Caballeros de la Veracruz (30 page)

—Lo sé —dijo Morgennes.

—Ya hemos hablado bastante. Llévate contigo a Masada, a Femia y al niño.

—Se hará según tus órdenes, noble y buen hermano comendador.

Cuando se disponían a salir del baño, Beaujeu añadió:

—Y encuentra tu espada.


Crucífera, Crucífera
... Tengo la impresión de haberme pasado la vida buscándola...

El cuerpo del sargento había sido colocado sobre una mesa, en la capilla del Krak. Algunos hermanos rezaban de rodillas por la paz de su alma. El hermano sargento sería enterrado enseguida en el pequeño cementerio del castillo, y después se diría una misa; las costumbres orientales exigían que se enterrara lo más deprisa posible a los muertos, cuyas carnes se descomponían con rapidez. A cada lado del cuerpo, a la luz de los cirios, el humo del incienso se elevaba de dos recipientes.

Una humareda compacta ascendía en el aire saturado de calor. Las moscas zumbaban sin que los sacerdotes se preocuparan por ahuyentarlas.

Beaujeu y Morgennes entraron, y el hermano capellán corrió a su encuentro. Parecía a la vez feliz por ver al hermano comendador y furioso por ver a Morgennes, que era a sus ojos peor que un infiel: un cobarde y un lapso.

—Está aquí porque yo lo deseo —dijo Beaujeu sin dar tiempo a abrir la boca al hermano capellán—. Llévanos junto al cuerpo.

—Aquí está —dijo el hermano capellán con la cabeza baja, señalando al desgraciado sargento.

Dos clérigos se afanaban en torno a él; los hombres lo sentaron sobre la mesa de madera para soltar las correas de su cota de malla y sacarle la camisa y las bragas ensangrentadas; después de hacerlo, lo lavarían y lo vestirían con la túnica de lino blanco con la que sería inhumado.

—¿Se sabe qué lo ha matado? —preguntó el hermano comendador.

—Ha perdido demasiada sangre, noble y buen señor —respondió el hermano capellán.

Morgennes y Beaujeu se acercaron para examinarlo mejor.

—¡Cuidado! —dijo de pronto Morgennes a los clérigos, que retiraban la armadura del difunto sin preocuparse por las flechas que la habían atravesado.

Azorados, los dos hombres interrumpieron sus maniobras, y Morgennes extirpó delicadamente del hermano sargento dos puntas de la longitud de una mano.

—Esto lo ha matado —dijo, presentando una de ellas a Beaujeu—. Estas flechas son especiales. Están bañadas en un veneno y son únicas en su género. Por lo que sé, solo los maraykhát son capaces de fabricarlas.

—¡Los maraykhát! Pero ¿qué pueden hacer por aquí? —preguntó el hermano comendador.

—Habrán husmeado el oro —prosiguió plácidamente Morgennes.

Luego observó el cuerpo con atención, pasando la mano por encima de las heridas, examinándolas de forma minuciosa.

—Han atravesado la cota tan fácilmente, y... mirad.

Hundió el índice en una de las heridas, a la altura del pectoral derecho.

—Nunca había visto algo así...

Al retirar el dedo, un poco de sangre y líquido que parecía agua salió del pecho del muerto.

—Aún sangra... —dijo Beaujeu.

—¿Lo que significa...? —preguntó el hermano capellán, que sin duda veía algo milagroso en aquel fenómeno.

—Habitualmente, pasado cierto tiempo, la sangre deja de manar. Es decir, bien este hermano sargento ha entregado su alma hace poco, bien su metabolismo ha sido modificado —dijo Morgennes.

—¿Modificado? ¿Cómo modificado? —insistió el hermano capellán.

—Los maraykhát utilizan a menudo un veneno para fluidificar la sangre —explicó Morgennes—. Esto provoca hemorragias terribles que no siempre se perciben en el mismo momento. De hecho, es un milagro que, con todas estas heridas, haya quedado sangre suficiente en el cuerpo de este hombre para fluir en el momento en que he retirado mi dedo.

Alexis de Beaujeu parecía preocupado, a la vez que desconcertado e incómodo.

—La flecha no es el hombre —dijo por fin—. Es posible que estas flechas hayan sido fabricadas por los maraykhát, pero falta probar que han sido ellos los que las han disparado.

—¿Tal vez lo hayan hecho sus aliados, pues? —preguntó el hermano capellán.

—Los maraykhát solo tienen al oro por aliado —dijo Morgennes.

—Exacto —dijo Beaujeu—. Cualquiera ha podido utilizar sus servicios, sus armas o sus conocimientos en materia de venenos. Sin embargo, es la primera vez que este tipo de arma se emplea en el condado de Trípoli.

—Eso significa que los asesinos, los templarios, o ambos, deben de haberlos reclutado —dijo simplemente Morgennes.

Aquella observación los sumió en el silencio.

Templarios, asesinos, maraykhát; todo se mezclaba para formar un solo enemigo sin rostro y con objetivos imprecisos.

—¿Cuánto tiempo actúa este veneno? —preguntó el hermano comendador.

