Caballeros de la Veracruz (5 page)

Saladino, en su noble papel de restaurador de la justicia en la tierra, se había jurado vengarlos.

De pronto una increíble pestilencia se extendió por la tienda. Tres hombres acababan de entrar. Vestidos enteramente de blanco, los recién llegados ofrecían un vivo contraste tanto con Saladino y su estado mayor, que vestían todos de negro, como con los mamelucos, que llevaban ropas de color amarillo azafrán y bordadas de oro. Aquellos hombres apestaban de tal modo que los francos se taparon la nariz con los dedos, mientras los mahometanos se esforzaban por mantener la compostura. Algunos esclavos de piel mate se apresuraron a doblar el número de pebeteros y los llenaron de mirra y cardamomo.

—¿Por qué este retraso? —preguntó Saladino, aliviado al verlos llegar.

—La cabeza se resistía... —respondió lacónicamente uno de los hombres.

En su voz vibraban extraños chirridos de insecto, que intimaron a los ocupantes de la tienda a guardar un profundo silencio. Lo más curioso de todo eran sus ojos, blancos también, ya que carecían de pupilas.

Seguidamente el hombre mostró a Saladino un cofrecillo de forma piramidal, adornado en los costados con versículos en relieve del Corán. Al parecer, la arqueta se abría haciendo bascular hacia afuera una de las inscripciones. Eso hizo el hombre de blanco, y el cofrecillo se abrió, desvelando el rostro de Rufino.

El obispo de Acre dirigía a los invitados de Saladino una sonrisa boba, como si la locura que se había apoderado de él hacia el final del combate no lo hubiera abandonado, marcando sus rasgos para siempre. La cabeza tenía los ojos cerrados, igual que la boca, con los labios pintados de rojo, lo que resaltaba la palidez de las mejillas. Los francos vieron entonces que el hombre que sostenía el cofre era ciego.

—¿Cómo lo habéis hecho? —le preguntó Saladino, observando a la vez la caja y la cabeza que se encontraba en su interior, estupefacto al ver que el cráneo de Rufino había cabido allí dentro a pesar de su tamaño.

—¿Es una ilusión óptica? ¿Un truco de magia? —preguntó al-Afdal, el hijo menor de Saladino.

De hecho, por momentos le parecía ver cómo los contornos del rostro de Rufino se superponían a los de la arqueta.

—Es un misterio que no estoy autorizado a revelarte —respondió en tono enigmático el portador del cofrecillo, un místico reputado llamado Sohrawardi—. A menos que Saladino, tu padre (¡que la gracia sea con él!), sol de los méritos, sultán de Egipto, de Siria, del Yemen y de Nubia, me lo ordene, claro está...

—Conserva tus secretos —dijo Saladino, apartando la mano de su hijo del cofrecillo—. Que cada cual se ocupe de sus asuntos. Yo, de los hombres y de todo lo que se encuentra en la superficie del mundo; tú de los demonios y de todo lo que vive y respira bajo tierra.

Sohrawardi inclinó ligeramente la cabeza. Sus cabellos, peinados con elegancia, caían como una fina nieve sobre sus hombros, y su barba, también blanca, larga y untada de pomada, colgaba por encima de la arqueta.

—Gracias, ornato de la nación. Saludo tu sabiduría y aclamo tu grandeza de espíritu.

—Tu clarividencia me honra —repuso Saladino.

Sohrawardi le dirigió una amplia sonrisa, que descubrió una boca de dientes estropeados en la que faltaban la mitad de las piezas. El místico inclinó apenas la cabeza con aire de entendimiento. Ni Saladino ni él se llamaban a engaño.

En efecto, al contrario que Saladino, que era suní, Sohrawardi era de obediencia chií. El místico estaba persuadido de que el Corán tenía un sentido oculto, y trabajaba para descubrirlo. Pretendía reverenciar a los verdaderos imanes —y entre ellos el primero era Alí, el yerno de Mahoma—, apartados de la sucesión del Profeta por mentirosos y ambiciosos, ávidos de poder. No era raro que algunos chiíes entre los más sabios practicaran la astrología.

