar:
—Decidle que pague, lo más rápido posible...
—Escribídselo vos mismo.
Dos ulemas le llevaron con qué escribir, y Guido de Lusignan comenzó a redactar su nota. Cuando hubo terminado, Saladino cogió un segundo pájaro. Esta vez se dirigió a Gerardo de Ridefort, maestre del Temple.
—Este mensaje es para el patriarca de Jerusalén, Heraclio —dijo el sultán—. Por desgracia para él, son muy malas noticias: la Vera Cruz está en nuestra posesión, y uno de sus hijos, Rufino, obispo de Acre, está... —Saladino lanzó una ojeada a la cabeza de Rufino, en la arqueta, y prosiguió—:... incapacitado para abrazar de nuevo a su padre. En cuanto al obispo de Lydda, Bernardo, su otro hijo, no lo hemos encontrado. ¿Está muerto? ¿Vive aún? Probablemente haya huido... A vos, pues, Gerardo de Ridefort, gran amigo de Heraclio, planteo esta pregunta: ¿queréis ser el hombre que lleve al patriarca de Jerusalén, y por tanto a la cristiandad, la noticia de que la Vera Cruz está en nuestra posesión?
—Se lo diré. Y añadiré también que haré cuanto esté en mi mano para recuperarla.
—Es decir, no gran cosa, me temo —concluyó Saladino volviéndose hacia la tercera y última paloma—. Esta es para Etiennette de Milly, futura viuda de Reinaldo de Chátillon, que aquí llega justamente...
Dos robustos mamelucos subían a caballo por un estrecho sendero arrastrando tras de sí a un hombre encadenado: Reinaldo de Chátillon. El Lobo de Kerak, reducido al estado de magma sanguinolento, se tambaleaba bajo el peso de sus cadenas. Jirones de carne se habían enredado con los eslabones, de modo que parecía imposible liberarlo sin arrancarle la mitad del cuerpo. Pero Chátillon no había perdido nada de su fiereza. Aún se tenía en pie, Dios sabe cómo, y en medio de los escupitajos, las injurias y los golpes, seguía avanzando. En sus ojos resplandecía un brillo demente y sus labios se elevaban en un rictus repulsivo que descubría sus caninos, enrojecidos por la sangre. El hecho de que aún siguiera vivo ya era en sí mismo un milagro. Lo impulsaban una cólera y una rabia tan vivas que a intervalos irregulares su organismo se veía acometido por temblores. Entonces reducía el paso, tensaba los músculos como si quisiera romper los hierros que lo sujetaban y frenaba la marcha de los caballos que tiraban de él. Ante sus esfuerzos, la multitud, espantada, retrocedía. Los mamelucos espoleaban a sus monturas, y Chátillon volvía a arrancar, como un roble brutalmente desenraizado.
Una vez llegados a la cima de la colina de Hattin, los mamelucos se dispusieron a izar a Chátillon al primero de los tres niveles del andamiaje. Los verdugos los ayudaron, sujetando el cuerpo por las axilas y pasando cuerdas bajo sus brazos, mientras desde abajo lo empujaban por las piernas gritando rítmicamente.
Un lamento fúnebre, un aullido que helaba la sangre, surgió de la garganta del Lobo de Kerak. Un largo grito de dolor y de rabia. Los sarracenos estaban ansiosos por acabar y clavar definitivamente en su cruz a aquel hombre infame. Mientras lo subían al segundo nivel del andamiaje, Saladino se dirigió a la multitud.
—Temo que Brins Arnat no esté en condiciones de escribir a su viuda. De modo que yo me encargaré de hacerlo. Así conocerá su epitafio.
El sultán blandió una placa de madera, sobre la que había hecho grabar, en árabe y en
lingua franca
, la inscripción: REINALDO DE CHÁTILLON, PRÍNCIPE DE LOS FRANCOS DE TIERRA SANTA.
—Usurpando el poder en toda ocasión, mofándose de Dios igual que de los hombres, cualquiera que fuera su rango, escuchándose solo a sí mismo, así era Brins Arnat. El es la imagen que conservaremos para siempre de los francos venidos a esta tierra: la de unos abominables saqueadores sacrílegos, violadores y embusteros, sin fe ni ley.
