Caballeros de la Veracruz (33 page)

—Mi vida le pertenece ya —había respondido Simón.

—¿Quieres renacer en Cristo? —había preguntado severamente Wash el-Rafid.

—No aspiro a ninguna otra cosa —había confesado Simón, casi sin aliento.

—¡Júralo! —había dicho Wash el-Rafid con fuerza.

Levantando la mano derecha y tendiendo la izquierda, Simón había jurado, como lo hacen todos los templarios, con la mirada firme y severa, «que en la proximidad del combate se armaría de fe por dentro y de hierro por fuera; que sus armas serían su único ornamento; que las utilizaría con valor en los mayores peligros, sin temer el número ni la fuerza de los bárbaros; que toda su confianza estaba depositada en el Dios de los ejércitos, y que combatiendo por su causa buscaría una victoria cierta o una muerte santa y honorable». Finalmente, había jurado llevar a la casa principal del Temple, en Jerusalén, la Santa Cruz en la que tanto había sufrido Cristo. Con terribles imprecaciones se había dado a Dios por segunda vez, y cada vez que Wash el-Rafid pronunciaba una palabra, él la repetía estremeciéndose.

—¡Oh, feliz género de vida en que se puede esperar la muerte sin temor, desearla con alegría y recibirla con confianza! —había dicho Wash el-Rafid en tono imperioso.

—¡Oh, feliz género de vida en que se puede esperar la muerte sin temor, desearla con alegría y recibirla con confianza! —había repetido Simón.

—Ahora: «Levántate y actúa, y que el Eterno sea contigo» —había concluido Wash el-Rafid, citando un versículo de las Crónicas, mientras arrancaba con un gesto brutal la cruz roja cosida sobre el manto de Simón.

Después el emisario del Papa había colocado la mano sobre el hombro del joven para animarlo a levantarse. Simón se había incorporado, algo inseguro, y había mirado a su bienhechor. Entonces le había sorprendido su piel morena. El hombre tenía la fisonomía de las gentes de la región; pero su rostro estaba profundamente marcado, como roído por la enfermedad. Además, una extraña deformación del rostro daba a su boca un aire animal.

—Señor... —había empezado Simón.

Pero no había podido acabar la frase. La emoción lo ahogaba sin que supiera muy bien por qué. Le parecía que su vida había cambiado de rumbo.

De este modo Simón se había unido a las filas de los famosos «templarios blancos». Los miembros de este grupo se llamaban entre sí «templarios de la primera ley» porque se comportaban como los templarios de los orígenes, humildes y sin escuderos, monjes soldados que lo hacían todo por sí mismos y contaban solo con sus propias fuerzas. Eso era antes de que la orden recibiera la cruz bermeja. Antes incluso de que Su Santidad Inocencio II redactara la bula
Omne Datum Optimum
, fuente de tantos beneficios que había excitado los celos de numerosas órdenes monásticas, como las brasas de un fuego que se atiza.

Wash el-Rafid les había dicho: «La Vera Cruz está perdida. Mientras no la hayamos encontrado, mientras vosotros no la hayáis encontrado, imperará la prohibición de llevar la cruz sobre vuestro manto. No olvidéis nunca que sois vosotros quienes estáis a su servicio, y no a la inversa». A lo que los hombres de la unidad de élite del Temple habían respondido con una sola voz, retomando el grito de los primeros cruzados: «¡Cristo vive, Cristo reina, solo Cristo manda!».

Algunos estaban tan exaltados que hablaban de ir a tomar La Meca y Medina si Jerusalén caía algún día, y causar allí tantos estragos que en comparación el infierno sería el paraíso.

La mayoría rehacían la historia, indignándose contra aquellos cruzados de los primeros tiempos que no habían sabido ir hasta el final de su misión y habían partido después de haber liberado Jerusalén, cuando hubiera sido necesario avanzar hasta Bagdad para asegurarse la victoria.

El más loco entre ellos, y el más terrible también, era aquel coloso llamado Kunar Sell, con la cruz roja tatuada en la frente. Simón y él habían ido a Damasco a desafiar la autoridad mahometana. Su misión consistía en comprar un esclavo, un antiguo caballero del Hospital que respondía al nombre de Morgennes. Simón no lo conocía, ignoraba por completo las razones por las que debían «apoderarse» de ese hombre, pero había obedecido sin decir palabra.

Simón era feliz. ¡Por fin!

Unos días después de esta misión, que se había saldado con un fracaso pero les había permitido hacerse con nuevos aliados, una paloma mensajera se había posado sobre el Chastel Blanc. Los templarios de la primera ley —nueve en total, como los primeros «pobres caballeros de Cristo»— habían abandonado inmediatamente la fortaleza para unirse a un batallón de
fidai
destacado de El Khef por el poderoso jefe de los asesinos, Rachideddin Sinan. Algunos beduinos de la tribu de los maraykhát los acompañaban. Juntos habían atacado una caravana encargada de transportar oro por cuenta del Hospital. El estandarte de san Pedro había sido confiado a Simón, lo que era un gran honor. Bajo su yelmo blanco, el templario había enrojecido de placer.