O peor aún, la nigromancia, como era el caso de Sohrawardi. A Saladino no le gustaba recurrir a hombres como aquellos.

Había entablado incluso una guerra feroz contra ellos. Pero en el combate que oponía a los cristianos, frente a una potencia como la de la cruz, había tenido que contemporizar. Había aceptado, pues, no hacer decapitar a Sohrawardi y a algunos de sus seguidores a cambio de sus servicios. Después de hacer que les saltaran los ojos, Saladino había ordenado que arrojaran a esos magos a las mazmorras de El Cairo, de donde los sacaba en ocasiones, cuando partía al combate.

Saladino sabía que eran peligrosos. Y, para mantenerlos bajo control, utilizaba ese sabio equilibrio entre bondad y crueldad que lo caracterizaba. Nunca los llevaba a todos juntos consigo, sino que prometía a los cautivos de El Cairo que ordenaría ejecutar a los que lo acompañaban si ellos no se comportaban como debían. Luego decía lo mismo a estos últimos, amenazándolos con mandar degollar a sus prisioneros si desobedecían. Aquella situación repugnaba a Saladino, que estaba decidido a hacerlos decapitar a todos una vez que hubiera concluido su misión: devolver Jerusalén al islam y librar a Tierra Santa de los francos. Por eso la captura de la Santa Cruz y la victoria de la víspera en Hattin lo alegraban tanto. Se acercaba el día en que por fin podría deshacerse de los brujos chiíes.

Y Sohrawardi lo sabía.

De todos los magos de Saladino, él era el más poderoso y el más temido.

Sohrawardi había nacido en Ispahan de la unión de una mujer y un macho cabrío, algo repugnante e insensato que, sin embargo, muchos relataban como un hecho cierto. Según decían, de ahí provenía su constitución excepcional, su superior resistencia a las enfermedades y los venenos, y aquella capacidad para no envejecer que tantos le envidiaban. De todos modos, los envidiosos se consolaban diciéndose que esas ventajas iban a la par con un desarreglo de las glándulas sudoríparas que lo hacía sudar de forma abundante y exhalar la pestilencia de su padre.

Sohrawardi no tenía edad. Aunque su barba y sus cabellos fueran blancos y su cara tuviera arrugas, había algo extrañamente joven en él. Algunos le atribuían una edad aproximada de ciento sesenta años, arguyendo que había seguido las enseñanzas de Avicena en Hamadan; otros pretendían que esas cuentas no eran co-rrectas y afirmaban que había sido discípulo de Farabi, maestro de Avicena... Otros, en fin, más aventurados, se remontaban hasta Yehuti, portavoz y archivero de los dioses, y aseguraban que él era el único auténtico maestro de Sohrawardi.

Pero todos coincidían en reconocer que ningún otro mago sabía invocar a los yinn y someterlos mejor que Sohrawardi.

La leyenda explicaba que Sohrawardi había forzado al rey de los yinn a revelarle las palabras de poder que permitían hacer temblar la tierra, inflamar el aire, secar una fuente o emponzoñarla, lo que le había valido el sobrenombre de señor de los yinn.

Se murmuraba también que sabía hacer hablar a los muertos y deseaba el retorno de Ahrimán, el dios persa del Mal, aunque aquello no se había probado.

En cualquier caso se lo temía más de lo que se lo respetaba, y Saladino nunca lo dejaba solo: los dos hombres que se mantenían a su lado eran dos de sus más feroces mamelucos, y uno de ellos era el hijo de Tughril, su propio guardia de corps. Para hacerlos insensibles a cualquier posible sortilegio, les habían reventado los tímpanos, y para inmunizarlos contra el espantoso olor de Sohrawardi, habían destruido, por medio de brebajes y filtros, su sentido del gusto y del olfato.