Cuando su ayudante hubo acabado de copiar el mensaje bajo su dictado, Saladino soltó a la paloma, que, con un breve aleteo, se reunió con sus congéneres. El jeque Matlaq ibn Fayhán acarició a los pájaros con la mirada, en una muda señal de aliento. Durante unos momentos las palomas trazaron círculos por encima de Hattin, y luego se dispersaron en la noche, llevadas unas por el viento y otras luchando contra él. Finalmente desaparecieron. Excepto un último pájaro, mucho mayor que los otros, que lanzó un grito estridente. Morgennes lo miró: era un magnífico halcón peregrino, el ave preferida de los reyes. Su plumaje gris oscuro mezclado de azul señalaba que era una hembra, cazadora temible, con reputación de indómita, que se había convertido en el emblema de los zakrad.
Poco después, los verdugos sacaron los brazos de Chátillon del amasijo de cadenas que los sujetaban y se los separaron para clavarle las manos. Los mamelucos estaban cada vez más nerviosos. Tughril los había dispuesto en círculo en torno a Saladino y
la estela funeraria. Los guardias formaban un cordón tan apretado de cimitarras y lanzas que quien tratara de franquearlo padecería un infierno de hojas aceradas.
Se escuchó una inspiración profunda, seguida inmediatamente de un silbido horrible: el del metal hundiéndose en la madera. Chátillon no había despegado los labios.
Los sarracenos exultaban.
—¡Sufre! —gritaban—. ¡Retuércete de dolor! ¡Sufre más! ¡Sufre siempre!
La vigilancia se había relajado ligeramente, y Montferrat, Plebano de Boutron y Unfredo IV de Toron se acercaron a Morgennes. En otras circunstancias, este lo hubiera encontrado más bien chusco, porque Unfredo de Toron era conocido por su cobardía —que por otra parte no negaba ni trataba de ocultar— y evitaba la compañía de los audaces. Los tres caballeros se esforzaban en adoptar un aire tan tranquilo como podían, pero sus sonrisas eran crispadas y en sus rasgos se reflejaba la tensión.
Guillermo de Montferrat dio unos pasos ante Morgennes, lo buscó con la mirada y, cuando lo hubo encontrado, desanudó su pañuelo. El chal de seda se deslizó de su cuello y cayó al polvo. Luego Montferrat bajó la cabeza, como si esperara algo, mientras sus labios articulaban un padrenuestro silencioso.
De pronto, un brusco movimiento de la multitud tuvo lugar del lado de la estela. Un franco de unos treinta años («¡Unfredo de Toron!», constató Morgennes, estupefacto) escalaba el andamiaje, con una decena de mamelucos tras sus talones.
—¡Huid! —exclamó entonces Montferrat, dando un empellón al primero de los mamelucos que vigilaban a Morgennes, mientras Plebano de Boutron sujetaba al segundo.
Inmediatamente Morgennes se inclinó, cogió el pañuelo y huyó, aprovechando la aglomeración y la oscuridad para desaparecer. Montferrat lo vio escapar y no pudo evitar una última sonrisa antes de que los mamelucos se abalanzaran sobre él.
¡Que mi doctrina chorree como la lluvia, que mi palabra gotee como el rocío,
como el aguacero en la hierba tierna, como la llovizna en la pradera!
Deuteronomio, XXXII, 2
El campamento de Saladino se extendía en un espacio de más de media legua entre Tiberíades y Kafr Sebt. Morgennes ascendió por la pendiente en el interior de la depresión y luego bajó la colina. Corrió, primero a cuatro patas, como un animal, magullándose las manos y los pies con las rocas, y luego se incorporó. Después de alcanzar el refugio de un bosquecillo, se detuvo cerca de un olivo y se enrolló el pañuelo negro en torno a la cabeza. Parecía un beduino.
Sus ropas estaban sucias y manchadas de sangre, con multitud de agujeros que dejaban ver su piel morena, tostada por el sol La huida había despertado en él recuerdos dormidos desde hacía mucho tiempo. Su infancia. Los juegos con su hermana, las partidas de escondite en la montaña, las carreras en la nieve, el viento helado sobre sus rostros, sus dedos entumecidos por el frío, los copos en su pelo, en sus ojos, en sus bocas, muy abiertas. En su boca, muy abierta... De hecho, no era el Morgennes adulto quien había corrido, sino el Morgennes niño. Había corrido como en otro tiempo había huido, al otro lado del río, hacia la capilla y el bosque... Antes de aquella carrera, no recordaba siquiera haber tenido una infancia. Como Ulises, aquel primo lejano que lo había precedido en la peregrinación, Morgennes había provocado la furia divina. Una maldición había borrado en parte su memoria. Desde entonces permanecía como un náufrago en Tierra Santa, condenado a seguir lejos de su hogar hasta que una mano caritativa lo devolviera allí.
