Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
¡Y la silla estaba vacía!
La rabia, la vergüenza, la cólera, se apoderaron de Morgennes.
El obispo de Acre era la persona hacia la que todos se volvían en caso de dificultad. El obispo desempeñaba la función de un escudo espiritual y mostraba el camino que debían seguir, levantando bien alto la cruz para que todos pudieran verla, en todo momento, en cualquier punto del campo de batalla.
¡La Santa Cruz había caído!
Una ráfaga de viento lanzó al caballo hacia una nube de polvo, y Morgennes se puso a caminar enseguida en dirección opuesta. Rufino debía de encontrarse allí.
El caballero se aventuró en medio de un tornado de ramitas ardientes que se le pegaban a la
keffieh
y amenazaban con inflamarla. Volutas de una humareda negra, tan densa como la pez, se aglutinaron sobre su cota de malla y su escudo, como si quisieran obligarlo a renunciar. Una capa de brasas calentó la sobrecota de malla de sus calzas y le quemó los pies. Pero Morgennes perseveró en su intento, reuniendo todo su coraje y las pocas fuerzas que le quedaban para avanzar. Encontraría al obispo y la cruz y los conduciría de vuelta a su campamento. Por nada del mundo debían caer en manos de los infieles. ¡Por Dios que no cedería hasta conseguirlo!
El aire se estremeció, la tierra se puso a temblar. ¡Se acercaban jinetes! El olor de ramaje y de alquitrán quemados se debilitó un poco. Morgennes se detuvo. Tendría que combatir. Los pliegues de su pesada capa negra flotaban tras él, azotando el aire con vigor y haciendo restallar la gran cruz blanca que la adornaba.
Ante Morgennes, las cortinas de humo negro parecieron apartarse por sí mismas, como dos puertas que se abren ante un huésped de postín.
Alguien se acercaba: un hombre con la cara y las manos rojas de sangre, desarmado, con las ropas desgarradas. Llevaba un vestido escarlata de mangas anchas y un lujoso jubón de cuero bordado de oro. Un crucifijo con piedras preciosas engastadas colgaba de su cuello, un fino estilete de plata pendía de su cinturón y un báculo labrado, que sostenía blandamente con su mano derecha, se arrastraba lastimosamente tras él. Era Rufino, el obispo de Acre. Había perdido su mitra. Aturdido, con la mirada ausente, parecía enajenado. Al distinguir a Morgennes, levantó los brazos al cielo gimiendo. Morgennes exclamó:
—¡Monseñor! ¡Por aquí! Soy yo, Morgennes, guardián de la Vera Cruz...
Ante estas palabras, el rostro de Rufino recobró algo de vida.
—¡Salvadla! —suplicó—. ¡Salvadla, la he perdido!
Morgennes se acercó, buscó la cruz con la mirada, pero no la vio por ningún lado. Sin embargo, por fuerza tenía que...
El obispo seguía avanzando, titubeando como si estuviera borracho, sin prestar ya atención a Morgennes. De vez en cuando tendía la mano hacia el suelo y levantaba un puñado de arena, que enseguida dejaba resbalar entre los dedos, llorando.
—¡En realidad soy yo, yo, quien está perdido! —gritó, levantando un puño rabioso hacia el cielo cubierto de nubarrones.
En el mismo instante la tierra tembló violentamente. Morgennes apenas había tenido tiempo de pasar el brazo izquierdo por las enarmas de su escudo, cuando media docena de jinetes mahometanos surgieron de una nube de polvo, a solo unas varas de distancia.
—¡
Milhi vindicta
! —aulló Morgennes para atraer su atención—. ¡Venganza!
Los jinetes lo oyeron y pasaron galopando a ambos lados del obispo. Morgennes pensó por un momento que tal vez hicieran caso omiso de su presencia. Pero el último jinete de la pequeña tropa cortó, con un amplio sablazo, la cabeza de Rufino, que rodó por la arena. Le había dado muerte sin odio, casi con indiferencia.
No ocurriría lo mismo con Morgennes. La cruz de su escudo lo señalaba como uno de los peores enemigos de Saladino. El formaba parte de esas órdenes de caballeros que eran objeto del más intenso odio por parte de los infieles. Era un soldado de Cristo, uno de esos
milites Christi
que habían jurado defender Tierra Santa costara lo que costase y morir por ella si era necesario.
Su experiencia de combate le había enseñado que no servía de nada precipitarse. De manera que se plantó firmemente sobre los pies, sujetó su escudo con fuerza y esperó pacientemente la carga de los mahometanos. «Muerto por muerto —se dijo (pues esa era su divisa)—, mejor pelear e ir hasta el final.»
Los jinetes se acercaban a galope tendido, y a su estela crecía una nube de polvo donde —detalle curioso— Morgennes vio volar algunos insectos; moscas, avispas o abejas, no hubiera sabido decirlo. Nunca antes había sido testigo de un fenómeno como aquel. Los infieles cabalgaban con aire decidido y sus rostros no revelaban ninguna emoción. Uno de ellos sostenía una lanza, que bajó mientras espoleaba a su caballo. Otros dos blandieron sus arcos y, de pie sobre los estribos, lanzaron una salva de flechas. Las primeras no alcanzaron a Morgennes, pero luego los disparos se hicieron más precisos. Las últimas se clavaron en su escudo, y el lancero se precipitó contra él.