—Es difícil de decir —respondió Morgennes—. Depende del tipo y de la cantidad utilizada, de la hora en que se ha aplicado en las barbas... Al secarse, se deposita una fina película de barniz que permanece activa varias semanas. Pero, por miedo a herirse, la mayoría de los maraykhát no envenenan sus flechas hasta el momento de disparar... Es muy probable que el veneno todavía actúe y que los que hayan hecho esto no se encuentren lejos...

El hermano comendador cogió la flecha de manos de Morgennes y se hizo un corte en la punta del dedo: una sangre bermeja fluyó enseguida con una abundancia anormal.

—Partirás esta noche —dijo Alexis de Beaujeu a Morgennes—. ¿Dónde piensas encontrar a Saladino?

—En Damasco, o bien en los parajes de Acre o de Tiro. Si no en Jerusalén.

—Bien. Sígueme ahora.

Morgennes siguió a Alexis de Beaujeu, que lo había interrogado premeditadamente en presencia del hermano capellán, los dos clérigos y los otros hermanos. Así se extendería el rumor de que Morgennes había salido en busca de Saladino, y nadie pensaría en la Vera Cruz.

Antes de su partida, Beaujeu pidió que le entregaran el
vexillum
de san Pedro que, por la gracia de Dios, el hermano sargento se había llevado en su huida. Cuando estuvieron solos en las galerías del Krak, Beaujeu rasgó un pedazo y se lo anudó en torno al dedo.

—¡Veamos si el papado es tan bueno frenando la sangre como haciéndola correr! —dijo dirigiendo un guiño a Morgennes. Luego añadió con expresión grave:

—No conozco a la mitad de los hermanos que están en el castillo. Muchos son solo chiquillos recién desembarcados de Provenza, Inglaterra o Francia. Solo conocen esta tierra a través de relatos deformados, explicados por cobardes que se creen valientes, mientras que nosotros, que estamos aquí desde hace más de veinte años, somos para ellos unos extraños, culpables de los peores acuerdos con un enemigo que muchos nunca han visto. Algunos me han hablado de los sarracenos como demonios con el rostro verde, orejas puntiagudas y colmillos en lugar de dientes. Creen que se expresan gruñendo y se alimentan de sangre humana, pero fuimos nosotros los que devoramos cadáveres cuando, en el siglo pasado, los primeros cruzados sufrieron tanta hambre que tuvieron que comer turcos; ¡hasta esos extremos los arrastró la locura! ¡Dios quiera que semejante horror no se repita jamás!

Morgennes escuchaba en silencio, emocionado por la confianza que le testimoniaba Beaujeu al comunicarle sus sentimientos. El hermano comendador del Krak era lo que llamaban «una piel curtida», un «veterano». Alexis de Beaujeu había acudido a Tierra Santa de resultas de una aparición. Una noche, un fantasma se había manifestado para ordenarle que se hiciera cruzado y fuera a recogerse en la tumba de Cristo. Beaujeu se había puesto en camino inmediatamente, sin esperar a la mañana. Había orado en el Santo Sepulcro y luego se había unido a la orden de los hospitalarios... Morgennes y él se conocían desde esa época. Tenían la misma edad.

Los dos hombres pasaron por un pequeño patio con el suelo cubierto de paja vieja y llegaron al edificio del Krak en cuyos subterráneos el hermano mariscal tenía instalados sus almacenes.

—Morgennes, no tengo derecho a ordenar que te entreguen un nuevo equipo —dijo Beaujeu—. Pero la regla del Hospital me autoriza a ofrecer a una persona de mi elección un caballo y una armadura, lo que haré entregándote mi propia armadura y la montura del hermano sargento que acaba de morir.

—Noble y buen señor... —empezó Morgennes.

—Calla —lo interrumpió Alexis de Beaujeu—. Si es para agradecérmelo, hazlo encontrando la Vera Cruz y que podamos enviarla a Su Santidad, tal como ha pedido.

—La encontraré.

—Sé que puedo contar contigo, Morgennes. Siempre has sido un ser aparte: estabas con nosotros y, al mismo tiempo, separado de nosotros. Incluso en la oración me parecía que estabas en otro mundo.

—Eso es lo que se nos prescribe.

—También nos prescriben que recemos juntos, y no que nos giremos solo hacia Dios...

Había como un reproche en las palabras de Alexis de Beaujeu, pero su rostro no expresaba nada parecido.

—¡Es tan duro hablar contigo, Morgennes! —siguió Beaujeu—. Das tan a menudo la impresión de estar solo, como si no fueras de este mundo...

—Es mi naturaleza —dijo Morgennes—. Hay que acostumbrarse.

—Desde tu cautividad, no hablo de la última sino de la que puso fin a tu búsqueda de las lágrimas de Alá, sé que has perdido en parte la memoria. ¿La has recuperado ahora?

—¿Cómo podría saberlo? Si hay alguien incapaz de responder a tu pregunta, soy justamente yo. Pero es cierto que a menudo tengo la sensación de no ser ya dueño de mí mismo.

