Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
—Prométeme que la cuidarás.
—Hermano Alexis, noble y buen señor, te lo prometo. ¿Qué nombre tiene?
—Isobel.
Cuando ya iban a entrar en la rampa cubierta que conducía al exterior, Alexis de Beaujeu añadió:
—No lo olvides: ¡ella también es una superviviente!
Morgennes lo saludó; luego el rastrillo del Krak cayó tras ellos. Muy pronto, las murallas de la fortaleza desaparecieron de su vista, y después desaparecieron también las banderas. Pero durante toda la mañana Morgennes siguió oyendo cómo restallaban al viento.
Tenía la sensación de que la historia se repetía sin cesar. ¿Lograría salir algún día de aquella sucesión infernal de partidas y llegadas? Morgennes cabalgaba delante de la pequeña carreta, solo, como siempre. Aunque de hecho nada le impedía acortar el trote de su montura para que lo alcanzaran.
—¿Qué hay en esta gran caja negra? —preguntó Masada a Morgennes cuando la carreta estuvo a su altura.
—Una armadura —respondió Morgennes.
—¿Podemos verla? —exclamó Yahyah, muy excitado.
—Pronto.
Yahyah lanzó un silbido de admiración.
—¡Quiero verla, quiero verla! —dijo dando unas palmadas, como si de esa manera pudiera abrir la caja y hacer salir la armadura.
—¿Adonde vamos? —inquinó Masada.
—Al sur —respondió Morgennes.
—¿Por qué?
—Porque es allí adonde debemos ir. ¡Y ahora basta de preguntas!
Masada calló. También a él le parecía que no era fácil hablar con Morgennes. Desde que se conocían, apenas si habían mantenido diez conversaciones. Ninguna había sido profunda. Morgennes tenía lengua y boca, pronunciaba palabras, no le molestaba particularmente expresarse, pero nunca parecía que se dirigiera a su interlocutor. Sencillamente, era un hablador mudo.
Masada empezaba a estar harto. ¿No le había salvado él la vida al comprarlo en el mercado de esclavos cuando los templarios y los mahometanos se lo disputaban? ¿Y Femia? ¿Todas aquellas joyas valían la vida de ese hombre, su libertad?
«¡Sí!», se dijo, porque Morgennes le había prometido que lo ayudaría a levantar la maldición que se había abatido sobre él en la época en que lo había traicionado. Una traición que había pagado cara, y que continuaba pagando.
—¿En qué piensas? —preguntó Femia a su marido.
—En nada —respondió Masada.
—Oh, sí, estás pensando en algo... Se te ve en la cara cuando reflexionas. ¡Eres incapaz de hacer dos cosas a la vez! Mira: ¡has soltado las riendas de Carabas!
Masada vio que tenía razón, volvió a sujetar rápidamente las riendas, las hizo restallar vigorosamente por encima del viejo asno y preguntó a Morgennes:
—Aquello de que me hablaste en Damasco, ¿era cierto?
—Sí —respondió Morgennes.
—¿Qué hay que hacer, pues?
—Primero encontrar la Vera Cruz.
—¡Pero si nadie sabe dónde está!
En realidad, aquello no era del todo exacto.
Dos rumores ofrecían informaciones contradictorias sobre el paradero de la cruz. El primero pretendía que, poco después de Hattin, la Vera Cruz había sido llevada a Damasco por el cadí Ibn Abi Asrun, bajo la protección de una buena guardia. El segundo afirmaba que se encontraba en manos de esos extraños caballeros del Temple que surcaban la región con Gerardo de Ridefort para incitar a la rendición a las plazas fuertes templarías.
Para Morgennes, había que creer en este último. Recordaba que después de haber recitado la
shahada
había visto a una treintena de templarios partir con la Vera Cruz bajo los «
Allah Akbarh
de los sarracenos. Aquello lo había llenado de odio y de tristeza. No había olvidado aquella imagen. No la olvidaría nunca. Qué ironía —¡y qué suplicio!— tener que sufrir la visión de la Vera Cruz en manos de defensores de la fe, de caballeros del Temple...