La lanza golpeó a Morgennes con tal violencia que, tras rajar su escudo, lo proyectó cuatro varas hacia atrás. Un dolor vivísimo ascendió por su brazo izquierdo y se extendió por todo su cuerpo. La mano le empezó a temblar. Por suerte había caído sobre el cadáver de un obeso, y la grasa del hombre había amortiguado el impacto. Al ladearse en el último momento, Morgennes había evitado que lo ensartaran como un pollo.
El caballero volvió a levantarse, sin aliento, y cogió la tarja del difunto. Los sarracenos ya volvían al asalto.
Los arqueros giraron en torno a él y lo acosaron a flechazos. Aunque Morgennes no dejaba de moverse, por más que cambiara de paso y de dirección y blandiera su pequeño escudo, los proyectiles pasaban zumbando tan cerca de su rostro que podía distinguir el penacho de plumas negras del extremo.
—Pater noster, qui es in coelis, sanctificetur nomen tuum...
Morgennes empezó a entonar un padrenuestro, lamentando no haber aceptado el sacramento de la extremaunción, que se administraba a los guerreros antes del combate.
Los jinetes caracoleaban buscando el ángulo de ataque ideal. Morgennes, a pesar de su sufrimiento, conservaba aún suficiente fuerza y voluntad para combatir y hacerles pagar lo más cara posible su captura o su muerte.
—... adveniat regnum tuum... —prosiguió, persuadido de que su última hora estaba próxima.
A una señal del jinete que había cargado la primera vez, dos sarracenos se lanzaron contra él con el sable desenvainado. Las hojas brillaban a pesar de la ausencia de luz, y Morgennes retrocedió para mantenerlas en su campo de visión.
—... fiat voluntas tua sicut in coelo et in terra! —se apresuró a terminar, no queriendo morir sin haber acabado su oración.
El primero de los jinetes descargó un golpe que Morgennes paró sin dificultad con su escudo, y el segundo recibió un tajo que le cortó el brazo a la altura del codo en el mismo instante en que se disponía a golpear. Demasiado seguro de sí mismo, había subestimado a Morgennes y no había visto en él más que a un caballero que se acercaba ya a la vejez.
El sarraceno lanzó un grito de dolor que se elevó a los cielos acompañando el sordo ruido del antebrazo al caer en la arena. Su mano, crispada sobre la empuñadura del sable, se contraía, presa de convulsiones.
—Panem nostrum quotidianum da nobis hodie...
Llevados de su impulso, los jinetes se habían alejado. Morgennes aprovechó la circunstancia para deshacer su
keffieh
y secarse la sangre que lo había salpicado, sin perder de vista a sus adversarios. Se preparaba una nueva carga de dos jinetes, uno de los cuales blandía una poderosa maza que hacía girar por encima de la cabeza. Morgennes sujetó la tarja con más fuerza y se agachó ligeramente, preparándose para rodar de costado en el momento en que llegara el golpe. El hombre de la maza hundió las espuelas en los flancos de su caballo y se precipitó contra Morgennes.
En ese momento un sarraceno gritó:
—¡No lo matéis! ¡Atrapadlo vivo! ¡Es un hospitalario! ¡Cincuenta dinares para el que me lo traiga atado de pies y manos! ¡Saladino, jefe de los ejércitos, Espada del Islam, lo ordena!
Los jinetes pararon en seco su carga y se miraron desconcertados. Extenuado, Morgennes apretó la empuñadura de
Crucífera
y se protegió detrás de su pequeño escudo. Habiéndose creído muerto ya hacía unos instantes, no tenía ningún deseo de rendirse y seguía decidido a vender cara su piel.
—... et dimitte nobis debita nostra sicut et nos dimitimus debitoribus nostris...
En ese momento una oleada de dolor lo hizo vacilar. Tenía una flecha clavada en la espalda. La punta había sido especialmente estudiada para horadar las armaduras. El proyectil había atravesado dos capas de la cota de malla y se había hincado en su gambesón de tela acolchada.
Una segunda flecha le pasó por encima, luego una tercera, una cuarta, y fue como si hubieran tocado a rebato. De los seis infieles, cinco estaban indemnes, y juntos se precipitaron contra Morgennes, que en ese mismo instante confiaba su alma a Dios.
—... et ne nos inducas in tentantionem, sed libera nos a malo. Amen.
Había acabado. Podía morir.
Morgennes se sintió desfallecer. Tenía la sensación de que su corazón estaba a punto de estallar. Le dolían las articulaciones, le temblaban las rodillas, sus manos ya no tenían fuerza, su vista se nublaba. Quiso tragar, pero ya no tenía saliva.
«Se acabó —pensó, agotado—. ¿Puedo decir tan solo que he vivido bien?»