—Solo Dios es nuestro dueño —dijo Beaujeu—. Sobre todo cuando uno se ha dado, como tú, a una de sus órdenes. Pero volvamos a Hattin. El capítulo ha pronunciado su sentencia: has recibido tu carta de exclusión, y ya no se trata, pues, de juzgarte. Sin embargo, lo que dijo Trípoli era exacto: tu actitud no está exenta de coraje.

—Como la de los hermanos que renunciaron a abjurar.

—Son dos corajes de naturaleza diferente.

—Sea coraje o cobardía, me preocuparé por ello cuando haya encontrado la Vera Cruz.

Alexis de Beaujeu no insistió. Hubiera querido hablar a Morgennes, pero este último parecía encontrarse más allá de las palabras. Las palabras no lo alcanzaban, solo los actos tenían un sentido para él. No porque las palabras no tuvieran importancia, sino porque estas pertenecían a una parte de su entendimiento donde él mismo parecía no situarse. Beaujeu se entristeció. Había tratado de provocar una chispa en su amigo, había intentado suscitar en él un interrogante, una duda. Pero no lo había conseguido.

Por otra parte, ¿por qué se preocupaba tanto por el estado de espíritu de Morgennes?

«Olvidemos este asunto —se dijo Beaujeu—, pasemos a otra cosa.»

El hermano comendador abrió la puertecita del edificio con las llaves que llevaba en su limosnera. Como había caído la noche, cogió una antorcha de una hornacina y la encendió con ayuda del pedernal que había junto a ella. El aire olía a sebo, metal y guerra. Las armas, ordenadas en armeros alineados a los lados y en el centro de la fábrica, parecían aguantar el aliento, ansiosas por ser extraídas de su vaina y atravesar al adversario. El mismo aire estaba hecho de esta tensión, y Morgennes tuvo de nuevo la impresión de que eran las armas las que habían creado a los hombres, y no al revés.

Siguió de cerca a Alexis de Beaujeu, que bajaba por una escalera que conducía al sótano de la armería, y tuvo la clara sensación de que las astas de las lanzas y las empuñaduras de las espadas pedían a gritos que las sujetaran para hendir, traspasar, segar, cortar, matar. Podía oír sus gritos silenciosos, sentía su impaciencia cuando tantos enemigos estaban pidiendo morir, allá afuera, en el exterior; y, cuando ya no hubiera enemigos, siempre quedarían los amigos, la familia, uno mismo.

Los almacenes del sótano eran el lugar donde se guardaban los escudos y las armaduras. Estas últimas descansaban en cajas llenas de paja, o sobre maniquíes si había que montarlas o repararlas.

Beaujeu abrió una caja de madera negra que parecía un ataúd. Contenía una armadura, también negra, en perfecto estado. Después de haber acariciado las anillas para comprobar su ligereza y su solidez, el hermano comendador dijo a Morgennes:

—Es una cota de un tipo nuevo. Sus mallas están tan apretadas que las flechas no pueden atravesarla... En el interior se ha cosido una especie de chaqueta de paño forrada con algodón fuertemente picado. Es más ligero que un gambesón y mucho más sólido. Con esto estarás seguro.

—¿Y tú? —dijo Morgennes, inquieto.

—No te preocupes. Los sarracenos nunca se atreverán a atacar el Krak mientras Jerusalén no haya caído. A falta de nuevos refuerzos, no iremos a Acre; y solo iremos a Tiro si Conrado de Montferrat deja de desafiar a Raimundo de Trípoli... No nos moveremos de aquí mientras la Vera Cruz no haya sido encontrada; de modo que no te inquietes: no puede ocurrirme nada. De todos modos, nada me impide colocarme, si hace falta, una de estas viejas cotas de malla —dijo iluminando las otras cajas con su antorcha.

—¿Y las flechas de los maraykhát?

—Tengo mi escudo y, además, ahora estamos prevenidos. Toma —dijo entregando a Morgennes el estandarte de san Pedro—. Cógelo. Te servirá si llegas a caer en malas manos. Quiero decir, si los nuestros buscan pelea...

—¿No lo necesitarás?

—Mira —respondió Beaujeu—, yo no entré en la orden para convertirme en un
miles sancti Petri
, un soldado de san Pedro. Yo soy un
miles Christi
, un soldado de Cristo, como tú fuiste antes y pareces querer serlo aún. Mi único estandarte es la cruz. No quiero ningún otro.

Dicho esto, Morgennes y Alexis llevaron a la carreta de Masada la caja de madera negra que contenía la armadura y la bandera papal. Finalmente, les entregaron víveres para varios días, así como agua y vino.

Unos hermanos recitaron padrenuestros por Morgennes, deseándole que encontrara rápidamente a Saladino y lograra convencerlo. Esperaban que volviera a la verdadera fe y renunciara a la religión mahometana. De todos modos, los hermanos no acababan de creer que Morgennes hubiera abrazado plenamente estas creencias. Pero los mahometanos eran tan ladinos... Si Saladino aceptaba, pediría algún servicio a cambio...

Al alba del día de Santa Austraberta, Masada, Femia, Morgennes y Yahyah salieron del Krak tal como habían llegado, con la diferencia de que Alexis de Beaujeu se acercó para ofrecer a Morgennes una soberbia yegua negra.

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