Pero lo que Morgennes no comprendía era que entre esos templarios no se encontrara ningún hermano sargento, ningún turcópolo, ningún auxiliar. ¿Cómo podía ser? Morgennes veía dos explicaciones posibles: o bien se trataba realmente de hermanos caballeros del Temple, o bien no eran caballeros del Temple. A decir verdad, la segunda explicación le parecía la mejor, pues le resultaba muy difícil creer que treinta templarios hubieran podido cometer traición todos juntos. Treinta hermanos caballeros era la casi totalidad de los caballeros del Hospital que se encontraban en el Krak.
«¡Imposible!», se decía. E, incluso si era posible, se negaba a creerlo.
Así, Morgennes apostaba por que bastaría con que se presentaran ellos mismos en una fortaleza del Temple tras otra para encontrar la Vera Cruz. Si los «templarios sarracenos», como los llamaban, hacían caer las plazas fuertes templarías una tras otra, bastaría tenderles una emboscada en una de las que todavía se mantenían firmes.
En el condado de Trípoli estaban en esta situación la fortaleza de Tortosa, el castillo de Aryma, el fuerte de Bertrandimir, el Chastel Blanc, el Chastel Rouge y el casal fortificado de Elteffa-ha. Pero los sarracenos no acudirían a la región: los hospitalarios disponían allí del Krak y del castillo de Akkar, así como de dos fortalezas, una en Arqa y la otra en Trípoli.
No, había que apuntar al objetivo último de Saladino: Jerusalén.
Todavía no se atrevía a hablar de ello a Masada, pero tendrían que dar vueltas en torno a la ciudad tres veces santa, escuchar, mezclarse con la multitud, fundirse con la masa de refugiados o de comerciantes, y tratar de obtener la máxima información sobre el estado de los castillos de los alrededores. Para hacerlo no podrían contar con la ayuda de los hospitalarios, bien establecidos en los alrededores de Jerusalén, ni, evidentemente, con la de los templarios.
El problema era Masada: los caballeros del Temple lo buscaban desde que había abandonado Nazaret. Pero Morgennes contaba con que el desmantelamiento del reino franco de Tierra Santa los mantuviera demasiado ocupados para seguir preocupándose por un mercader judío huido.
Así atravesaron muchas regiones y bordearon de nuevo el Hermón, esta vez por la vertiente occidental. En cuanto se elevaba una humareda en el horizonte, Morgennes partía en reconocimiento a todo galope. Raramente se ausentaba mucho tiempo, y redoblaba las precauciones no yendo nunca directamente hacia su objetivo sino, al contrario, trazando amplios círculos concéntricos para aproximarse.
Los viajeros vieron sencillas granjas incendiadas después de haber sido saqueadas. A veces, tierras colocadas bajo la protección de una encomienda templaría habían sido asoladas en represalia. Habían quemado las cosechas, obstruido los pozos; envenenado las fuentes; arrancado los árboles. Cadáveres de animales yacían dispersos, sirviendo de alimento a las moscas, de nido a sus larvas y de postre a las hienas.
Femia no dejaba de palpar las joyas que el hermano tesorero del Krak le había entregado. No eran de su gusto. La mujer se impacientaba, y preguntaba cien veces al día:
—¿Cuándo llegaremos?
Invariablemente, Morgennes respondía:
—Hay que bajar más aún.
—A fuerza de bajar, acabaremos en el infierno... —se lamentaba ella.
Desde que habían abandonado el condado de Trípoli, Morgennes llevaba colocada su armadura. Cuando caía la noche, y si no había estrellas, desaparecía. Solo el ruido de los cascos de su yegua permitía saber dónde se encontraba. Generalmente, unos pasos por delante.
—¿Crees que es prudente ir así sin armas? —le preguntó un día Masada.