Sin embargo, nunca hubiera creído posible aliarse con mahometanos. Y en cuanto a combatir contra cristianos... Pero su senescal, un hombre revestido con una malla de cadenas y montado en un caballo rojo sangre, les había dicho: «¡Dios lo quiere! ¡Es Cristo quien manda!».

Y habían cargado al grito de «¡Montjoie!».

Simón se había dicho que los hospitalarios debían de haber cometido una falta horrible. Que estaban en el camino del pecado. Sin duda se lo explicarían todo más tarde. El Papa estaba de su lado. No tenía nada que temer. No contento con ser
miles Christi
, se añadía ahora a su persona el
miles sancti Petri
(soldado del Papa). No podía estar equivocado. Dios estaba con él. Simón se esforzó en luchar con todo su odio y sin piedad contra aquellos extraviados, llorando bajo su yelmo, mojando su corta barba de lágrimas mientras diezmaba a los caballeros del Hospital, que preferían morir antes que golpear. Pero se serenaba de nuevo repitiéndose lo que Wash el-Rafid les gritaba cada vez que partían al combate: «Dios borra las faltas de los que combaten por Él». Lo que Simón ignoraba era que se trataba de un versículo del Corán. En el seno de la unidad de élite del Temple, Simón tenía la sensación de alcanzar todo aquello a lo que su alma, su corazón, su sed de aventura y sus fuerzas físicas aspiraban. Ya no había contradicciones ni sufrimientos, solo había una gran alegría exaltante, la impresión de ser único, de vivir un momento histórico. La certeza de que por fin se distinguía de los otros Roquefeuille. Aquí ya no era «Simón el Parco», como lo llamaban en otro tiempo sus hermanos, el que aguantaba menos, el que corría más despacio, el que tenía que dejar de beber o de comer mientras todos continuaban. Aquí era Simón de san Pedro, Simón el Estandarte, Simón el Abanderado, Simón de Roma. Cada día los templarios blancos lo bautizaban con un nuevo nombre, lo que llenaba de orgullo a Simón.

A cambio del oro de los hospitalarios, los asesinos les habían entregado un curioso cofre y a una joven, un rehén que habían capturado en el camino de Bagdad. Se llamaba Casiopea. Pero ¿por qué valía tanto aquella mujer? ¿Para qué la querían los templarios? Simón no lo sabía. Pero no se cansaba de admirar su belleza. La mujer había sido violada y golpeada en numerosas ocasiones. Sin embargo, bajo las equimosis y las señales de tortura, su gracia era una luz que incidía profundamente en él. Simón tenía siempre en su mente la imagen de aquella jovencita de piel morena, de ojos azules y cabellera castaña, que insultaba y mordía en cuanto le sacaban la mordaza y arañaba cuando tenía las manos libres.

Habían dado orden de no perderla de vista y de mantenerla bajo estricta, vigilancia, tarea que Simón se sentía feliz de cumplir cuando le llegaba el turno. El joven templario reclamaba los primeros turnos de guardia. La contemplaba, tendida sobre las losas de una mazmorra, e iba a buscarle una estera de juncos, un cubrecama o un samit oriental, en función de la hora del día, del lugar donde estaban y de lo que tenía a su disposición.

En aquel momento, la mujer estaba encerrada en los calabozos del castillo de La Féve, pues allí se encontraban instalados los templarios blancos. Simón le había llevado una manta y se había excusado por no haber encontrado nada mejor. La bella había hecho una bola con la manta y se la había colocado bajo la cabeza. Nada. Ni una mirada. Entonces, sin decir palabra, Simón había subido a lo alto de la torre donde debía montar guardia. Aquella noche no tendría derecho a verla dormir. ¿Tal vez mañana? ¿Quién sabía cuánto tiempo permanecerían en La Féve? Solo su senescal y el emisario del Papa, a quien habían abierto las rejas del castillo por portar el
vexillum
de san Pedro, parecían saberlo.

Inclinado por encima de las almenas, Simón trató de distinguir, en la luz rasante del crepúsculo, las cumbres del Yebel Ansariya. Debían elevarse al norte, pero no las veía. Tampoco le sorprendió demasiado. Ya hacía cierto tiempo que habían dejado tras de sí los picos nevados del Ansariya, e incluso los del monte Hermón. Su unidad había recorrido en unos días más distancia que la que Simón había franqueado en tres años de aburrida espera en Occidente. Le parecía igualmente que aquellas distancias, atravesadas a una increíble velocidad cambiando varias veces de montura, no eran solo físicas, sino también morales.

En ese momento el chillido de un ave resonó en el cielo. Simón, que seguía protegiéndose los ojos con la mano, la localizó con la mirada. Era un ave de vuelo alto. Su plumaje era de un color azul grisáceo, teñido de pardo, y su envergadura, de la medida de una lanza. ¿Cuántas mudas debía de tener?

Pensó en Wash el-Rafid. El emisario se ejercitaba a menudo tirando a las palomas mensajeras de los ejércitos de Saladino e incluso contra las rapaces. Simón se dijo que haría bien en avisarle.

