Caballeros de la Veracruz (36 page)

Trataron de reagruparse, pues, en torno a su jefe, cuya espada distinguían detrás de la reja del castillo. Parecía, por otra parte, que los esfuerzos conjugados de Tughril y de algunos sarracenos acabarían por dar resultado, ya que la reja se levantó a una altura de varias manos, permitiendo a un primer soldado del Yazak deslizarse del lado de Taqi.

Casiopea y Morgennes llegaron justo en el momento en que Reinaldo de Chátillon, Wash el-Rafid y los maraykhát salían de la sala principal para enfrentarse a los hombres del Yazak.

Mientras Kunar Sell causaba estragos descargando golpes con su gran hacha danesa, Wash el-Rafid apuntó a Taqi y apretó el disparador de su ballesta. Un silbido rasgó el aire: alcanzado en el brazo, Taqi había soltado a
Crucífera
. La espada, al saltar, había perdido su brillo, pero había resplandecido lo bastante para atraer la mirada de Morgennes.

—¡Por aquí! —gritó a Casiopea, mostrando a
Crucífera
.

—¡Por allí! —respondió ella, señalando a Taqi, que palidecía con una rapidez anormal.

—¡El veneno de los maraykhát! —exclamó Morgennes—. ¡No hay tiempo que perder!

Aprovechándose del tumulto y del hecho de que sus ropas los disfrazaban a ojos de los templarios, Morgennes y Casiopea se precipitaron hacia Taqi, que se desplomó sobre su silla y cayó luego pesadamente al suelo. Casiopea se inclinó sobre su primo.

—¡Hay que ponerlo a resguardo! —gritó a Morgennes.

Desesperado por tener que renunciar a
Crucífera
, Morgennes cogió a Taqi en brazos y lo llevó hacia la entrada de los calabozos. Casiopea, mientras tanto, miraba a la yegua de Taqi, rodeada por todos lados de asaltantes. El gran caballo blanco galopó coceando, derribó a los hombres y se encabritó ante ellos antes de caer con el vientre abierto por un poderoso hachazo.

—Adiós, Terrible —dijo Casiopea—. ¡Que Dios te proteja, lo necesitarás!

Luego siguió a Morgennes, cerró la puerta tras ellos y la atrancó con su arma, atenta a los ruidos del combate.

De la veintena de soldados del Yazak cogidos en la trampa de la barbacana, la mitad habían podido pasar al patio del castillo. Allí combatían con sangre fría, algunos sosteniendo dos grandes escudos tras los que un camarada armado con un arco lanzaba una andanada de flechas. Su objetivo era la sala principal. Los hombres se dirigían hacia allí a paso de carga, esforzándose en moverse como un cuerpo compacto.

Para darse ánimos, se comunicaban el número de adversarios que habían abatido y la posición de los que los reemplazaban; y por el aire volaban como disparos enjambres de cifras: «¡Tres!» y «¡Cuatro!», seguidos de «¡Cuidado, a la izquierda!», «¡Cuidado, a la derecha!». Aquellas palabras les infundían nuevo coraje, y Tughril descargaba su espada redoblando los golpes contra los yelmos de los templarios, hendiendo cráneos, reventando bacinetes, perforando cotas de malla y abollando escudos.

Los soldados atravesaron la gran sala, dejando en ella a un buen número de los suyos, y alcanzaron la barbacana. Una vez que se hallaron en la habitación desde la que se manejaban los rastrillos, comprobaron con horror que estos ya estaban abiertos. Habían querido procurarse una salida, ¡pero los templarios habían permitido que los compañeros que habían quedado en el exterior pudieran entrar!

Reagrupando sus fuerzas, sin perder el ánimo, los hombres de Taqi bloquearon las cadenas de los rastrillos en posición elevada y, con la ayuda de sus armas, abrieron un camino de vuelta.