—¿Está todo listo? —preguntó Saladino.

Sohrawardi asintió con una pequeña sonrisa de satisfacción. Visiblemente, el cofre había reclamado toda su atención, y parecía contento del resultado.

—Pues vamos.

Cuatro mamelucos rodearon al sultán, mientras un quinto, el famoso Tughril, un coloso, se dirigía hacia la salida. Tughril era el más importante de todos los esclavos de Saladino. Era su
jandár al-Sultdn
, es decir, el jefe de su guardia, que por entonces contaba con más de tres mil mamelucos. Sus funciones incluían ser la «sombra» del sultán y precederlo en cada uno de sus movimientos para asegurarse de que el camino estaba libre. Era tan importante que Saladino lo había ennoblecido: a su muerte Tughril podría ceder el título a su hijo, quien, por su parte, no podría hacerlo a menos que fuese, a su vez, ennoblecido.

Los mamelucos mantenían una mano en la empuñadura de sus sables, sostenían una lanza en la otra y velaban por que nadie se acercara a Saladino.

Les seguían Sohrawardi y sus dos guardianes; después el estado mayor del sultán, que estaba compuesto esencialmente por el emir Darbas al-Kurdi, que tenía el mando de la
al-Halqa al-Mansúra al-Sultániyya
—la guardia particular de Saladino, formada por una cincuentena de jinetes curtidos—¡Moisés Maimónides, que era el médico personal del sultán; Ibrahim al-Mihrani, el
síláhdárdn
de Saladino, es decir, su escudero; Ibn Wásil, a la vez estratega, táctico y ayuda de campo, y el cadí Ibn Abi Asrun, que se ocupaba de todos los asuntos judiciales, civiles y religiosos del reino. Seguían toda clase de individuos a los que los francos vieron salir por primera vez de los rincones más oscuros de la tienda: mamelucos, muqaddam y emires diversos. Y cerraban la marcha mujeres vestidas con un simple taparrabo —cuya piel, frotada con grasa, olía a almizcle y brillaba en la penumbra—, que llevaban bandejas con ja-rras y vasos para ofrecer de beber a los invitados.

Abu Shama se acercó a Guillermo de Montferrat.

—Saladino me ha encargado que os escolte en la fiesta de esta noche —le dijo—. Os serviré de guía y de intérprete...

Y se inclinó, llevándose una mano al pecho.

Pero Gerardo de Ridefort, que sentía simpatía y admiración por el Lobo de Kerak, cogió a Abu Shama del brazo y, señalando a Chátillon, que agonizaba en un rincón de la tienda, le preguntó:

—¿Y él? ¿Qué le ocurrirá? ¿Saladino lo abandona a sus panteras?

Porque, en efecto, Majnun se había acercado y sorbía a lengüetadas los charcos de sangre que empapaban las alfombras, ahora de color escarlata.

—Mi padre ha dado órdenes —intervino al-Afdal—. Ha dicho que lo haría crucificar. Hará honor a su palabra, podéis estar seguros...

—¡Vamos! ¡Debemos apresurarnos! —cortó Abu Shama, que se impacientaba en la entrada de la tienda.

Guillermo de Montferrat tuvo un instante de vacilación. Buscó con la mirada a la joven que acababa de danzar para ellos y a la que había encontrado tan hermosa. Pero no aparecía por ningún sitio. ¿Se habría evaporado? ¿Habría vuelto al paraíso? Distinguió entonces un pedazo de tela negra que colgaba por encima de un biombo. ¡El pañuelo con el que los había seducido a todos!

Adivinando el objeto de su deseo, al-Afdal le propuso que lo cogiera.

—¡Espero que os traiga suerte!