Pero, cautivado por la belleza de las evoluciones del halcón, no se movió. Siguió observando al pájaro, que aparentemente se limitaba a saludar la caída de la noche. Su grito le decía algo, le recordaba a alguien. Sí, él ya había oído aquella llamada, como una queja, como un grito de dolor, un gemido... Entonces tuvo una inspiración: era el pájaro que volaba por encima de la fortaleza de El Khef, feudo de los asesinos.

Simón lo había tomado por un depredador que tenía su territorio en aquellas montañas. Pero, al parecer, no era ese el caso. ¿A quién pertenecía, pues? ¿A los asesinos? ¿A Casiopea?

¡Y él que no había señalado su presencia! ¡Rápido, debía prevenir al señor el-Rafid y a la guarnición! Ya se disponía a dar la alarma por la escalera de caracol de la atalaya, cuando sintió deseos de ver, por última vez, a aquel pájaro.

Simón se encontraba sometido al encanto de los amplios círculos indolentes, seguidos de lentos vuelos con las alas inmóviles, que el halcón trazaba en el cielo. El pájaro se elevaba sin batir las alas, sin esfuerzo aparente, y luego, con las patas pegadas a su vigoroso cuerpo, se recogía sobre sí mismo y se dejaba caer como una piedra, volvía a abrir las alas y se elevaba en espiral en la luz con un silbido agudo. Su vuelo estaba hecho de vueltas y fintas, acompañadas por largos quejidos. ¿Por qué, para quién danzaba así? Porque no había ninguna duda: el pájaro no cazaba, danzaba.

Dominado por la curiosidad, Simón se inclinó por encima de las almenas y observó la llanura, hasta el pie del monte Tabor. Vio a un hombre de negro sobre un caballo negro, seguido por una carreta tirada por un pequeño asno.

Simón había faltado a su deber, y enseguida se reprendió por ello: apretó la piedra de las almenas hasta que las articulaciones se le pusieron blancas. Luego sujetó el cuerno que había cogido a los hospitalarios y dio la alerta. Ruidos de pasos resonaron en la escalera. Alguien subía corriendo.

Kunar Sell se unió a él en lo alto de la torre y le preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Un hombre de negro, con una carreta.

Kunar los observó un rato, y luego dijo a Simón:

—No son los que esperamos...

Simón le preguntó a quién se refería, pero Kunar no lo escuchó y se volvió hacia el caballero negro, que ya se encontraba casi a tiro de ballesta. El coloso le gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¿Quién sois?

El hombre no respondió. Tal vez no lo había oído. Kunar y Simón gritaron juntos, después de hacer una profunda inspiración.

—¿Quién sois?

El jinete seguía sin responder y continuaba hacia ellos.

Entonces bajaron a toda velocidad la escalera de la torre, atravesaron corriendo la sala de los caballeros y se precipitaron hacia la barbacana, en la parte delantera del castillo, desde donde se manejaba el primer rastrillo.

El hombre de negro y la pequeña carreta se encontraban a un tiro de lanza cuando Simón preguntó en tono imperioso:

—¿Quién sois? ¡Por Cristo, respondedme!

El caballero tiró de las riendas de su caballo y respondió:

—¡Me llamo Morgennes!

—¡Por Cristo todopoderoso! —juró Simón, que no podía creerlo.

A su lado, Kunar Sell ya accionaba con frenesí la rueda que levantaba el rastrillo.

18

Poned empeño en el empleo del engaño en la guerra, pues este os permite

llegar al objetivo de un modo más seguro que la batalla

en un cuerpo a cuerpo sangriento

El gran estratega al-Mouhallab en su testamento

Morgennes miró cómo se levantaba el rastrillo e hizo avanzar unos pasos a Isobel. Al otro lado de la barbacana había un espacio de terreno virgen que daba a las murallas de La Féve y a un segundo rastrillo, que empezó a apartarse. Hombres armados situados en las primeras almenas corrieron a su encuentro con la espada o la lanza en la mano; mientras que, en lo alto del camino de ronda principal, ballesteros y arqueros se colocaban en posición siguiendo las órdenes de un individuo de piel oscura tocado con un turbante. ¿Quién era aquella gente? ¿Eran sarracenos? ¿Tan pronto?

—¡Vengo como amigo! ¡No estoy armado! —gritó levantando una mano.

Pero unos turcópolos le arrancaron las riendas de Isobel y se acercaron a la carreta para llevarla a un lado. Masada, que había saltado a tierra un poco antes, fue alcanzado por algunos jinetes que habían salido tras él rápidamente. El comerciante de reliquias fue conducido de vuelta a punta de lanza, mientras se desgañitaba gritando:

—¡Morgennes, me las pagarás!

Lo arrastraron por una poterna al interior del castillo, donde sus gritos se apagaron. En un instante, la carreta, Carabas, Femia, Yahyah, Babucha, Masada... se esfumaron como si nunca hubieran existido. Morgennes se quedó solo en medio de los soldados. Elevó sus ojos al cielo, en busca de un poco de esperanza, pero el halcón ya no estaba.

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