Pocos de entre ellos sobrevivirían, y lo sabían. Pero eso no les impedía combatir heroicamente, porque se habían preparado para morir como mártires para los que, según decía el Profeta: «El golpe de un arma es menos temible que la picadura de una hormiga, y más deseable que el agua dulce y fresca en un ardiente día de verano».

Por eso, cuando vieron adelantarse hacia ellos al terrible Reinaldo de Chátillon, montado en Sang-dragon, muchos se lanzaron al combate pensando en el demonio. Su presencia era a la vez insólita y horrible. Tughril fue el primero en abalanzarse sobre él, pero Reinaldo lo mató con un poderoso mandoble, que hendió a la vez su escudo y su brazo, antes de partirlo en dos.

—¡De parte de Sohrawardi! —exclamó, y se lanzó contra otro adversario.

Morgennes había anudado un trozo de
keffieh
en torno al brazo de Taqi, cuyo estado, por fin, se había estabilizado. Luego, un par de vigorosas bofetadas asestadas por Casiopea ayudaron a su primo a recobrar el conocimiento. Taqi los había observado sin comprender. Entonces le explicaron lo que había ocurrido. Cada uno de ellos ardía en deseos de hacer preguntas a los otros dos, pero no tenían tiempo para aquello. Los tres cómplices habían decidido salir de los calabozos e ir a apoyar a sus camaradas. Luego interrogarían a Simón: «¿Quiénes eran esos famosos templarios blancos? ¿Por qué Wash el-Rafid combatía con ellos? ¿Y cómo se explicaba que Chátillon estuviera vivo todavía?». Cuando estuvieron dispuestos, salieron de las mazmorras, bajo la mirada inquieta de Simón, que temía más por Casiopea que por su vida.

El patio del castillo tenía un aspecto propio del fin de los tiempos.

Al lado de Morgennes, el cadáver de un caballo le recordó el campo de batalla de Hattin. Más allá, los cuerpos de los soldados del Yazak y de los templarios, la mayoría con la cruz roja y el manto blanco, se encontraban entremezclados de tal modo que no se podían diferenciar. Sondeando las tinieblas con la luz de su antorcha, Taqi, Morgennes y Casiopea buscaban, cada uno, una cosa diferente.

Taqi iba en busca de Terrible y de supervivientes del Yazak, mientras que Morgennes solo pensaba en
Crucífera
y en la Vera Cruz. Casiopea, por su parte, estaba al acecho. Escrutaba el cielo en busca de su halcón, mientras registraba los menores rincones en sombra para asegurarse de que ningún enemigo se ocultaba en ellos.

Pero no había ni rastro de todo aquello.

—Deberíamos echar una ojeada a la sala principal —propuso Casiopea.

Los dos hombres asintieron. Mientras se dirigían a la escalera, escucharon un relincho tras ellos.

—¡Terrible!

Taqi se puso pálido como un fantasma.

La desgraciada yegua se enredaba las patas en sus entrañas. Al desplazarse se movía con una torpeza que provocaba lástima. Al ver a Taqi desde el lugar donde se había tendido para morir, el animal se había levantado para acercarse a él. Pero su encuentro sería de corta duración. Cada paso de la yegua era una tortura que, si bien aceleraba su agonía, la hacía sufrir un poco más.

—¡Terrible! —exclamó su dueño, conteniendo un sollozo.

Taqi se acercó a la yegua, le puso la mano en la frente y hundió los dedos en sus crines. El animal tenía los ojos húmedos y parecía suplicarle algo; mientras frotaba su cabeza contra la de su amo, lamiéndole la cara con la lengua ensangrentada y cubriéndolo de besos con sus labios lastimados.

Sin dejar de acariciar a Terrible ni de hablarle al oído, Taqi cogió con su mano libre un largo puñal de hoja curvada que llevaba a la cintura y, con un rápido gesto, le cortó la garganta. La yegua se desplomó sobre sus patas delanteras, luego sobre las traseras, se levantó con un brinco furioso y murió.

Taqi ya no se movía. Se había arrodillado junto al cuerpo de Terrible y recitaba una oración. Morgennes y Casiopea lo escucharon en silencio.