—Ella es lo más feliz que he vivido desde hace muchos años —dijo Guillermo con un suspiro, anudándose el pañuelo al cuello—. Ni siquiera era feliz antes de nuestra partida de Séforis. Desde la muerte de mi esposa, la tristeza y la melancolía no me han abandonado. Y temo que el espectáculo de este ángel danzando sea mi último momento de felicidad. Quisiera no olvidarlo nunca...

Guillermo de Montferrat suspiró de nuevo, tratando de invocar sus recuerdos. Pero no quería que al-Afdal comprendiera la naturaleza de su turbación, porque aquella joven le recordaba a alguien...

3

Por el nombre se conoce al hombre.

Chrétien de Troyes, Perceval

Habían sacado a Morgennes del cercado y dos mamelucos lo habían conducido luego a la cima de la colina de Hattin. Desde aquella altura, el caballero observó un extraño corredor de seda que, ondulando al viento, subía hacia él desde la llanura. La doble muralla estaba formada por una sucesión de telas cosidas entre sí, donde se representaban, bordados en hilos de oro, los más célebres episodios de la vida del rey de reyes, toda una serie de conquistas hechas en nombre de Alá por un kurdo: Saladino. En una de las páginas, Morgennes descifró cómo Saladino había crecido junto a su padre, Ayyub el Orgulloso, y su tío, Sirkuh el Voluntarioso; otra reflejaba la muerte del atabek de Alepo, Nur al-Din, en nombre del cual Saladino y los suyos habían conquistado Egipto; más lejos, Saladino testimoniaba su simpatía a la familia del difunto, y en otro lugar el sultán deponía y luego reemplazaba al último califa de El Cairo. Finalmente, la nación mahometana rendía homenaje a Saladino por ser el primero que había conseguido unificar Egipto y Siria, cogiendo de hecho en una tenaza al pequeño reino franco de Jerusalén. A punto de cumplir los cincuenta, el rey de los reyes, el vencedor de los vencedores, soñaba con incluir allí su página más bella: Jerusalén devuelta al islam.

Morgennes tenía la impresión de encontrarse en la última página de un libro inmenso, desplegado para permitir que sus héroes descendieran a recorrer el mundo. En comparación con la vida del sultán, la suya no era más que una puntada, un encaje con más vacíos que llenos. Recordaba vagamente haber estado en Egipto en la época en que Saladino realizaba sus hazañas, y buscó con la mirada el inicio del libro de seda. Los soldados alineados a lo largo de aquel relato gigantesco parecían prolongarlo hacia el exterior, como si las imágenes que el artista no había tenido derecho a representar —al prohibir el islam la representación de la vida— apa-recieran dibujadas en el exterior. Esta impresión se veía reforzada por el hecho de que las telas, hinchadas por la brisa, se enrollaban en torno a los sarracenos y parecían querer absorberlos de nuevo. En suma, la historia los reclamaba. Inclinándose ligeramente, Morgennes pudo ver una tienda inmensa donde ondeaba un estandarte adornado con una inscripción ilegible a aquella distancia. Debía de ser la de Saladino. Luego un mameluco lo obligó a volver a su lugar, en el extremo del corredor de seda. Morgennes podía oír, a uno y otro lado de las colgaduras, cómo la multitud se apretujaba, impaciente y llena de murmullos.

Morgennes se preguntó qué querrían de él. ¿Tal vez hacerlo figurar también en una de las páginas de la vida de Saladino? Esbozó una sonrisa amarga y, como lo habían despojado de sus cadenas, se pasó las manos por las pantorrillas, allí donde habían pesado los hierros.

Observó el campo de batalla y sus innumerables cadáveres, las hogueras donde quemaban a los muertos, las pilas de túnicas, armas y armaduras. Espadas y cuchillos acompañaban a un caos de lanzas no lejos de un montón de mantos y escudos, todos con las armas del Temple y del Hospital. Más allá se veían cotas de malla, garnbesones de cuero, bragas y camisotes, cascos, bacinetes, una montaña de sillas y estribos, una miríada de arneses: ruina del ejército de Dios.

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