—No —respondió Morgennes.
—¿Qué piensas hacer, pues?
—Nada. Huir.
—¿Ah, sí? —se extrañó Masada—. Tú, tal vez, pero nosotros ¿qué haremos? ¡No imagino a Carabas galopando más rápido que un turcomano!
—Ni siquiera Isobel podría hacerlo.
—¿Y entonces?
—Entonces moriremos.
Masada, que se había quedado estupefacto ante esta observación, hizo girar varias veces la lengua en la boca y le espetó en un tono casi desesperado:
—¡Te compré porque me prometiste que me curarías!
—Creí que lo habías hecho para salvarme de una muerte cierta y para redimirte tú —dijo Morgennes.
—¡Tal vez! —replicó Masada—. Pero no olvides nuestro trato...
—No lo olvido. Te recuerdo que si estás enfermo es porque nos traicionaste, a Dios, a Balduino IV y a mí... Por otro lado, me gustaría saber por obra de qué milagro estás entero todavía...
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Femia.
—¡De nada! —replicó Masada—. Es algo entre Morgennes y yo, una vieja historia que no hace falta que conozcas.
Después de cerrar la boca a su mujer de este modo, Masada apartó la mirada, y Femia volvió a dedicarse a la contemplación de sus joyas y, a veces, de Morgennes. Cuando lo miraba —de reojo y con una mirada que nunca era franca—, no podía evitar llamarlo «mi tesoro». Desde el incidente en Damasco, Morgennes había reemplazado en cierto modo a toda su quincallería. El era todo su aderezo, su belleza desaparecida, su guerrero de diamante: tan puro, tan bello, tan raro y caro como esa piedra preciosa, la más brillante y la más dura de todas.
Pasaron los días, más o menos similares. Masada hablaba a Carabas, Yahyah jugaba con Babucha, Femia miraba a Morgennes y este salía de reconocimiento. Solo cambiaban las tierras que atravesaban. Donde antes había vida, se extendía ahora el desierto.
Y a la inversa, donde había desierto aparecía a veces una vida extraña que hacía que se preguntaran cuánto tiempo duraría. Así, se habían encontrado a veces, bruscamente, en zonas áridas donde rebaños de cabras pastaban entre bosquecillos de espinos. En cuanto a las raras fortalezas o encomiendas del Temple que divisaron, todas estaban en ruinas. O bien ocupadas por los sarracenos. En poco más de dos meses, el Temple había perdido cerca de doscientas casas, casales y castillos.
Un atardecer, cuando se encontraban en el principado de Galilea, en una cresta del monte Tabor, a medio camino entre Damasco y Jerusalén, Morgennes declaró:
—Sé adonde debemos ir.
—¿A Jerusalén? —dijo Masada.
—No enseguida. Primero iremos por ahí...
Señaló hacia el sur, en dirección al cielo, tal vez a una estrella.
Masada miró pero no vio nada. Femia no apartaba la mirada de Morgennes, segura, por la serenidad que se leía en su semblante, de que había encontrado algo.
Yahyah observó el horizonte, y de repente exclamó:
—¡Lo veo! ¡Lo veo!
Luego se puso a agitar los brazos mientras lanzaba gritos estridentes.
—¿Qué hay? —preguntó lastimeramente Masada—. ¡Yo no veo nada!
—¡Abre los ojos y mira! —dijo Morgennes.
Ya podía, Masada, abrir unos ojos como platos para escrutar el panorama del principado de Galilea, que no distinguía más que nubes grises con el vientre enrojecido por el sol, la tierra inundada de luz, y casas, plazas fuertes, huertos y campos bañados con los colores cambiantes del crepúsculo.
Femia miró a su vez, haciendo visera con la mano, y dijo sonriendo:
—Lo veo, pero no lo entiendo.
Masada echaba chispas. Miró, sucesivamente, el cielo, el dedo de Morgennes y la banda de tela que tapaba su ojo ciego.