Cuando hubo terminado, se dirigieron a la sala de los caballeros.

En un rincón, Femia lloraba a lágrima viva, apretando a Babucha contra su pecho. Al olfatear a Morgennes, la perra corrió hacia él para hacerle fiestas. Morgennes se dio cuenta entonces de que el animalito estaba cubierto de sangre, aunque no tenía herida alguna. Aquella, por tanto, no era su sangre: era la de Femia, que había recibido una puñalada en el pecho.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Morgennes, mientras Casiopea trataba de ayudarla.

—¡Han muerto, o se han ido, todos! —respondió Femia sollozando.

—¿Y Masada? ¿Y Yahyah?


Yallah!
—exclamó Femia, haciendo un gesto con la mano.

—¿Dónde? —insistió Morgennes. Femia señaló a la perra.

—Ella lo sabrá. Ella te conducirá hasta ellos. Pero hay que apresurarse...

—¿Se han ido con la Vera Cruz?

—No. Reinaldo de Chátillon se ha apoderado de la cruz... ¡Morgennes! ¡Llévame contigo! ¡No me dejes sola!

—Estoy aquí, estoy aquí —dijo Morgennes, apretándola contra su pecho...

—¿Se han llevado un cofre en forma de pirámide, con una cabeza en su interior? —preguntó Casiopea.

—Mi marido la cogió —respondió Femia—. Y a
Crucífera
también... Y a Yahyah... Han ido a donde él va siempre, al desierto, al este... Donde paga sus remedios a precio de oro...

—¿Dónde es eso?

—En el oasis de las Cenobitas. Babucha, lo encontraréis gracias a Babucha. Ella seguirá la pista del niño, siempre la llevaba en brazos. ¡Pero daos prisa, porque lo matará!

Durante un breve instante, la mujer cerró los ojos. Morgennes creyó que había muerto. Se levantó, pero Femia lo sujetó.

—¡Morgennes, llévame! ¡No quiero quedarme aquí! Toma...

Con mano temblorosa, Femia se sacó de los dedos, de las manos, del cuello, la joya en forma de palmera y todas las que los hospitalarios le habían dado como compensación por la compra de Morgennes.

—Cógelas —dijo—. No las pierdas... Sobre todo, di a mis hermanas que lamento haberlas dejado...

Un estertor la obligó a callar. Morgennes cogió las joyas, la levantó y la llevó al patio.

Había caído la noche.

Taqi había sacado de las cuadras una decena de caballos, entre los que se encontraba Isobel.

Morgennes miró a Femia. Estaba muerta. Esperó un poco, como resistiéndose a abandonarla; luego la depositó en el suelo y volvió a ponerle todas sus joyas, con excepción de la palmerita, la única que ya tenía en Damasco. A continuación fue a buscar a Simón y lo obligó a cavar varias tumbas. Cuando hubo acabado de enterrar a Femia, Tughril, Terrible y los otros, Morgennes tomó al joven templario bajo su protección; Simón había prometido que se mantendría tranquilo y que les diría todo lo que quisieran saber.

Pero la información más importante la proporcionó Taqi. Morgennes dudaba entre seguir a la perrita, que parecía querer ir al este, y perseguir a los templarios, cuyo rastro apuntaba al sur y a Jerusalén. Taqi lo disuadió de perseguir a Chátillon.

—¿Por qué? —preguntó Morgennes.

—Porque él no tiene la Vera Cruz.

Libro III

Memento finis

(«Piensa en tu muerte»; «Piensa en tu fin»)

Divisa de los templarios

19

La Verdad ha llegado, el error ha desaparecido. ¡El error debe desaparecer!

Corán, XVII, 81

Galopando sin tregua ni descanso, agotando a sus monturas, cubrieron a la velocidad de los yinn distancias extraordinarias. No se dirigieron hacia oriente ni hacia el mediodía, sino hacia el norte, conforme a las indicaciones de Taqi.