¿Pero había en algún lugar una Penélope, un Telémaco? Ya no lo recordaba. En realidad, ni siquiera recordaba haber olvidado. Para él solo existía la prisión del presente.
Todo lo que Morgennes sabía de su pasado era o reciente o muy antiguo. Pero había olvidado hasta las razones de su ida a Tierra Santa, sus primeras hazañas —aunque se las hubieran relatado en más de una ocasión— y todo lo que hace que un hombre haya vivido. Morgennes se sentía, sin duda, con un pasado, con una historia, pero ¿era la suya? Si hubiera sido la de otro, no habría visto ninguna diferencia. En cierto modo, había nacido hacía menos de un año. Cuando lo habían nombrado guardián de la Santa Cruz. Otros caballeros del Hospital habían soñado con ser elevados a esta función. Él no. Él no era un político suficientemente hábil, y nunca se había encontrado a la cabeza de esa casta. Había gente que velaba por él, amigos. Gente que pensaba bien de él, que conocía su historia, las pruebas que había soportado, las hazañas que había realizado, la maldición que lo había golpeado. Otros, al contrario, estaban celosos de su persona, lo querían mal. Morgennes los irri-taba: parecía indiferente a todo. Pero lo que en unos suscitaba exasperación, en los otros despertaba estima. Era como si el mundo, al entrar en contacto con él, se dividiera en dos. Estaban los que lo encontraban modesto y los que lo encontraban orgulloso. Estos decían que a menudo era triste y aquellos opinaban que estaba casi siempre alegre. Los que consideraban que se preocupaba poco por los demás se enfrentaban a los que alababan su capacidad de escuchar. Estos resaltaban su calma y su dominio de sí mismo. Aquellos deploraban su cólera y su impertinencia.
En el año de gracia de 1186, el maestre del Hospital, Roger des Moulins, había reunido a su consejo privado. Se trataba de saber qué hermano debería reemplazar al noble y buen hermano Montillet, guardián de la Vera Cruz, muerto en el combate. Se había mencionado el nombre del hermano Morgennes, lo que había dado lugar a una agitada discusión.
—¡Es un individuo insulso, os digo!
—¡Pues yo creo que tiene una fuerte personalidad!
—¡Es un insolente!
—¡Siempre se muestra muy respetuoso! —¡No deja de discutir!
—¡Nunca habla demasiado, y siempre lo hace acertadamente!
Le encontraban innumerables defectos que compensaba un tesoro de virtudes. Valiente, audaz, eran calificativos que se repetían con frecuencia. Tímido, indeciso, también.. Se sorprendían de que fuera hospitalario. Se discutía entonces sobre los rasgos de carácter que debía poseer un caballero del Hospital. Y todos coincidían en que debía reunir las tres virtudes propias de un buen monje, es decir, obediencia, pobreza y castidad; así como las de un buen caballero: lealtad, coraje y prudencia.
Hecho rarísimo, la discusión había acabado con altercados y gritos, a los que Roger des Moulins había puesto fin al declarar:
—Lo que es seguro es que al hablar demasiado de él, cualesquiera que sean sus méritos o sus defectos, nos perdemos. Lo que debe retener nuestra atención no es el noble y buen hermano Morgennes, sino Cristo, los pobres, los enfermos, la Santa Cruz, al servicio de los cuales estamos. Tengo la impresión, al escucharos, de que no habláis del mismo hombre; y no consigo saber cuántas personas es Morgennes. ¿Es dos, uno bueno y el otro malo? ¿Es muchos más que dos? Lo que es seguro es que, al querer delimitarlo demasiado bien, uno pierde la razón. Este debate me entristece, y nos aleja de nuestro tema: ¿el noble y buen hermano Morgennes es o no es digno, en vuestra opinión, del cargo de «apóstol» tal como nosotros lo entendemos?
De nuevo hubo discusiones para saber qué calificaciones debía tener quien era elevado a ese rango. ¿Debía poseer un temperamento fogoso y brutal, como Rolando de Jourdain, o debía ser, al contrario, dulce y piadoso?
El maestre del Hospital había zanjado la cuestión.
—Siendo noble Morgennes, y puesto que estamos de acuerdo en que sabe combatir y cabalgar muy bien, le confiaremos la guardia de la Santa Cruz. Id a buscar al hermano Morgennes a fin de que sea informado del honor que se le hace.