Más allá del sarraceno que cargaba, una nube de insectos se agitaba dispuesta a caer sobre él. Entonces un trazo luminoso hendió el espacio y atravesó el pecho del infiel. Durante un instante, Morgennes tuvo la impresión de que el tiempo ya no existía, de que ya no había sonidos, olores ni sufrimiento. Finalmente, como el mar que ataca de nuevo la costa con la marea alta, la vida volvió, ruidosa y colérica. La nube de insectos se disipó, y el infiel —cuyo caballo acababa de encabritarse— cayó de la silla, muerto, con una lanza sarracena atravesándole el cuerpo.
Un hombre se acercó al pequeño grupo formado por los cinco jinetes. El sarraceno, montado en una yegua blanca, los miró fijamente, hirviendo de cólera.
Su fino bigote lo señalaba como una persona distinguida; su vestimenta —un brial cortado en un tejido de brocado azul, un par de botas equipadas con espuelas de oro y un tocado de seda bordada con centenares de perlas pequeñas— revelaba a un per-sonaje noble; su espada, una magnífica cimitarra con joyas engastadas en la guarda, encajada en un cinturón adornado con hilo de oro, indicaba que se trataba de un
muqaddam
, es decir, uno de los jefes del ejército sarraceno. La túnica que vestía estaba manchada de sangre en algunos lugares, pero no tenía ningún desgarrón, como si la mano de Dios (o de Alá) se hubiera interpuesto entre él y sus adversarios.
El recién llegado, que manejaba una lanza parecida a la que el sarraceno acababa de recibir en mitad del pecho, hizo trotar a su montura en dirección a Morgennes mientras decía a los jinetes en tono firme:
—Este hombre es mío, ya que vosotros no lo queréis. Saladino, que Alá lo guarde, ha pedido que se detenga la matanza y que se hagan prisioneros. Si Saladino, honor del Imperio, ornato del islam, lo pide, no seré yo, su sobrino, su humilde servidor, quien decida otra cosa. ¡Y vosotros debéis obedecerme, como yo obedezco a Saladino, que a su vez obedece a Alá, del que todos somos esclavos!
Los jinetes bajaron la cabeza sin rechistar, mientras Morgennes se preguntaba qué iba a hacer aquel hombre con él. Ya no se sentía con fuerzas para combatir, solo esperaba que le viniera una idea o que la gracia lo iluminara.
Pero fue el sobrino de Saladino quien, inclinándose desde lo alto de su caballo, le puso la mano en el hombro y le dijo con gran dulzura:
—Ahora puedes rendirte, no tiene sentido continuar.
—Es imposible —respondió Morgennes—. Soy un hospitalario.
—¡Pero tu rey se ha rendido!
—Yo solo obedezco a mi orden.
—Todos los de tu orden han capitulado ya. Eres el último que combate. Incluso tu señor ha depuesto las armas.
—Solo Dios es mi señor —dijo Morgennes—.Y Dios no se rinde nunca.
Entonces, comprendiendo el desamparo de su prisionero, Taqi ad-Din —el más noble de los sobrinos de Saladino— extendió la mano en dirección al campo de batalla.
En aquel momento, como si la naturaleza lo obedeciera, se levantó un viento que expulsó la bruma, la niebla, el polvo y la humareda que envolvía las llanuras y la colina de Hattin, enrojecidas por la sangre. Lo primero que impresionó a Morgennes fue la luna, redonda y pálida. Su forma irregular se recortaba con tanta nitidez por encima del horizonte que podía distinguirse hasta la más pequeña mancha, hasta el menor cráter. Morgennes nunca la había visto así, y aún menos avanzada la mañana.
Luego vio las decenas, las centenas, los miles de soldados, todos cristianos, que los mahometanos habían hecho prisioneros. Morgennes divisó igualmente los estandartes del rey de Jerusalén, los de innumerables casas nobles, así como las banderas del Temple y del Hospital.
Debajo, hombres sentados en fila, con las lanzas y las espadas, inútiles, a su lado, eran encadenados por los soldados de Saladino.
Finalmente distinguió la Vera Cruz. Un infiel la paseaba del revés por el campo de batalla gritando:
—¡Alá es grande! ¡Alá es único! ¡El es el único Dios!
Solamente entonces Morgennes rindió las armas.
Saladino, el rey de los reyes, el vencedor de los vencedores,
es como los otros hombres, el esclavo de la muerte.
Inscripción de un estandarte en la cúspide de la tienda de Saladino.
El día después de la derrota de Hattin, Saladino se encontraba en compañía de su estado mayor y de los más nobles de los prisioneros francos cuando fueron a anunciarle una noticia. Bajo el inmenso toldo de su tienda, tres emires se adelantaron para comunicarle la buena nueva: Nazaret ofrecía la rendición y Tiberíades había caído. Comprendiendo que las huestes de Jerusalén nunca acudirían a socorrerla, Eschiva de Trípoli había capitulado tras cinco días de resistencia. La condesa había abandonado el precario abrigo de su castillo con sus allegados y sus sirvientes —apenas una cincuentena de personas, entre ellas una docena de combatientes—, y bajo las miradas admirativas y compasivas de los infieles había cogido la ruta de Tiro, esperando encontrar allí a su marido, Raimundo de Trípoli, del que seguían sin tenerse noticias.