—¿Sabes? —le había dicho a Morgennes—, mi tío (la paz sea con él) nunca hubiera corrido el riesgo de confiarme lo que vosotros, los
dhimmi
, llamáis la Vera Cruz. No porque en mis manos pudiera correr un peligro mayor que en las de otro, sino porque pensó que era preferible ponerla a resguardo de todas las manos, fueran cuales fueran.

Morgennes le preguntó entonces dónde había escondido Saladino la Santa Cruz.

—No debería decírtelo, pero, como me has salvado la vida, te responderé: nunca se ha movido de su sitio. Por otra parte, mi tío pronto volverá a buscarla...

—¿Qué quieres decir con eso?

—Sencillamente lo que acabo de decir: nunca se ha movido. Y, como te he prometido, te conduciré hasta lo que vosotros llamáis la Vera Cruz.

Morgennes, irritado por la manía de Taqi de llamar a los cristianos «vosotros», le espetó con cierta brusquedad:

—¿Qué diferencia estableces entre «la Vera Cruz» y lo que «nosotros» llamamos la Vera Cruz?

—Es bien evidente —respondió Taqi—.Vosotros, los
dhimmi
, inventáis cerraduras para casas que no tienen puertas y, cuando alguien llega con una llave falsa, os extrañáis al ver que se abren.

—¿Podrías, por favor, ser un poco más claro?

—Es muy sencillo. La cruz truncada que os arrebatamos en Hattin se componía de dos partes: el relicario y el travesaño en que Jesucristo fue crucificado. Yo partí con el relicario, y el travesaño se quedó en Hattin. Después no resultó muy difícil colocar un pedazo de madera de sicómoro en el interior del relicario y engañar a los pocos templarios que quedaban, felices por tener una buena excusa para rendirse. Fue un juego de niños. Como decimos nosotros: «Muchas astucias valen más que una tribu». Pero todo esto solo fue posible porque el Altísimo así lo quiso, ¿comprendes,
dhimmi
?

Morgennes comprendía. Sí, comprendía perfectamente. Sin saber muy bien por qué, redujo el paso y dijo a Taqi:

—Deja de llamarme
dhimmi
. Sabes muy bien que he renegado de mi fe para abrazar la tuya...

—¿Sabes lo que decimos nosotros? —replicó Taqi—. «Besa la mano que no puedas morder.» Tengo un gran respeto por ti,
dhimmi
, pero no me pidas que crea en tu conversión. Tal vez hayas conseguido engañar a los míos, tal vez hayas conseguido engañar a los tuyos y tal vez hayas llegado a engañarte a ti mismo, pero a mí no me has engañado. No he olvidado tus palabras,
dhimmi
: «Dios no se rinde nunca». Eras tú quien tenía razón. Tu Dios no se ha rendido: ¡os ha abandonado!

Dicho esto, se alejó en compañía de Casiopea, dejando a Morgennes con Simón.

—¿Qué ha querido decir? —preguntó este.

Morgennes le dirigió una mirada glacial.

—Solo esto: la Vera Cruz nunca ha salido de Hattin.

Simón reprimió un escalofrío, como si volviera a ver pasar ante él días enteros consagrados a la adoración de un falso Dios. En cuanto a Morgennes, de hecho no había respondido a su pregunta, de modo que precisó:

—Noble y buen sire, perdonadme, pero ¿fue sincera vuestra conversión?

—Así lo creía —dijo Morgennes—.Ahora ya no lo sé.

Simón no insistió. E hizo bien, porque Morgennes se encontraba de un humor sombrío. A decir verdad, su conversión a la fe mahometana, aunque sincera en el momento —o, mejor dicho, aceptada, consentida—, tenía algo de artificial. Morgennes se daba perfecta cuenta de ello. Pero ¿qué otra cosa podía hacer, si quería servir a Dios y cumplir su misión hasta el final, si no era renegar de sí mismo? Había traicionado, sí, se había condenado, sin duda, pero lo había hecho por Dios, por Dios únicamente. Aunque debiera pagar el precio.

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