—¿Cómo es posible que tú veas mejor con un solo ojo que yo con dos?
—Porque yo no solo utilizo los ojos —respondió Morgennes—. También utilizo el cerebro.
—El cerebro, el cerebro —dijo Masada—. Muy bien, perfecto, ¡pero sigo sin ver nada! Dime qué ves tú.
—Nubes.
—¿Nada más?
—Y pájaros.
—¿Pájaros? Si solo hay uno —dijo Masada.
—¡Por fin! —exclamó Morgennes—. ¡Ahora que tus ojos se han abierto, pídele a tu cerebro que haga otro tanto!
Masada lo contempló, desconcertado. ¿Se habría vuelto loco, Morgennes?
—Ese pájaro —dijo Morgennes— no es como los otros. Es un halcón peregrino, un cazador, y es raro que vuele así cuando se pone el sol. Es una suerte que lo haya visto, porque su plumaje pardo y gris hace que se funda con el cielo. Cuando cae la noche, desaparece. Este tipo de rapaces no vuelan en la oscuridad. El hecho de que esta cruce el aire a estas horas significa que su amo (de hecho, es su ama) no se encuentra lejos. Sí, conozco a ese halcón. Me he tropezado dos veces con él en Hattin, y luego una tercera cuando íbamos hacia el Krak: volaba en el cielo del Yebel Ansariya, en pleno territorio de los asesinos.
—Sigo sin comprender —dijo Masada.
—Es una rapaz única en el mundo: su ama es la mujer más bella que haya visto nunca, bella como una reliquia. Es una joven de sangre mezclada, de un poco más de veinte años, de ojos azules y cabellos castaños. Su piel parece tan suave como la de un recién nacido, y lleva las joyas más bellas que jamás haya visto...
Un brillo ávido iluminó los ojos de Femia. En la lejanía, el ave lanzó un grito.
—Yo también conocí a una mujer que tenía un pájaro de este tipo —reconoció en voz baja Masada—. Era, creo, la amante del jeque de los zakrad, una verdadera furia. Recorría Tierra Santa en busca de un hombre... un tal Perceval, si no entendí mal. Era orgullosa, bella y fría, como la hoja de un puñal. Cada vez que venía a verme, me quedaba paralizado.
—¿Así que la conoces?
—Sí —prosiguió Masada—.Venía a menudo a consultarme a Nazaret. Compraba las reliquias más hermosas, las más caras, y se iba con ellas. Ella necesitaba una nueva más o menos cada semana. No sé de dónde sacaba el dinero ni por qué compraba tantas. Pero parecía dominada por una especie de maldición. Necesitaba reliquias como otros necesitan guerras, mujeres, oración o vino...
—Y eso que las reliquias eran falsas —hizo notar secamente Femia.
—Falsas, verdaderas..., ¿acaso sé yo lo que es verdadero o falso en materia de reliquias? —replicó Masada, al que incomodaba el tema—Yo, por mi parte, diría que todas eran auténticas...
—Ya veo —dijo Morgennes—. Dejémoslo. Pero esa mujer tenía un pañuelo que me parece que es ese que llevas en el brazo...
—¿Y si fuera así? —preguntó Masada.
—Eso querría decir que ha sido capturada. Pero ¿por qué? ¿Y por quién?
—De todos modos, ¿qué relación tiene esto con la Vera Cruz? —continuó Masada.
—Tal vez ninguna —dijo Morgennes—, pero quiero ir a ver. Y, además, si el ama de este pájaro busca reliquias, ¿por qué no la Vera Cruz?
—
Yallah
! —exclamó Femia.
Masada bajó la cabeza y guardó silencio. De nuevo estaba perdido en sus pensamientos y había soltado las riendas de Carabas. Finalmente, Morgennes bajó del caballo para reunirse con Yahyah, que se disponía a rezar y había sacado un largo manto blanco para cubrirle los hombros (a quién podía ocurrírsele rezar con una armadura negra).